martes, 29 de abril de 2008

El rigor filológico del Neoclasicismo

La Ilustración es un movimiento que pretende salir de la crisis del Barroco a partir de un sistema de pensamiento basado en la razón, y está directamente relacionado con la aparición de las academias en Francia. Las Academias eran instituciones fundadas por la Corona para fomentar la difusión del saber, así como la investigación, la innovación.

El Neoclasicismo como movimiento artístico surge en la década de 1750, que supuso decisivos cambios en la cultura europea, el paso decisivo del barroco tardío y rococó a una nueva mentalidad ilustrada. Baste decir como ejemplo que los dos grandes genios musicales del barroco: Johann Sebastian Bach y Georg Friedrich Händel murieron en 1750 y 1759, respectivamente y que en 1756 nace el genial Wolfgang Amadeus Mozart, que con sólo 4 años ya componía e interpretaba como los más geniales virtuosos de la época, y cuyas obras nos muestran a la perfección el gigantesco contraste existente entre estas dos épocas separadas por la crucial década.

En lo que arquitectura respecta tenemos dos claros ejemplos de contrastes entre una y otra época: Vierzehnheiligen (la iglesia de los Catorce Santos) de Balthasar Neumann, comenzada en 1743, y Sainte-Geneviève (el Panteón de París) de Jacques-Germain Soufflot, en 1757. Tan sólo catorce años separan estas iglesias, pero entre ellas se extiende un inmenso abismo cultural que, al igual que en música, muestra el profundo cambio experimentado en aquella época; por un lado, Neumann, que domina a la perfección el soberbio repertorio del barroco tardío y nos muestra una sofisticada exhuberancia provinciana; por otro, el pedante y revolucionario Soufflot, representante de una severidad gráfica cosmopolitana sumamente inestable. Posteriormente el revolucionario Panteón parisino recibiría críticas de Jean Nicolas Louis Durand, quien aludiendo a inútil derroche de materiales, abogaría por un estilo todavía más depurado y económico, fiel representante de la corriente empírica de la que él es uno de sus máximos exponentes.

Acabamos el apartado anterior con la necesidad por parte de los ilustrados de una revisión filológica del texto de Vitruvio para redefinir en nuevos términos más actualizados los conceptos de clasicidad y belleza. Pero además de una correcta traducción era necesaria una nueva recapitulación de los restos de la antigüedad, ésta última fomentada por la perfección en las técnicas de representación y el grabado. Y esta nueva recapitulación encontrará su fundamento teórico en la obra de Winckelmann (1717 – 1768), padre de la arqueología moderna y de la teoría de la estética. En sus escritos define de manera objetiva y rigurosa el concepto de belleza clásica en arte, que se convertirán en la referencia de la teoría artística del Neoclasicismo. En España, tenemos un magnífico ejemplo en la labor del Padre José Ortiz y Sanz, quien en 1787 realiza una magnífica e insuperable traducción al español de Vitruvio, ilustrándolo con grabados basados en un rigurosa observación directa.

Si Winckelmann es el fundador de la teoría estética moderna, será el abad Marc-Antoine Laugier (1713-1769) quien inicie la tratadística arquitectónica contemporánea. Si hasta el momento la tratadística centró sus planteamientos en el estudio de los órdenes arquitectónicos, y sus correspondientes proporciones, como la base de un entendimiento por que la arquitectura era considerada capaz de mostrar los principios de la armonía del universo, Laugier tuvo como objetivo el devolver a los órdenes su carácter funcional, llegando a establecer una visión de la arquitectura que, a través de la racionalidad constructiva, se definía mediante su estructura espacial. Esta interpretación de la arquitectura a partir de la racionalidad constructiva se realiza a partir de la visualización filosófica de la cabaña primigenia, inicio teórico de la arquitectura.

Laugier visualiza esta cabaña en portada de su Ensayo como una estructura integrada por pies derechos, vigas y una cubierta puntiaguda. Ésta era la imagen última de la verdad arquitectónica, el modelo sobre el que se han imaginado todas las magnificencias arquitectónicas. A partir de la cabaña primigenia se plantea una depuración de los órdenes que permita su utilización más racional; pero no sólo habla de arquitectura clásica, también hace referencia a la arquitectura gótica, a la que alaba por su pureza estructural y su magnífica dignidad a pesar de no contener elementos clásicos. Encontramos aquí lo que será la gran ruptura con la resurrección de la antigüedad y el inicio de los eclecticismos: la arquitectura medieval. La mentalidad humanista, más abierta y racional, se opone a la medieval, más oscura y supersticiosa; este era el razonamiento filosófico según el cual la antigüedad clásica (resucitada por el humanismo) se erguía sobre la medieval. Sin embargo, en aspectos técnicos, la arquitectura medieval era mucho más libre que la clásica, que en la tratadística y su aplicación práctica quedaba condicionada por el diámetro de la columna, el orden y su intercolumnio correspondiente. Esta idea no es innovación de Laugier; él retoma las enseñanzas de Jean Louis de Cordemoy (1631 – 1713), quien en continuidad con Perrault busca la definición de un concepto universal de belleza que no esté vinculado a las complicadas proporciones vitruvianas; y en esa búsqueda también toma como referencia la arquitectura medieval.

Pero el Ensayo va mas allá, proponiendo una arquitectura libre de muros, donde la columna y el arquitrabe sean los elementos definitorios de la estructura del edificio. Esta suposición fue considerada ridícula, sentó un precedente que retomaría Auguste Perret a principios del siglo XX en su intento de definir un orden clásico para el hormigón armado. Con todo, las pretensiones de Laugier eran eliminar la “arquitectura en relieve” propia del Barroco y Rococó, pero no eliminar ni los muros ni los órdenes clásicos. En su propio tratado considera a los muros como licencias admisibles, aunque siempre defiende una predominancia estructural de la columna. A su vez, el orden debe depurarse y emplearse racionalmente, no tanto exclusivamente según los principios de Vitruvio sino apelando a una racionalidad ornamental basada en una exhaustiva comparación de detalles según los diferentes tratadistas y la observación directa tanto de las ruinas de la Antigüedad como de los edificios modernos, pues en el siglo XVIII el lenguaje clásico estaba lo suficientemente asentado como para tomar de referencia algunas grandes obras del renacimiento y barroco (para Laugier la columnata del Louvre y la Capilla de Versalles eran ejemplos canónicos). Aunque partidario de los “modernos”, las ideas de Laugier levantaron grandes pasiones y fue muy criticada, pues todavía no terminaba de convencer tanta depuración, y al fin y al cabo Laugier era demasiado riguroso para unas mentes todavía formadas en el Rococó.

Junto con Laugier, otro de los grandes tratadistas del Neoclasicismo es Jean Nicolas Louis Durand (1760-1835), quien entre 1802 y 1805 publica su Compendio de lecciones de arquitectura, fruto de sus enseñanzas en la Escuela Politécnica. Han pasado casi cincuenta años desde el tratado de Laugier, y el mundo había cambiado muchísimo; el largo proceso de la Revolución Francesa abolió los privilegios hereditarios de la nobleza e instauró la era de la burguesía. En esta nueva era, las Academias dependientes de la corona desaparecieron para dar paso a los Institutos y Escuelas Politécnicas, donde se esperaba dejar atrás los rigores e inflexibilidades propias de las Academias y dar paso a un nuevo periodo de educación e investigación.

El método de Durand es una adaptación técnica de las teorías de Laugier. En los cincuenta años que distan entre una y otra obra se realizaron grandes avances en la construcción tradicional, que permitieron un conocimiento de los materiales y una optimización de su empleo. Estos avances eran exactamente los que necesitaban las teorías revolucionarias para ser aplicadas a la arquitectura. El método de Durand se inicia con una dura crítica hacia el Sainte-Geneviève (el Panteón de París) de Jacques-Germain Soufflot, pues consideraba que era una obra muy cara y poco bella; él propone una gran cúpula con columnas que asegura costaría la mitad y daría un aspecto más grandioso.

