sábado, 29 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (VI)



The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Conclusión

Tom Wolfe muestra, en el caso de la pintura, una opinión contraria a los críticos más influyentes de mediados del siglo XX, quienes pretenden orientar el gusto del público hacia los suyos propios. Los pintores quedan relegados a un segundo plano frente sus valoraciones de los críticos de arte. Wolfe incide en el valor excesivo que se concede a la palabra escrita como vehículo de explicación de la obra pictórica, así como los mecanismos que siguen los críticos para evaluar las obras emergentes y elevarlas a categorías de interés o relegarlas en el olvido. Para describir todo ello el autor recurre a una serie de términos que configuran un discurso fresco y mordaz que contrasta con la gravedad con la que la crítica artística había sentado cátedra respecto al arte de mediados del siglo XX. Sin embargo, en el caso de la arquitectura el objetivo son los propios arquitectos que han configurado el Movimiento Moderno, generalmente europeos que emigraron a América entre 1920-1950 y que cambiaron radicalmente el modo de entender la arquitectura en Estados Unidos. Estos nuevos arquitectos además erradicaron la docencia tradicional de la arquitectura basada en el estudio del pasado, impidiendo por tanto cualquier vuelta atrás desde las propias escuelas. 

En ambos casos podemos hacer una analogía entre Wolfe y el cuento “El traje nuevo del Emperador”. Wolfe pretende actuar como el niño que denuncia la desnudez del soberano mientras los cortesanos adulan el traje invisible. Para ello emplea un lenguaje rápido y directo, sin concesiones a la retórica ni a las reflexiones elevadas, pues busca obtener rápidamente la complicidad de un público ya de por sí hastiado en las cuestiones del arte y la arquitectura moderna. Sus destinatarios, por tanto, no son las élites culturales que critica, sino un amplio espectro de la sociedad conservadora americana que nunca vio con buenos ojos estos experimentos. Es a ellos a quienes anima a denunciar la desnudez del emperador a través de un texto ácido que mueva a la hilaridad. 

Este propósito queda bien claro en el epílogo de “La Palabra Pintada”, donde predice un futuro donde el entramado de artistas y críticos que retrata acaben siendo curiosidades de museo a los cuales los visitantes acudirán sorprendidos a comprobar el poder de la crítica y del texto en el entendimiento del arte. De esto se puede deducir que Wolfe auguraba un futuro en el que esta forma de producir, entender y difundir el arte hubiera desaparecido, pero tampoco muestra cuál sería la alternativa a ese arte que critica. Probablemente deja esta puerta abierta y se reserva la alternativa que él preferiría personalmente en aras de dar un tono objetivo a su argumento. Así pues, no importa qué pudiere venir después mientras que sea diferente a lo que Wolfe critica. 

En “From Bauhaus to our House” no ofrece ninguna predicción en cuanto al desarrollo de la arquitectura, y el texto termina de forma un tanto abrupta con el edificio para la AT&T de Phillip Johnson. Podemos considerar que es otra manera pretender dar un discurso objetivo, pues a pesar de la enorme carga de opinión personal mordaz que contiene, no quiere mostrar abiertamente qué opción arquitectónica defendería. La experiencia de la pintura, las exposiciones y los críticos era mucho más inmediata y directa, pues el contacto con el público es mucho más continuo que el de los arquitectos y los edificios en cuanto a reflexiones teóricas. La última parte del texto toma la línea argumental de Charles Jencks en “El lenguaje de la Arquitectura Posmoderna” y aunque se pueda traslucir una cierta añoranza por las formas arquitectónicas del pasado, este ensayo de Wolfe no hace a los arquitectos de la época que plantean un retorno a las formas clásicas y tradicionales, como podría ser el caso de Quilan Terry por estar directamente referenciado en el texto de Jencks. 