En lo que respecta a los órdenes, Durand no entra en discusiones de ningún tipo y propone unos órdenes que se podrían considerar “media aritmética” de cada tipo. Después de las revisiones filológicas de Vitruvio, y una vez establecidos los conceptos básicos para la nueva clasicidad, las preocupaciones se centran en la búsqueda de medios económicos de construcción, que permitan el desarrollo de la nueva sociedad sin caer en los excesos arquitectónicos de antiguos régimen (representado por el rococó y primer neoclasicismo). El tratado de Durand tendrá mucha aceptación durante el periodo napoleónico, pues su método se adaptaba perfectamente a las nuevas necesidades tipológicas del programa constructivo de Napoleón (cuarteles, bibliotecas, almacenes, viviendas dignas…). Los conceptos vitruvianos de solidez, utilidad y belleza (firmitas, utilitas y venustas) darán paso a los de utilidad, conveniencia y economía, abriendo el camino para los postulados teóricos del Movimiento Moderno.

Generalmente se acusa a Durand de amoldarse a los nuevos cambios tecnológicos y centrarse sólo en la construcción tradicional. Esto demuestra poco conocimiento histórico, pues no es hasta el segundo tercio del siglo XIX cuando empieza a emplearse el acero en la construcción. Por tanto, cuando Durand escribe su método, describe los últimos avances constructivos de principios del siglo XIX (incluso comenta la posibilidad de realización de cubiertas de fundición); no es su culpa que su método se siquiera empleando cincuenta años después, cuando ya había quedado obsoleto. Y esta será una de las causas de la gran crisis artística del siglo XIX, pues en la “Era de los Eclecticismos” se abrirá una gran brecha entre arquitectura e ingeniería, que hasta ese momento estaban indisolublemente unidas. De esta brecha y su posterior unificación surgirá la arquitectura del Movimiento Moderno.

domingo, 27 de abril de 2008

Fastos retóricos y elocuencia en el Barroco

El Barroco se suele identificar con el siglo XVII, aunque en realidad hunde sus raíces en el siglo XVI y se prolonga hasta bien entrado el XVIII. Los fallos en las aspiraciones del humanismo pusieron en una crisis los valores de recuperación historicista de la antigüedad y desembocaron en ese conjunto de trasgresiones e interpretaciones de la antigüedad que se conoce como manierismo. En política y religión, estas inquietudes se reflejaron en la activa política bélica española por continuar con la hegemonía obtenida por Carlos V y en la celebración del Concilio de Trento (1563) y la Contrarreforma.

Mientras la Reforma protestante optó por una doctrina de severa austeridad y puritanismo, la Iglesia Católica, en su Contrarreforma opta por mostrar toda su gloria y el fasto. Por tanto, se intentará que los nuevos programas artísticos eviten los debates del Alto Renacimiento, fundamentalmente los relativos a la adaptación de la Antigüedad al modo de vida humanista y viceversa, y el debate sobre las plantas centralizadas. Con la Iglesia de Il Gesú en Roma se instaura la tipología de iglesia barroca, en una línea muy similar a la S. Andrés de Mantua, de Alberti. Sin embargo, las nuevas iglesias barrocas no tienen el carácter de armoniosa proporción de esta última, sino que continúan el camino abierto por Miguel Ángel. Este camino va buscando las distorsiones del lenguaje y la teatralidad del mismo. El barroco es fasto y teatralidad; el entendimiento de la vida pasa por una amplia cultura visual del que son característicos los libros de emblemas, es decir, sencillas imágenes que guardan gran contenido simbólico.

El Barroco es movimiento, ya sea estático ó dinámico (como quedará patente en su última etapa, el rococó), de ahí que la fachada y los volúmenes se traten como una escultura. Y al respecto del tratamiento escultórico de la arquitectura barroca hay que hacer especial mención a Francesco Borromini (1599-1667) y Gianlorenzo Bernini (1598-1680). Del primero se suele decir que es el más arquitecto de los dos, pues Bernini es además un excelente escultor. Por eso, y al igual que Miguel Ángel, su obra tiene un carácter muy escultórico, con grandes juegos de superficies y partes tratadas independientemente, como si de un grupo escultórico se tratara. El ejemplo más claro es la iglesia de Sant’ Andrea al Quirinale, donde la fachada tiene un tratamiento independiente al resto de la planta, a la vez que guardan una relación mediante el empleo de un sistema de órdenes gigantes y secundarios. Así, su obra es fastuosa y teatral, donde la estructura queda oculta en un sistema de ordenación y tratamiento escultórico de los paramentos.

A diferencia de Bernini, Borromini confiere un tratamiento más arquitectónico a sus edificios; aquí la estructura tiene un tratamiento escultórico, y los elementos decorativos se integran completamente en la estructura hasta el punto de formar parte de la misma. En San Carlo alle Quatro Fontane el orden arquitectónico es un elemento integrante en su totalidad de todo el edificio, tanto en el interior como en el exterior.

Escultura y estructura se combinarán perfectamente durante el barroco, configurando un mundo teatral y fastuoso que sufre un proceso de transformación que va desde las primeras trasgresiones del lenguaje clásico, hasta la ceración de un código propio, muy simbólico, heredero de una tradición medieval no del todo interrumpida por la restauración de los valores clásicos del humanismo. Esta transformación acabará desembocando a medida que evoluciona, en las extravagancias del Rococó, donde la propia estructura del edificio será una composición escultórica, un juego de superficies mixtilíneas sobre las que se apoya un edificio caprichosamente ornamentado.

Pero dar un salto desde Bernini y Borromini al Rococó es ir demasiado rápido, y recuerda a esos manuales decimonónicos de historia en la que ésta se trataba como compartimentos estancos sin ninguna relación entre sí (como de hecho sigue ocurriendo en la mayoría de los manuales escolares de historia y que contribuyen a crear una imagen equívoca y partidista de la misma). Pues no se haría justicia a la historia de la Arquitectura si no habláramos ahora de lo que ocurría en el resto de la Europa Barroca, especialmente en Francia, que durante el próspero reinado de Luis XIV desarrolla una frenética actividad constructiva. Se suele decir que en Francia no hubo Barroco, sino un especial “clasicismo”. En realidad, con la creación de la Real Academia de Arquitectura en 1671 y la traducción del tratado de Vitruvio que hizo Claude Perrault (1613-1688), se dio forma teórica a un debate iniciado casi dos siglos atrás y del que ya hemos hablado: la incertidumbre producida al contrastar el texto de Vitruvio con las ruinas de la Antigüedad. Ya Serlio en 1544 defendía a Vitruvio frente a la copia de los monumentos de la Antigüedad, si bien matizaba que ante la ausencia de ilustraciones en los originales de su tratado era necesario basarse en las ruinas. “Una cosa es imitar a lo Antiguo tal como se halla, y otra saber elegir lo bello con la autoridad de Vitruvio, condenando lo feo y mal entendido”. Pero estos comentarios de Serlio no fueron bien acogidos incluso en su tiempo, aunque al salir de Italia, donde apenas había referencias a la Antigüedad, la palabra de Serlio se convierte en Ley, al igual que la de Vignola o Palladio, aunque en el caso de Vignola, sus Reglas se basan en una combinación de detalles antiguos y modernos que se sistematizan a partir de un módulo universal que define el resto del edificio.

La difusión de las ideas de Vitruvio fuera de Italia pasa por las publicaciones de estos tres grandes tratadistas. La confrontación de éstas con los restos de la Antigüedad queda reflejada en la confrontación gráfica de los detalles de los órdenes. De todos los tratados, el de Vignola fue el más aceptado, pues definía el desarrollo de un orden a través del módulo, perfectamente adaptable a las diferentes medidas locales. Sin embargo, la ausencia de otros modelos con los que poder comparar lo dicho por Serlio y Vignola, encaminaba la arquitectura de estas latitudes a una rigurosidad excesiva, a quedar atrofiada y constreñida a un conjunto de reglas geométricas y detalles estandarizados. Y es en este ambiente en el que escribe Perrault; cuestiona el postulado según el cual la belleza de un edificio resulta de la exactitud de sus proporciones. Según él, no existen reglas absolutas en materia de proporciones arquitectónicas y la definición de lo “bello” depende de todos y procede de un consenso general. Estas ideas no fueron bien acogidas por la Academia, y levantaron grandes pasiones entre los tratadistas franceses, que se pusieron de uno u otro bando en la Querella de los antiguos y los modernos.

La columnata de la fachada este del Louvre es emblemática de esta interpretación “moderna” de la arquitectura clásica, donde se expone la arquitectura de templo romano a gran escala y se combina con los fines de un palacio. En Italia esto no había sido posible, quizá porque allí para la ordenación del palacio se tomó de referencia la superposición de órdenes. En el Louvre los elementos son clásicos, pero la disposición es totalmente innovadora; el retranqueo de los cuerpos, el ritmo de intercolumnios frente a masas murarias, el empleo de las columnas pareadas… es una nueva forma de hablar, un “dialecto” de la clasicidad vitruviana. Esta nueva forma de hablar se afianza con la construcción del palacio y jardines Versalles, donde quedan sentadas las bases de este nuevo clasicismo francés. Pero no sólo hubo una interpretación francesa; en Alemania, Paises Bajos e Inglaterra también hubo una querella entre antiguos y modernos que seguiría los mismos derroteros que en Francia. Y de esta querella y de la propia evolución del Barroco en Italia surge la última etapa de este periodo: el Rococó. El Rococó es el resultado de aunar el nuevo modo de entender la clasicidad con el tratamiento escultórico de la estructura (o estructural de la escultura). Surge así un estilo galante que suprime las tensiones del Barroco por suaves líneas curvas y formas arriñonadas. Pero este estilo frívolo y extravagante no podía llegar muy lejos, pues aunque era resultado de ambas tendencias, no ofrecía una alternativa aceptable para las rigurosas mentalidades académicas de la Ilustración. Para actualizar las reglas racionales que insinúan la belleza, conviene proceder primero a un minucioso análisis filológico del texto de Vitruvio, labor a la que se encomendarán las mentalidades ilustradas para definir un modo de entender la clasicidad.

jueves, 24 de abril de 2008

La relectura de la Clasicidad en el Renacimiento

En 1414 se “descubre”, en la abadía benedictina de Montecassino, De arquitectura Libri Decem de Marco Vitruvio Polión, un texto latino oscuro y sin ilustraciones, escrito en un estilo que no se semejaba al elegante latín retórico o poético de un Cicerón o un Horacio. Este es un hecho trascendental en la arquitectura, aunque no inicia de por sí el Renacimiento. La cultura de las universidades, a partir del siglo XIII, había dado un renovado impulso al estudio de la antigüedad, apoyado por el esfuerzo de la Escuela de Traductores de Toledo, con sus traducciones, no sólo de obras clásicas, sino de comentarios de autores árabes sobre autores clásicos. En Italia, este impulso se ve incrementado por el progresivo interés que van despertando los puntuales descubrimientos arqueológicos, sobre todo de sepulcros en la Toscana. Este interés queda reflejado en las obras del escultor Nicola Pisano (1220-1278), considerado un precursor del renacimiento. En algunas de sus producciones es visible la dependencia del gótico, sin embargo se puede asegurar que gracias a él, en el siglo XIII, la escultura es la primer arte en librarse de la influencia bizantina. El púlpito en el Bautisterio de Pisa muestra claramente una nueva dirección: la influencia de los sarcófagos romanos. Las caras y el trato que da a los pliegues de la ropa recuerdan escultura romana.

Continuando con esta tradición encontramos en el siglo XIV a las figuras de Giotto y Cimabue, que sientan las bases de una nueva pintura figurativa. Y a inicios del siglo XV el concurso para las puertas del baptisterio de Florencia ofrece un muestrario de la evolución de la escultura hasta el momento. Aquí es donde hace su primera aparición Filippo Brunelleschi (1377-1446), que después de presentarse al concurso y no salir ganador, abandona por un lado la escultura y por otro Florencia, marchándose a Roma con Donatello para enfrascarse en el estudio de la arquitectura antigua. Allí midió y excavó numerosos monumentos, midiendo y estudiando con delectación cuantos capiteles frisos y cornisas desenterraba. En 1407 volvió a Florencia por motivos de salud y con ánimo de cambiar de aires. Pronto se sintió atraído por el magno problema que obsesionaba a todos los florentinos y que hacía estremecer a los maestros del oficio; el cerrar la bóveda del presbiterio de Santa Maria dei Fiori. Brunelleschi, con la pasión que ponía en todas sus empresas, defendió brillantemente sus ideas y al final, tras no pocas vicisitudes, la impuso, pero no fue hasta 1420, cuando tenía 43 años.

Con Brunelleschi se inicia la arquitectura del renacimiento, una arquitectura que, como ya venía ocurriendo con la escultura, mira hacia la antigüedad para definirse. Brunelleschi es todavía en parte un constructor medieval, pero se separa de esta tradición autoafirmándose como único proyectista que es capaz de definir la obra. Con su actitud se sientan las bases para la profesión del arquitecto como un artista.

Los conocimientos arquitectónicos de Brunelleschi se derivan de la aplicación básica de sus conocimientos constructivos y de la observación directa de las ruinas de la antigüedad sin la presencia de texto teórico alguno, entre otras cosas porque éste todavía nos e había “descubierto”. Con todo, es posible encontrar en su obra las bases claras y precisas de una arquitectura articulada y sistematizada según el más puro racionalismo clásico; donde la columna el arquitrabe y el arco presiden como en el mundo antiguo el lenguaje funcional del organismo arquitectónico y donde las más exquisitas proporciones denuncian una sensibilidad innata para la armonía. Claridad, elegancia, orden, ritmo, serán las cualidades de su arquitectura y las que lograrán la renovación de este arte en Italia.

El siguiente gran hito en la teoría y práctica arquitectónicas del Renacimiento lo encontramos en León Bautista Alberti (1404-1472), quien, a diferencia de Brunelleschi, es un teórico que se siente fascinado por la renovación de las artes que se estaba llevando a cabo y pretende aportar una vertiente teorizante e intelectual que eleve las bellas artes a la categorías de artes liberales. Su obra más conocida en la actualidad, De re aedificatoria, es una obra tardía (presentada al papa en 1452), escrita cuando ya ha conseguido fama y un puesto en el mundo de las letras, con obras como De statua y De Pictura (1436) o Descriptio Urbis Romae (1450). En el libro de Alberti, sin ilustraciones, la nueva arquitectura está concebida como un noble escenario de elementos proporcionados entre sí armónicamente para que puedan ser contemplados casi como un cuadro y puedan ennoblece la ciudad tradicional sin desvirtuar u carácter. Alberti llega a la arquitectura a través de la experiencia literaria y de las artes figurativas, y ello se refleja en el carácter de sus edificios, llenos de intenciones demostrativas y de sutiles recursos formales; Alberti afronta los problemas de ese nuevo campo con absoluta seriedad y desafía toda clase de dificultades con un admirable esfuerzo de clarividente coherencia.