Podemos considerar estas corrosivas valoraciones como un toque de atención hacia las élites culturales del siglo XX, una especie de memento mori con el que recuerda que al igual que la figuración y el clasicismo dieron paso a la abstracción y a la modernidad, éstas a su vez también sucumben al paso del tiempo. La vanidad de los esquemas teóricos que pretendieron redefinir el panorama cultural del siglo XX corren el riesgo de ser desbancados por otros esquemas igualmente vanidosos. Los artistas, críticos de arte y arquitectos modernos dinamitaron los cimientos de una tradición con el propósito de reinar sobre sus escombros y edificar un nuevo corpus conceptual. En cierto modo Wolfe escribe para recordarles que, tarde o temprano, su elaborado corpus también colapsará, y la vanguardia sufrirá el mismo escarnio que el kitsch.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (V)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Tom Wolfe ante la arquitectura

“From Bauhaus to our House” fue escrito seis años después que “La Palabra Pintada”, y Wolfe hace uso de los mismos recursos que en ese ensayo para describir la situación de la arquitectura estadounidense desde la década de 1930. El texto está organizado en siete capítulos más un prólogo. El título de cada capítulo es en sí mismo un resumen de su contenido y aunque el estilo es similar al del anterior ensayo comentado, la estructura argumental debe mucho del libro “El lenguaje de la Arquitectura posmoderna” de Charles Jencks, publicado 1977. De él toma Wolfe la idea del fracaso de la arquitectura moderna a la hora no ya de dar respuesta material a las necesidades de la sociedad tras la Primera Guerra Mundial, sino de ser capaz de transmitir un sentimiento de pertenencia a quienes la habitaban. A esta arquitectura, ejemplificada en el denominado “Estilo internacional”, se le opondría otra nueva que juega con el contraste, el guiño al pasado y la ironía hacia la modernidad. Sin embargo, se omite toda la carga teórica con la que Jencks justifica tanto el fracaso de la Modernidad como el surgimiento del nuevo lenguaje Posmoderno. Probablemente esto se deba a la necesidad de crear un texto breve que usa todo el entramado teórico de Jencks como hechos consumados sobre los que ejercer su propia crítica. 

La introducción es un breve alegato nostálgico y patriótico, donde recuerda la arquitectura anterior a la progresiva introducción de la modernidad en Estados Unidos, constatando cómo incluso los edificios construidos de acuerdo a esos nuevos cánones, necesitan dotarse en su interior de repertorios tradicionales. Al mostrar esto como una realidad objetiva, el autor consigue llamar la atención de quien lee y buscar su complicidad. Nuevamente nos encontramos con que no se está escribiendo para las élites culturales sino para un amplio espectro social que sigue vinculado a la estética de la arquitectura tradicional norteamericana. Wolfe se propone antes de iniciar el primer capítulo averiguar el por qué de ese cambio.

El primer capítulo hace un breve repaso por la arquitectura europea anterior a la primera Guerra Mundia. Su título, “Príncipe de Plata” hace referencia al apodo con que Paul Klee denominaba a Walter Gropius, el cual será mantenido por el autor a lo largo de todo el texto. Wolfe describe la admiración norteamericana por el nuevo panorama artístico y arquitectónico que se estaba gestando en la Alemania de la República de Weimar, con especial atención al radical sistema de enseñanza de la Bauhaus, que eludía cualquier influencia histórica para “partir de cero”. Esta expresión es usada por el autor a lo largo de todo el texto como forma de ridiculizar los principios de dicha escuela en particular y la arquitectura moderna en general. Sus vicios y virtudes se justifican únicamente a partir de ese deseo de hacer tabula rasa y “partir de cero”, lo cual era algo deseable en el contexto posterior a la Primera Guerra Mundial, pues un nuevo orden socio-político había emergido como consecuencia de la misma. A diferencia de la pintura, en cuyos cimientos teóricos estaba la lucha contra la sociedad, la arquitectura contaba con el apoyo institucional de la Escuela de la Bauhaus, si bien Wolfe se refiere a la Bauhaus y otros movimientos arquitectónicos de vanguardia como “camarillas”, en clara alusión a lo que en el anterior texto denominó “danza de los bohemios”. Le Corbusier es retratado como paradigma del arquitecto de la época, que se introduce en una de esas “camarillas”, la cual acaba liderando. 