Esta será la línea de la nueva arquitectura del siglo XV; como ya dijimos, esta línea tiene una doble vertiente: teórica y filológica, que pretende descifrar a Vitruvio a la vez que aclarar y comentar su obra; y por otro lado, arqueológica, con la intención de encontrar ejemplos prácticos que den una componente gráfica, muy necesaria para la comprensión del texto. Con todo, la primera edición impresa de De architectura libri Decem de 1485, no tiene ilustraciones, así como la mayoría de los tratados manuscritos. Las ilustraciones de los tratados manuscritos de Averlino Filarete o de Francisco di Giorgio, aportan las únicas representaciones gráficas de los órdenes; cabe destacar la labor arqueológica de Ciriaco de Ancona (1391-1450), comerciante italiano que recorrió el mediterráneo, documentando cuantos restos arqueológicos encontraba. Aunque su labor real no se termine de reconocer, al menos contribuyó mucho a extender el gusto por lo clásico gracias a sus dotes de anticuario.

Vemos que en esta época, el lenguaje clásico se está intentando sistematizar y regular para poder emplearlo según prescribe Vitruvio, pero a la vez siendo consecuente con los restos visibles. Y esta sistematización, en arquitectura, tiene tres vertientes, correspondientes con los elementos urbanos y arquitectónicos considerados como relevantes en la época, es decir: el templo, el palacio y la plaza. En el templo, a partir de Alberti se toma como referencia tipológica el Arco del Triunfo, pues es un elemento que se presta a ser adaptado a las fachadas (Templo Malatestiano, S. Sebastián de Mantua), e incluso al interior, creando una ampliación lógica a tres dimensiones de esta tipología (S. Andrés de Mantua). Alberti también planteará una forma de intervenir en la ciudad, ejemplificada en la aldea de Corsignano, que tras la intervención de Alberti pasa a convertirse en la ciudad de Pienza. Y en lo que respecta al Palacio, el Palacio Rucellai es la trasposición lógica de los órdenes superpuestos de Anfiteatros y Teatros a un palacio.

Este es el repertorio teórico y práctico con el que se encuentran Rafael y Bramante, que llevaron el Renacimiento a su plenitud. El último periodo de la vida de Bramante es excepcionalmente productivo y modélico en cuanto a las aspiraciones y conquistas de la Antigüedad que el Renacimiento pretendía. Es la época de Julio II, el papa guerrero cuyos sueños de gloria convirtieron de nuevo a Roma en la capital cultural y religiosa del mundo cristiano, un mundo cristiano sobre el que todavía no se proyectaba la sombra de la Reforma. Estos años de intenso optimismo se conoce como la plenitud de los tiempos, y realmente es en estos años cuando se realizan o se sientan las bases de las principales obras artísticas del Renacimiento. Por las mismas fechas Luca Pacioli define las reglas de la proporción en su libro De Divina Proportione.

Bramante será conocido en el Renacimiento fundamentalmente por dos obras: su propuesta para la nueva basílica de San Pedro, y el Templete de San Pietro in Montorio, obras que Serlio califica como dignas de estar entre las más notables de la antigüedad, por su armoniosa perfección. Estos dos edificios se vuelven universales y se convierten en los mejores exponentes del Renacimiento. Sin embargo, Bramante no deja escrito ningún tratado, y su influencia, junto con la de Rafael, será recogida por Peruzzi, Sangallo y Serlio. De los tres, es este último el único en escribir un tratado, aun cuando su producción arquitectónica es bastante pequeña. La obra de Sebastián Serlio (1475-1554), aunque mediocre, será muy influyente en la búsqueda de mecanismos compositivos de asimilación fácil. En sus libros aborda la historia distanciadamente, con un gran sentido practicista, ofreciendo un vademécum pleno de reduccionismo en sus diseños, donde a las libertades formales de les aplican leyes compositivas asequibles. En ocasiones se ha acusado a Serlio, al igual que a Vignola, de poca originalidad y de constreñir el repertorio clásico a un conjunto de reglas inmutables. Pero es necesario matizar estas afirmaciones, pues ambos tratados representan la intención de dar una explicación sistemática a los fenómenos arquitectónicos clásicos, y dar un conjunto de reglas que, una vez superado el entendimiento de Vitruvio, permitan aunar la aplicación práctica de sus teorías con la inspiración tomada de la multiplicidad formal de las obras clásicas.

Junto a la obra de Vignola y Serlio, ocupa un lugar predominante la de Palladio. A diferencia de las dos anteriores, Los Cuatro Libros de Arquitectura son una obra personal, donde los principios de arquitectura quedan plasmados en obras del propio autor. En el tratado de Palladio, una vez descritos de manera breve y concisa los órdenes arquitectónicos, así como unas nociones de construcción, se pasa a exponer las distintas tipologías edificatorias antiguas y modernas, ejemplificando con obras suyas construidas o proyectadas. Esto constituye la primera monografía personal propiamente dicha, y sentará un precedente en el que se basarán gran cantidad de tratados posteriores, sobre todo a partir del Barroco y Neoclasicismo, donde además de exponer una doctrina sobre los órdenes tomada deliberadamente de Serlio, Vignola o Vitruvio, se muestran gran cantidad de grabados con obras contemporáneas y arquitecturas teatrales.

Con todo esto queda visto el modo en el que se reinterpretó en texto de Vitruvio para dale una coherencia lógica con los restos. Pero esta interpretación tan “lingüística” no es la única, pues responde más al Primer renacimiento que al manierismo. La “plenitud de los tiempos” acabó bruscamente con la Reforma protestante (1518) y el Saco de Roma (1527). Ambos acontecimientos vinieron a tambalear la idea de la Europa unida por la Fe Católica, pues por un lado quedaba escindida en la fe, y por otro desafiada y despreciada en el poder por el monarca y emperador más poderoso del mundo, Carlos V. Y es en esta época de crisis donde se desarrolla la obra de Miguel Angel Buonarrotti (1475 – 1564) y Giulio Romano (1499 – 1546). Ambos autores se rebelan contra las formas establecidas, introduciendo una nueva manera de entender el lenguaje vitruviano, un intento de expresarse en una nueva poética pero con las mismas palabras.

Para su época el manierismo fue una vanguardia, una serie de innovaciones formales entre las que destacan el empleo del almohadillado rústico y la articulación de varias plantas a partir de un orden gigante. La obra de Giulio Romano se podría resumir en la introducción de nuevos términos lingüísticos con los que ampliar el vocabulario clásico; son elementos caprichosos y extravagantes, que considerados por separado no guardan ninguna relación racional con el lenguaje vitruviano, aunque sí se entienden al considerarlos en el ambiente cortesano y palaciego en el que se movió el arquitecto (pues estos elementos se emplean por primera vez en las residencias de descanso de la corte de Mantua).

A diferencia de Giulio Romano, Miguel Ángel exprime hasta el fondo el lenguaje arquitectónico heredado. Su formación escultórica, ajena en principio a los rigores del vitruvianismo, le confiere un dominio de la forma y los materiales que trasciende de lo antiguo; y cuando centra sus energías en la arquitectura, la misma capacidad de ver a través de las formas muertas y aceptadas algo intensamente vivo, le permite ir más allá de los términos eminentemente vitruvianos y realizar una interpretación personalísima en términos escultóricos. La obra de Miguel Ángel emplea los mismos elementos de órdenes arquitectónicos que Bramante o Rafael, pero los combina de una manera personalísima, aparentemente con las misma afectación que Giulio Romano, pero ahondando un poco más y aportando un carácter escultórico a la arquitectura que allanará el camino para la época barroca.

miércoles, 23 de abril de 2008

El paréntesis de la Edad Media

Se tiene el prejuicio de considerar la Edad Media como un periodo oscuro en el que la Antigüedad había quedado olvidada y se rechazaba por pagana. Esto es cierto a medias, pues si bien ser verdad que todo el esfuerzo cultural del Imperio Romano se fue desintegrando tras su propia caída y con las invasiones bárbaras, también es que los dos últimos siglos del imperio sirvieron para modelar una cultura cristiana y romana, que supo recoger lo mejor de la tradición romana para ponerlo al servicio de la Iglesia. Además, el Imperio Bizantino sirvió como continuador de la labor del Imperio Romano, aunque la sociedad y cultura bizantina es el resultado de un largo proceso de cristalización en el que se unen influencias helenísticas, romanas, orientales y cristianas, para dar paso a una civilización con un carácter propio, que aun conservando el nombre de imperio romano de Oriente, cada vez tenía menos de Romano y más de esta mezcolanza cultural que acabó desembocando en una sociedad más rígida, protocolaria e intolerante que la romana.

En cuanto a arquitectura, Bizancio se caracteriza por continuar la investigación espacial romana aplicada directamente a las tipologías religiosas. Santa Sofía de Constantinopla es uno de lo ejemplos más claros y magníficos de estas nueva arquitectura.

En Occidente asistimos a un proceso de ruralización del Imperio; ya las estructuras bajoimperiales, fomentadas por la reforma del emperador Diocleciano (h. 245-316; Emperador romano de 284 a 305) tendían a una organización en el campo (dominado), en grandes latifundios gobernados por estructuras oligárquicas que sentaron las bases del feudalismo. Así, en este ambiente de involución cultural, parece imposible que las formas antiguas o por defecto cualquier manifestación artística fuesen viables más allá de lo puramente artesanal. Sin embargo, la presencia de Roma es latente durante toda la Alta Edad Media, y aunque la producción arquitectónica sea mínima en Occidente, el mero hecho de la reutilización de los materiales de los templos paganos para la construcción de nuevas iglesias, o la transformación directa de los primeros en los segundos (Templo de la Fortuna Viril en Santa Maria Egipciaca…) hace patente el respeto y admiración que se sentían hacia los mismos. Por otro lado, la tipología de Iglesia se toma directamente de la basílica, pues era el lugar idóneo para reunir las grandes multitudes que requiere la liturgia cristiana, en contraposición con el ambiente oscurantista e íntimo de los templos paganos. Pero la continuidad con el modo de vida y la cultura romanas no se aprecia solo en la reutilización de las infraestructuras clásicas, sino que existe una continuidad en la mentalidad y las pretensiones culturales, como queda patente en el fenómeno político y cultural de la Renovatio carolingia. Carlomagno y su secretario y principal colaborador, Eginardo, fomentaron una reunificación política y cultural de Europa, una Europa germánica con su núcleo potente en las riberas de Rhin, y que mira a Roma como legitimadora de una política de continuidad, que queda materializada con la coronación de Carlomagno en Roma en la Navidad del año 800.

La Renovatio fue un movimiento de renovación y revisión de la cultura de la época, y afectó a todas las ramas del saber. Tomando como referencia la Consolatio Philosophiae de Severino Boecio, se reorganiza la cultura en las siete artes liberales: trivium (gramática, retórica y dialéctica) y quadrivium (aritmética, geografía, música y astronomía); se revisan los textos clásicos y se vuelven a copiar, con tipos de letra unificados para facilitar su comprensión. La ornamentación de estos manuscritos tiene claros ecos clásicos.

Georges Duby, en su libro, “la época de las catedrales” hace una comparación entre la evolución del arte medieval y el trivium. Para él, la época comprendida entre finales del siglo X y finales del XI es equiparable a la gramática. El cambio de milenio fue trascendental en Europa, pues el temido fin del mundo no llegó; para las gentes de la época comenzaba una nueva era, y ese optimismo se traduce en la construcción de numerosas iglesias. En la historia de la construcción, el Románico empieza cuando se decide construir iglesias con cubierta abovedada en vez de la tradicional de madera, para evitar los incendios. Y es en esta época cuando se define la gramática para una arquitectura medieval, una arquitectura que toma sus bases en el Antiguo Testamento y en los Padres de la Iglesia, una arquitectura que debía ser “leída” por el vulgo analfabeto, de ahí la profusión escultórica en las portadas de la gran mayoría de las iglesias medievales. Hasta el siglo XIX esta arquitectura se conocía simplemente como Gótica ó bárbara (término que abarcaba todo el arte medieval en contraposición al arte culto y cortesano del renacimiento); pero en esta época se comienza a diferenciar entre las manifestaciones artísticas anteriores al siglo XIII y las posteriores a éste. El arte entre los siglo XI y XIII se ha venido a denominar románico porque surge de los intentos de la Renovatio carolingia de revivir la magnificencia de Roma pero en términos cristianos. Así, se vuelve a recurrir a las estructuras abovedadas, aunque la falta de práctica constructiva (interrumpida tras casi 500 años de inactividad) convierte a los templos románicos en moles oscuras y pesadas en la que la mirada de Dios parece caer amenazadora desde el tímpano de la portada.

El periodo “retórico” correspondería a la plenitud del románico, que toma de Cluny y del Camino de Santiago sus principales exponentes. La Edad Media fue un continuo flujo de ideas entre el occidente cristiano, el imperio bizantino y el oriente medio musulmán; el románico se nutre de todas ellas, y las interpreta a la luz de la filosofía neoplatónica de San Agustín. La realidad, lo que vemos y sentimos, no son sino meros reflejos de unas esencias abstractas, de ahí el alto grado de abstracción del románico, que busca cantar a Dios en su misma esencia.

Duby identifica el gótico con la dialéctica, el arte de discutir y de argumentar, la culminación en el arte de hablar. Esta culminación se consigue por un lado con la filosofía de santo Tomás, sistematizador de la filosofía escolástica cristiana; y por otro, con las ideas del Abad Suger, que quiso convertir la pesada arquitecura románica de su abadía de Saint Denis en un monumento luminoso a Dios y a los Reyes de Francia, que tenían allí su panteón. La nueva filosofía de corte aristotélico veía la realidad no como un reflejo de unas esencias abstractas, sino que eran las esencias abstractas una abstracción, valga la redundancia, de la realidad. Por tanto, el gótico se vuelve más figurativo y humano; surgen los cultos marianos como representación de la humanidad de la madre de cristo, una madre amable, venerable y también sufriente por los daños de la humanidad. Así, la búsqueda de esa luminosidad por parte del Abad Suger lleva a una auténtica revolución constructiva, a una continua experimentación que tendrá sus más imponentes ejemplos en las grandes catedrales francesas (Chartres, Reims, Estrasburgo, Notre Dame…), inglesas (Salisbury, Wells…), alemanas (Colonia), españolas (Burgos, Sevilla)…

Hasta ahora hemos referido la expresión del arte medieval, aunque no se ha dicho nada acerca de la presencia de una teoría de las proporciones en el medievo. Se tiene la idea que en la edad Media se edificaba sin seguir proporción alguna, aunque quizá en ninguna otra época haya habido programas simbólicos más ricos basados en la numeración. La Edad Media es una época eminentemente simbólica en la que los números tenían un importantísimo significado. Las iglesias y catedrales se construían siguiendo sencillas series numéricas cargadas de complicados simbolismos religiosos y en contadas ocasiones alquímicos o paganos, pues la esencia de las primitivas religiones druídicas de los bosques galos, germanos y británicos permanecía viva en al mentalidad colectiva de la sociedad medieval. Además hay que tener en cuenta la organización gremial de los constructores medievales, donde el concepto de arquitecto proyectista no ha surgido, y el “diseño y proyecto” de una catedral o iglesia depende de una interacción potente entre los diferentes sectores implicados en la obra (iglesia, constructores, canteros, pintores), entendidos en su totalidad y su individualidad, que quedaba revertida en el conjunto del gremio. No en vano, la masonería surge en esta época en el seno de los gremios de constructores, que sólo compartían sus secretos con una serie de iniciados.