Estas “camarillas” defendían, a través de sus manifiestos, una determinada forma de entender la arquitectura y el mundo que les rodeaba, aspecto tratado por Wolfe en el segundo capítulo, donde se nos muestra la estandarización de esas arquitecturas de vanguardia tas la exposición “Estilo Internacional” de 1932. El autor incide en la ironía que supone que una arquitectura surgida en Europa como forma de oposición a unas clases dominantes y a un orden que consideran superado tras la Gran Guerra, triunfe en Estados Unidos precisamente gracias a esas élites que han denostado. Así pues, unos principios que nacen para dar respuesta a los sectores sociales más desfavorecidos en oposición a la arquitectura opulenta de las clases dominantes (con una consiguiente carga ideológica), acaban teniendo éxito al otro lado del océano como arquitectura exclusiva de unas élites que siempre han mirado a Europa con admiración y envidia. 

La introducción y triunfo del Movimiento Moderno en Estados Unidos fue un proceso dilatado que fue acelerándose a medida que los grandes arquitectos de la vanguardia europea, sobre todo alemanes vinculados en mayor o menor medida con la Bauhaus, emigran a Norteamérica debido al ascenso de los diversos totalitarismos en Europa. Este es el propósito del tercer capítulo, donde estos arquitectos son denominados “dioses blancos”, entre quienes destacan Gropius y Mies van der Rohe, y a quienes Wolfe opone a Wright. Aunque el autor profesa cierta admiración por éste último, elogiando los desplantes que hizo a los arquitectos europeos que empezaban a hacerle sombra, incluye su actitud y su forma de entender la arquitectura dentro de las “camarillas”. 

De esta forma los arquitectos modernos irían “conquistando” las grandes escuelas del país y formando a nuevas generaciones en los nuevos principios. Sin embargo, estas nuevas generaciones, al igual que ocurrió con los que sucedieron a Greenberg, Rosenberg y el expresionismo abstracto, se revelaron contra sus maestros. Esto era reflejo a su vez de la oposición de amplias capas de la sociedad a esta nueva arquitectura, hecho al que el autor dedica el cuarto capítulo, titulado “huida a Islip”, en referencia a uno de los barrios residenciales preferidos por los neoyorquinos y cuya estética era la contraria a la que se pregonaba desde las escuelas de arquitectura. Wolfe concede especial importancia a la cubierta inclinada a dos aguas como símbolo de la arquitectura tradicional, frente al tejado plano característico de los modernos. Además, en este capítulo el autor arremete contra uno de los puntos en los que se apoyaba la difusión del Movimiento Moderno: se lamenta de que en virtud de la reducción de costes, la arquitectura se ha despojado de todo elemento no accesorio y como resultado sus usuarios se vean obligados a “decorar” esta arquitctura para poder “habitarla”. Wolfe replica los argumentos empleados tradicionalmente (no existen artesanos capaces de producir detalles ornamentales de calidad; y estos son demasiado caros), afirmando por una parte que ha sido la propia arquitectura moderna la que los ha avocado a la desaparición y por otra que la brutal reducción de costes de la misma hace que cualquier accesorio resulte caro. 

En este contexto pronto surgieron voces disidentes contra la sencillez de la ortodoxia modernas, a quienes Wolfe dedica el quinto capítulo y califica de “apóstatas”. El autor nos narra las vicisitudes de estos arquitectos, a quienes considera “demasiado americanos” y con ello intenta establecer una relación entre los orígenes europeos de los maestros emigrados, que nunca olvidaron sus experiencias y debates ideológicos en el viejo continente, con los nuevos arquitectos formados plenamente en la modernidad, nacidos en Estados Unidos y con una visión diferente. Estos arquitectos gozaron de éxito profesional, pero fueron denostados desde las universidades por sus profesores, pero a la vez aquellos asimilan las formas de éstos para generar sus propias camarillas y empezar a escribir un nuevo capítulo en la historia de la arquitectura del siglo XX. 

A esta nueva etapa está dedicado el séptimo capítulo, titulado “La Escolástica”. En él se nos habla de los arquitectos conformaron el corpus teórico de la posmodernidad, tal como fue entendida por Charles Jencks. Wolfe destaca por un lado la obra de Robert Venturi, y por otra la de los “blancos”, o los “Cinco de Nueva York”: Peter Eisenman, Robert Graves, John Hejduk, Richard Meier y Charles Gwathmey. Wolfe sigue aquí la misma línea argumental que Jencks y, comparado con el resto de capítulos, su estilo no es tan directo ni mordaz. Podría decirse que el autor entra en un campo que no domina con la soltura con la que dominaba, por ejemplo, la teoría del Expresionismo Abstracto o el Movimiento Moderno. Esto le lleva a ser mucho más cauteloso en sus afirmaciones y a que este capítulo sea más sosegado y de una mayor impresión de objetividad. 