El gótico se extiende hasta bien entrado el siglo XVI en muchísimas regiones de Europa, y en otras sobrevive conviviendo con las nuevas formas del Renacimiento. De cómo la estética renacentista se implanta en Europa hablaremos más adelante.

martes, 22 de abril de 2008

La Antigüedad como fuente de inspiración e incertidumbres

Cuando en el siglo XVIII Winckelmann sienta las bases de la arqueología moderna, ésta se reducía a meras reconstrucciones idílicas de los edificios de la antigüedad, siempre tomando como canon al único autor conocido de la Antigüedad que había escrito sobre arquitectura: Marco Vitruvio Polión. Poco se sabe de la vida y obra de este autor, aunque los múltiples estudios realizados sobre su persona e influencias nos hacen ver en él a un hombre humilde, reconocedor de sus limitaciones y por tanto agradecido antes sus maestros, al servicio del emperador Augusto, hombre tan conservador en gustos como el propio Vitruvio. Quizá por eso, aunque también por motivaciones políticas, no recoge influencias contemporáneas y se nos muestra como un férreo defensor de la arquitectura adintelada y de un rígido sistema de proporciones. Cuando a partir del siglo XV se empieza a estudiar la antigüedad como fuente de inspiración para la nueva época humanista que comenzaba, se toman dos líneas de investigación: la primera, filológica, intenta desvelar los misterios del texto de Vitruvio, que había llegado al Renacimiento sin ilustraciones, y oscurecido por multitud de copias. La segunda línea, anterior a la primera pero complementaria, es arqueológica; pretende conocer la antigüedad a través del trato directo con los restos de la misma, midiendo todas las ruinas al alcance. Y es cuando estas dos líneas se unen, la segunda para ayudar a esclarecer a la primera, cuando se dan una serie de problemas e incoherencias entre la realidad del arte antiguo y el texto de Vitruvio. Antes de continuar hay que tener en cuenta que en el Renacimiento la visión de la Antigüedad romana era global (no subdivida en los tres grandes periodos acostumbrados: Alto Imperio, Anarquía militar y Bajo Imperio), y que para los humanistas Vitruvio era la representación teórica de una producción artística en muchas ocasiones posterior a él. De ahí la curiosidad de estos hombres por medir y dimensionar correctamente todos los elementos posibles, para poder contraponerlos y compararlos a lo dicho en el texto vitruviano. Edificios como el Templo de Vesta, el Templo de la Fortuna Viril en el Foro Boario, o el Templo de Antonio y Faustina en el Foro Romano, sí podían considerarse como prototipos de templos, pero, ¿cómo clasificar en término vitruvianos el Templo de Minerva Médica, los complejos termales, los restos de la Domus Aurea, el Palatino o los Arcos del Triunfo? O el propio coliseo, con sus cuatro niveles de órdenes, uno de los cuales (un tipo de compuesto) ni siquiera está definido por Vitruvio. Y así un largo etcétera.

Y es que vemos que la producción arquitectónica romana es superior con creces a los principios básicos y sobrios del texto de Vitruvio, redactado en una época todavía muy marcada por la austeridad que caracterizó a la República y que Augusto intentó reinstaurar en su principado en un intento de hacer olvidar los excesos cometidos durante la dictadura de Sila y las Guerras Civiles. Si tuviéramos que definir con una palabra la carácterística principal de la aquitectura romana, ésta sería su espacialidad. Bruno Zevi, en su libro, “Saber ver la arquitectura”, aporta una sutil teoría sobre la complejidad de la historia del arte, que no es solo la historia de los estilos artísticos, y en arquitectura, además de definir los diferentes puntos de vista a la hora de interpretarla, aporta uno más, que es la historia de los espacios arquitectónicos. A Roma le da el privilegio de haber creado una arquitectura en la que el espacio y el juego de espacios es lo fundamental, todo generado a partir de un sistema de arcos y bóvedas que son capaces de configurar espacios mayores y más grandiosos que los de la arquitectura griega, que por ser adintelada, su expresión es fundamentalmente bidimensional.

Por tanto, Roma toma de Grecia la sistematización de los órdenes, pero los flexibiliza al independizarlos de la estructura, o integrarlos al servicio de la misma. Así, el Panteón de Agripa, es una estructura fundamentalmente muraria en la que se han integrado las columnas para facilitar su ordenación y subdivisión. Sin embargo, la fachada es griega, al ser un sistema de columnas y dinteles; pero en Grecia era impensable una construcción redonda más allá del simple Tholos.

Las basílicas son otro elemento en el que se integran estructuras murarias y adinteladas, y aunque Vitruvio define y concreta su forma en la Basílica de Fanum, las tipologías con múltiples y varían mucho del prototipo definido en De Arquitectura. Y ocurre igual con el resto de elementos definidos en este tratado, por lo que a la ya dificultosa tarea de interpretar gráficamente el texto, se une la incertidumbre de ver que estas tipologías tan canónicas no existen como tales sino que tienen múltiples variaciones.

Igualmente ocurre con los teatros, anfiteatros y circos, con su ordenada superposición de arcadas subdivididas por columnas y sus magníficos frentes de escena. En estos edificios para el ocio, los órdenes son elementos ordenadores de la estructura, sin los cuales esta quedaría vacía, sin significado ni representatividad. E igualmente ocurre en los arcos del triunfo, grandes moles en forma de paralelepípedo donde el orden arquitectónico sirve para dar un ritmo a la composición. Y por último, la estructura más desconcertante de todas, el Septizodium, ó pórtico de Septimio Severo (desmantelado en el Renacimiento), un enigmático pórtico de función todavía hoy dudosa (probablemente una fuente o un ninfeo), y que con sus órdenes superpuestos de columnas, sirvió para definir las fachadas de los palacios renacentistas

Pero ni siquiera el orden arquitectónico es interpretado canónicamente en Roma, entendiendo por canónico lo vitruviano (tal como se entendía en el Renacimiento), desde el orden compuesto, seguramente posterior a Vitruvio, a las caprichosas composiciones del arco de Jano, el arco de Orange o los magníficos restos del África romana. Todos ellos muestran un bello dominio de la espacialidad, del edificio entendido como un volumen tanto en el interior como en el exterior, que se sustenta sobre sólidos muros y se organiza mediante órdenes arquitectónicos, los cuales a su vez no son iguales de un edificio a otro.

A falta de una metodología arqueológica que tardaría dos siglos en llegar, los artistas del renacimiento se limitaron a estudiar de forma conjunta ambos legados de la arquitectura antigua, teniendo siempre en cuenta el reducido ámbito arqueológico en que se mueven (Italia y Nimes y Orange, en Francia) y la concepción unitaria de toda la producción artística. Se tomó a Vitruvio como una abstracción teórica cuya lectura permite conocer la esencia de la arquitectura, esencia que se debe complementar con un profundo estudio de campo de las ruinas de la antigüedad. Será de esta doble interpretación de donde surgirán los tratados de Serlio, Vignola y Palladio.