Esta es también la tónica con la que se inicia el último capítulo. Su título hace referencia a los sucesivos debates que hubo entre los partidarios de Venturi y los de los “Blancos”. Los términos “plateado” y “argentino” del título hacen referencia a la todavía fuerte presencia de los arquitectos europeos que emigraron a EEUU, con Gropius, el Príncipe de Plata, a la cabeza. Wolfe introduce la figura de Rossi con la misma cautela que ha presentado a las anteriores y el tono del texto no cambia hasta las últimas páginas, cuando entra en escena Phillip Jhonson. El autor considera que su edificio para la AT&T en Nueva York como toda una declaración de intenciones de la modernidad, de la que este arquitecto se libera como si de un yugo se tratase. Wolfe había mencionado anteriormente a Phillip Johnson como un fiel discípulo de Gropius y Mies, a cuyos bies había estado (de rodillas, según el autor), hasta ese preciso momento. El texto concluye ironizando con la supuesta “apostasía” de Johnson ante la “camarilla” de arquitectos modernos, quienes a pesar de sus críticas contra este edificio, y de los elogios al mismo por sectores ajenos a las “camarillas”, continuarían ostentando la hegemonía de la arquitectura de los últimos años del siglo XX. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (IV)



The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982

Tom Wolfe ante el arte

“La Palabra pintada” se divide en seis breves capítulos, con un prólogo y un epílogo. Todos ellos tienen un estilo literario muy directo y rápido, casi como si Wolfe estuviera delante del lector contándole una anécdota. Esto contribuye a crear en cierto un ambiente de confianza que relaja al lector y le invita a asimilar rápidamente toda la carga conceptual que el autor suelta desde las primeras líneas. 

Los tres primeros capítulos están dedicados a mostrar el panorama de los artistas y las élites culturales en la ciudad de Nueva York, bautizada por Wolfe como “Culturburgo”, descritos desde el punto de vista del autor, quien cita a menudo a la prensa escrita como fuente a consultar o como mero recurso argumental con el que reforzar sus opiniones. Los tres últimos se centran en la progresiva relevancia que van adquiriendo críticos como Clement Greenberg y Harold Rosenberg como garantes del expresionismo abstracto, así como la pérdida de su hegemonía a medida que surgen nuevos movimientos artísticos. 

El prólogo es una breve introducción al tema que se pretende tratar. Wolfe muestra el panorama cultural en la prensa neoyorquina de mediados de la década de 1970 y se sorprende de la enorme carga teórica que necesita el arte contemporáneo para ser entendido. Esto, que se nos muestra como una revelación, es lo que da inicio a todo el discurso posterior. 

En un brevísimo repaso histórico por el arte de la primera mitad del siglo XX, el autor reduce la génesis y evolución de las vanguardias artísticas a dos términos: “Danza de los Bohemios” y “Consumación”. El primer término hace referencia a los entornos en los artistas se mueven, alejados de la oficialidad del arte académico, hasta cierto punto todavía predominante, y vinculados políticamente a movimientos de izquierda o progresistas. Este es un mundo cerrado, ensimismado, que en principio reniega del resto de la sociedad y proclama su aislamiento. Sin embargo, esos circuitos, denominados por el autor bohemios ( ambientes culturales marginales, en clara referencia a la acepción habitual del término), necesitan del resto de la sociedad para su propia subsistencia a través de la venta de sus cuadros. Es aquí donde entra el segundo término, referido al momento en que un determinado artista consigue reconocimiento social. Pero este reconocimiento no es extensible a la totalidad de la sociedad, sino que es exclusivo de unos pocos, denomiados por Wolfe le monde. 

De esta forma, el arte contemporáneo obtiene fama únicamente a través del mecenazgo de un reducido sector de la sociedad, que no necesariamente está interesado en la difusión y entendimiento masivo de este arte. Con esto se nos introduce en el segundo capítulo, que ahonda en el carácter elitista y en cierto modo “iniciático” que tiene el arte contemporáneo. Tanto los artistas como las élites culturales que los patrocinan conforman un espectro social separado, que en el caso norteamericano queda bien diferenciado por la enorme dicotomía que existe entre las grandes metrópolis del país y el carácter rústico del resto de su geografía. Así, los artistas pueden seguir clamando contra las convenciones de la sociedad y a la vez obtener el beneplácito de las élites. 