miércoles, 16 de abril de 2008

El Clasicismo Contemporáneo

El debate acerca de qué es buena arquitectura es tan antiguo como la arquitectura misma. Durante todas las épocas siempre ha habido intereses en definir los parámetros en los que se pudiera basar una adecuada teoría y práctica arquitectónicas. Hasta la Revolución Industrial, e incluso hasta la Primera Guerra Mundial, parecía haber una especie de eje en torno al cual se articulaba la buena arquitectura. Este eje se basaba en la tradición, prácticamente ininterrumpida, de la arquitectura clásica en Europa.
Los cambios políticos, sociales y económicos que vinieron al finalizar la Primera Guerra Mundial dejaron patente que los caminos seguidos por esta tradición parecían haberse agotado. Las Vanguardias surgieron como alternativas entusiasmadas por esos cambios que en cuatro años habían cambiado un mundo relativamente estable desde las guerras napoleónicas. Los avances tecnológicos, el nuevo protagonismo de la mujer, la desintegración de los estándares sociales victorianos, la ansiada independencia de muchas naciones dentro de los antiguos imperios, el reajuste de fronteras y gobiernos e incluso los horrores de la Guerra; todos esos factores resultan novedosos y atrayentes en una sociedad que busca mirar hacia delante para olvidar. A su vez todos estos cambios plantean nuevos retos para estos movimientos, que intentarán resolver con mayor o menor éxito pero siempre con ilusión y fe en el progreso.
Las vanguardias aparecen como movimientos fundados a partir de un manifiesto y su duración viene determinada por el grado de adhesión al mismo por parte de los firmantes del mismo o de sus discípulos. Es aquí donde nace el Movimiento Moderno en Arquitectura, en esta amalgama de movimientos y manifiestos que poco a poco se unirán para ir conformando un nuevo eje de la verdad arquitectónica. A partir de las experiencias de Le Corbusier y la Bauhaus, se sientan las bases de una nueva arquitectura funcional, maquinista, racional, que verdaderamente es capaz de dar respuesta a los nuevos problemas de la sociedad de forma real y no teórica. Todas estas experiencias institucionalizarán las bases del denominado Estilo Internacional, que a partir de los años 30 y sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, se convierte en la arquitectura garante de las libertades democráticas, frente a los abusos que los regímenes totalitarios fascistas y comunistas hacían del clasicismo.
Sin embargo, la omnipresente y omnisapiente verdad del Movimiento Moderno, convertida a partir de los años 50 en tradición, no tardó en demostrar que también cometía errores y no era capaz de dar respuesta a todas las necesidades. La primera generación del Movimiento Moderno se esforzó en imponer sus métodos, demostrar su validez y borrar cualquier vestigio de la tradición anterior en el aprendizaje; la Segunda generación se formó exclusivamente en estas verdades y las divulgó por el mundo obteniendo éxito y reconocimiento; la tercera generación se empezó a dar cuenta de las carencias de estas verdades, y que sus errores afectaban negativamente a la sociedad. El hecho de entender la Arquitectura y el Urbanismo de un modo maquinista y exclusivamente funcional permitió resolver problemas de salubridad en las viviendas, jerarquía urbana esencial (separación de usos, jerarquía de viario), pero se demostró incapaz de resolver problemas más allá los estrictamente funcionales ó de organización básica. Aunque eran capaces de crear de la nada ciudades perfectamente organizadas y funcionales, los postulados de la modernidad, las verdades arquitectónicas contenidas en los códigos que manejaban, se volvieron elitistas y, a pesar de resolver de forma magnífica las necesidades fisiológicas o higiénicas de sus usuarios, olvidaron otras necesidades igualmente importantes, traducidas en unos códigos completamente ajenos a la Modernidad. El choque entre ambos (la forma de hacer arquitectura y la forma de habitarla) no tardó en ocurrir, y quizá la primera víctima de ello fue el conjunto de viviendas de Pruitt-Igoe, de Minoru Yamasaki. Demolido en 1972, para C. Jencks supone la muerte certificada de la arquitectura moderna, y el nacimiento de una arquitectura posmoderna que, amparándose tanto en los postulados de la modernidad como en los códigos y necesidades de la nueva cultura Pop, intentará resolver con mayor o menor éxito las asignaturas pendientes del Movimiento Moderno.
La Posmodernidad arquitectónica toma de la cultura popular una serie de códigos, que inserta sobre la culta arquitectura moderna para ganarse la satisfacción del público. Como gran parte de esos iconos y códigos populares provenían del Urbanismo y Arquitectura clásicos y/o tradicionales, gran parte de las novedades de la Posmodernidad venían de una revisión desenfadada, desde la óptica popular, de estos principios. A esto hay que añadir el toque irónico con el que se pretendía atacar a la modernidad y todo lo que ello implicaba. Los cambios sociales de finales de los años 60 y la crisis económica de principios de los 70 mostraron al mundo el nacimiento de una nueva generación criada sin preocupaciones ni horrores de guerra y que deseaba romper con la rígida sociedad industrializada. Los arquitectos ahora emplearán la ironía como una herramienta proyectual más, pretendiendo con sus obras hacer un guiño divertido a la seria y rígida Modernidad, con el que además ganarse el afecto del público.
Todo esto desembocó en una nueva arquitectura que complementaba las carencias del Estilo Internacional con una amalgama de soluciones tomadas de las demandas de la cultura popular, elevando así a éstas a la categoría de Verdades Arquitectónicas. La materialización de estas verdades fue una arquitectura neovernácula, neotradicionalista, que tomaba prestada de la Modernidad y la tradición lo que más le convenía en cada caso. Sin embargo, mientras los sectores tradicionalistas se dejaban entusiasmar por estos principios del “Nuevo Urbanismo”, los más comprometidos con los ahora rancios principios Modernos hincaron una campaña de renovación de la Modernidad y paralelamente otra de desprestigio hacia la Posmodernidad. La Modernidad nuevamente ganó la guerra y resurgió de sus cenizas completamente renovada y abanderando nuevas corrientes arquitectónicas (entre las que podemos destacar a grandes rasgos Minimalismo, Deconstructivismo y High-Tech, que no vamos a desarrollar por no ser el objeto de este escrito) que en ocasiones se mezclan entre sí, haciendo imposible hablar de una única Verdad Arquitectónica para los albores del siglo XXI.
Sin embargo, y actuando siempre en un discretísimo segundo plano de la escena arquitectónica, la corriente de la tradición clásica nunca desapareció del todo. En primer lugar porque los primeros de la Modernidad se hicieron buscando su aprobación y supervisión (en un claro intento de demostrar al mundo que eran buenos herederos de sus principios); en segundo lugar, como reacción a las vanguardias surge una corriente internacional que se ha venido a denominar nuevo clasicismo, clasicismo depurado, clasicismo industrial… (también con el nombre genérico de Art-Decó, que incluiría también al expresionismo alemán) y que en ocasiones se confunde con los propios principios del Movimiento Moderno. Esta corriente tuvo muchos adeptos en el periodo de Entreguerras, mas el uso casi exclusivo que hicieron de ella los regímenes totalitarios (fundamentalmente la Alemania Nazi a través de la figura de Albert Speer), hicieron que tras la Segunda Guerra Mundial cayera en el olvido y la condena. Y en tercer y último lugar tendríamos una continuidad del clasicismo canónico, entendiendo por tal el derivado de la tratadística arquitectónica de la Edad Moderna. La figura de Raymond Erith (1904-1973) es clave para entender todo este movimiento por ser el más representativo, en palabras del crítico de arquitectura Ian Nairn, “de un nuevo clasicismo genunino en Gran Bretaña cuyas obras no son un pastiches de estilos pasados, sino intentos serios de clasicismo en la segunda mitad del siglo XX”. Es necesario remarcar el contexto británico, gran amante de las tradiciones, y donde la mera mención del clasicismo implica recordar los logros del Imperio Británico. Recordemos que Inglaterra fue la gran vencedora de la Primera Guerra Mundial, ya que el periodo de entreguerras coincide con el máximo poderío del Imperio Británico; mientras en el resto del mundo las Vanguardias daban sus primeros pasos en su cruzada por un mundo nuevo, los arquitectos de Su Graciosa Majestad seguían afanados en la continuidad de un clasicismo exponente de su gloria cultural, económica y política (por eso sorprende encontrar en Londres tantos edificios clásicos de los años 20 y 30 que no tienen que pedir perdón por existir).
Toda esta corriente clásica surge como reacción de la sociedad británica ante los resultados obtenidos por la Arquitectura Moderna durante la reconstrucción del país tras la Segunda Guerra Mundial. Ante la posibilidad de comparar los entornos urbanos antes y después de la guerra, se hacía palpable que aunque funcionalmente dieran más prestaciones a la comunidad, ésta sentía cómo había perdido parte de su identidad al ser introducida radicalmente en un entorno frío, uniforme, tal vez lleno de servicios funcionales, pero vacío de contenido. En esencia se trataba del mismo problema que planteaba la Posmodernidad, sólo que en este caso la solución vino de parte de la rama canónica del clasicismo, sin ironías ni guiños hacia el pasado. Se trataba de retomar la tradición clásica desde la propia tradición clásica, sin la búsqueda y empleo de los elementos de la cultura Pop que pregonaba la Posmodernidad. De hecho, aunque en ocasiones suele incluirse dentro de las corrientes Posmodernas, los propios arquitectos clásicos contemporáneos se desvinculan tanto de ella como de la Modernidad; de la primera se apartan por considerar que los medios de la misma no justifican los fines a obtener; y a la segunda reprochan frialdad, descontextualización al pretender imponer las mismas soluciones en cualquier lugar y a cualquier precio, e incluso poco sensible con el medio ambiente por la cantidad de energía necesaria para producir los materiales (todos ellos salidos de las grandes industrias), construir el edificio y mantenerlo (calefacción, aire acondicionado). Así, a los principios generales del Nuevo Urbanismo Posmoderno, se le unen otros derivados de las ventajas ecológicas de la construcción tradicional.
El clasicismo contemporáneo puede de esta forma ser definido como un retorno a la tradición clásica arquitectónica realizado desde la propia tradición, tomando como base la tratadística arquitectónica de la edad Moderna y prefiriendo el empleo de materiales tradicionales (anteriores a la revolución industrial: piedra, ladrillo, madera…) a los industriales (aquellos que requieren de una industria pesada para su fabricación: cemento, hormigón, acero…). Sin embargo, en ocasiones ambas prácticas constructivas se aúnan obteniendo resultados de diversa índole (en muchos casos fácilmente acusables de fachadismo, pero en otros logrando verdaderas simbiosis entre tradición y modernidad constructiva).
Definida la existencia y razón de ser de este clasicismo contemporáneo, nos quedaría hacer un inciso sobre qué es exactamente ese clasicismo. Frente a la opinión generalizada de que el clasicismo es un conjunto de reglas inmutables con pocas posibilidades de variación (algo así como un juego de construcción de piezas modulables o un conjunto de bloques en CAD para pegar y escalar), tenemos que remitirnos a la tratadística leída con espíritu crítico y teniendo como doble guía al texto vitruviano y la práctica constructiva y arquitectónica. De esta última se infiere un clasicismo entendido como un lenguaje, con una gramática que da unas reglas de expresión a partir de las cuales uno puede construir el discurso que desee. Cuando escribimos lo hacemos en la lengua en la que nos sentimos más a gusto, pero no nos molestamos en crear una lengua nueva que exprese nuestros sentimientos cada vez que nos sentamos a escribir; a lo sumo empleamos los recursos que ya existen para expresar sentimientos y sensaciones nuevas. El clasicismo contemporáneo por tanto parte de esta gramática como herramienta proyectual en lugar de definir un nuevo lenguaje arquitectónico en cada proyecto.
Concluimos diciendo que desde el clasicismo se puede escribir de muchas formas, desde una cartilla para preescolar, como es Vignola (una simple introducción a los órdenes), complejas poesías como las obras de Miguel Ángel, elegantes ensayos Schinkelianos, prácticos manuales de urbanidad como el tratado de Durand o los a la vez cultistas y conceptistas Berini y Borromini. Sin embargo, también es capaz de crear obras monótonas sin chispa (como la fachada a plaza nueva del Ayuntamiento de Sevilla, que aburre de su perfección neoclásica), feroces arengas contra las libertades públicas (como las obras de Speer o Iofan) y también monstruosidades lingüísticas como la Posmodernidad (el lenguaje sms del clasicismo).
Publicado originalmente en: Blog de Etsas.org

jueves, 3 de abril de 2008

El premio Richard H. Drieahus



El pasado 31 de marzo se celebró la sexta edición del premio Richard H. Driehaus en el auditorio “John B. Murphy Memorial”, en Chicago. Los galardonados fueron Andres Duany y Elizabeth Plater-Zyberk, el matrimonio y pareja profesional que lideran la firma Duany Plater-Zyberk & Company (http://www.dpz.com/), en Miami. El premio Richard H. Driehaus es un galardón otorgado en vida a un arquitecto cuyo trabajo personifique los principios clásicos y tradicionales de la arquitectura y el urbanismo en la sociedad contemporánea, a la vez que genera un entorno positivo, duradero y con vocación artística y cultural.

Este magnate americano, apasionado por la arquitectura tradicional, creó este premio en 2003 como contrapeso al conocido Pritzker (que premia la contemporaneidad de las soluciones proyectuales). La Universidad de Notre Dame en Indiana es la encargada, mediante un jurado que preside el Sr. Driehaus y el Decano de la Universidad, de seleccionar a los aspirantes al premio.

Los destinatarios de años anteriores han sido:

2003: Leon Krier (http://zakuski.utsa.edu/krier/)

2004: Demetri Porphyrios (www.porphyrios.co.uk/)

2005: Quinlan Terry (www.qftarchitects.net/)

2006: Allan Greenberg (http://www.allangreenberg.com/)

2007: Jaquelin T. Robertson (http://www.cooperrobertson.com/)



Este premio es un gran avance en el reconocimiento de la Arquitectura Clásica Contemporánea como una opción proyectual más. La difusión de este tipo de iniciativas es una manera de mostrar tanto al gran público como a la crítica arquitectónica que el Clasicismo tiene mucho que decir hoy día, y que sus valores siguen siendo válidos en nuestra sociedad contemporánea. Frente al Pritzker, que valora el gesto ingenioso y el atrevimiento de las soluciones, el Driehaus pone en valor la capacidad para revitalizar la tradición clásica arquitectónica sin por ello incurrir en los guiños postmodernos de ironías, dobles códigos o gestos icónicos. Supone pues la superación por parte del Clasicismo de la Modernidad (que lo excluyó de la práctica arquitectónica) y de la Postmodernidad (que prácticamente lo reconvirtió en un repertorio kitsch al que acudir para criticar a la modernidad). Con todo esto, el clasicismo deja de ser una pieza de museo o un debate teórico para colocarse dentro de las corrientes arquitectónicas modernas.


Sin embargo, llama la atención la exclusividad anglosajona dentro de los galardonados. A pesar de que Krier sea luxemburgués y Prophyrios griego, ejercen su profesión generalmente en ámbitos anglosajones. Indagar en las causas de la buena aceptación y difusión que tiene el clasicismo en los países de habla inglesa será una cuestión que trataremos más adelante, aunque adelantaremos que se basa en dos pilares: continuidad de la tradición y ausencia de estigmas políticos al no haberse visto estos países afectados directamente por la megalomanía clasicista que tanto caracterizó a los regímenes totalitarios del siglo XX.

Por otro lado es necesario establecer la distinción entre los arquitectos formados en Europa (Krier, Porphyrios y Terry) y los formados en Estados Unidos (Greenberg, Robertson y Duany Plater-Zyberk), ya que constituyen dos grupos diferenciados tanto por su forma de entender el clasicismo como por la forma en que lo ponen en práctica.

Mientras el primero tuvo que lidiar con la ya establecida tradición moderna, que excluía al clasicismo de la nueva práctica arquitectónica, el “grupo estadounidense” recibió una formación que hacía compatible ambas opciones, en un ambiente ecléctico que fue el caldo de cultivo para la gestación teórica y práctica de la postmodernidad. A eso hay que añadir el peso de la tradición arquitectónica europea (que influye en la canonicidad de las soluciones aplicadas en busca de la pureza ilustrada o neopalladiana), frente a la ausencia de la misma en Estados Unidos, donde esa tradición no aparece hasta finales del siglo XIX, metida de lleno en la crisis de los eclecticismos.

Será entonces hacia el ámbito anglosajón a donde deberemos dirigir nuestras miradas para comprender qué es el clasicismo contemporáneo y por qué sigue existiendo hoy día como Arquitectura (con Mayúscula).

(El premio Direhaus consiste en esta reproducción en bronce del Monumento de Lisícrates en Atenas, además de una contribución en metálico de 200000$)
Procedencia de la imagen: http://driehausprize.nd.edu/