Pero estas élites culturales que ejercen su mecenazgo sobre los artistas contemporáneos han necesitado una formación para entender y apreciar ese arte exclusivo. Aquí es donde Wolfe introduce a los críticos, a quienes reconoce el mérito de hacer de intermediarios conceptuales entre el artista y el mecenas. Estos críticos, con Clement Greenberg y Harold Rosenberg a la cabeza, no opinan a posteriori, sino que se vinculan activamente al proceso de creación pictórica, de forma que son capaces tanto de dar una explicación, desde la teoría del arte, al acto que realiza el pintor, y transmitirlo a los posibles receptores de esas obras. Con ello no sólo explica, sino que también educa, y ahí es donde Wolfe descarga toda su crítica, en el poder que progresivamente van adquiriendo estos críticos. Según su razonamiento, puesto que únicamente ellos son capaces de entender estas expresiones artísticas, también está en sus manos seleccionar qué artistas son más adecuados para las teorías que defienden. Y por tanto, no divulgan una visión objetiva del arte contemporáneo, sino que han adquirido el poder suficiente para que se divulguen únicamente aquellos artistas que se amoldan a las teorías que, en muchas ocasiones, preceden a los cuadros. 

La teoría artística adquiere entonces un valor aún mayor que el producto artístico final y aunque en los siguientes capítulos el autor muestre cómo Greenberg y Rosenberg perdieron su hegemonía, también cuenta cómo su legado continúa. Las nuevas expresiones artísticas no descartan la figuración y otros recursos rechazados por estos críticos, pero no por ello dejan de necesitar una teoría artística que les de una explicación que ellas no pueden dar por sí mismas. Wolfe dedica los dos últimos capítulos del libro a mostrar ejemplos de cómo, los movimientos artísticos que siguieron al expresionismo abstracto también hicieron uso de la teoría y de la crítica para explicar lo que hacían, hasta el punto de que cada vez era necesario más teoría y menos producto artístico. Incluso Greenberg y Rosenberg pusieron el grito en el cielo ante estos abusos, pero Wolfe los despacha rápidamente considerándolos como unos progenitores que han perdido el control de sus vástagos, convertidos en monstruos. 

El autor concluye su ensayo con un breve epílogo en el que hace referencia al nacimiento de nuevas corrientes artísticas que vuelven a la figuración y que, según él, no necesitarían de elaboradas teorías para entenderse. Por tanto augura un futuro en el que el arte de mediados del siglo XX y sus elaboradas teorías serán vistos como una pintoresca curiosidad. 

sábado, 8 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (III)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.


Metodología

El estudio de estos textos se ha basado en tres líneas de actuación: por un lado se han identificado los temas comunes en ambos textos, y luego los específicos de cada uno, tanto en terminología como en conceptos. 

Para “La Palabra pintada” se han usado como textos de referencia los propuestos en la primera parte del curso, ya que buena parte de este ensayo hace referencia a sus autores y a la teoría artística que se infiere de los mismos. 

En “From Bauhaus to our House” los textos de referencia han sido tres: “Historia de la Arquitectura Moderna”, de Leonardo Benévolo (Gustavo Gili, 2010); “Historia crítica de la arquitectura Moderna”, de Kenneth Frampton (Gustavo Gili, 1994); y “El lenguaje de la Arquitectura Posmoderna”, de Charles Jencks (Gustavo Gili, 1980). Los dos primeros se han tomado como bibliografía general; sus textos se han considerado como objetivos al ser obra de obligada lectura para entender la arquitectura del siglo XX. De esta forma se puede contrastar lo descrito objetivamente por Benévolo y Frampton con las opiniones subjetivas de Wolfe. El tercer libro influenció bastante la redacción de la obra que comentamos y el propio Wolfe lo cita directamente y toma de él la idea de la arquitectura posmoderna como heredera de una modernidad agonizante y abocada al fracado. 


Estilo. Aspectos en común y contrastes

Tom Wolfe es uno de los fundadores de la corriente del “Nuevo Periodismo”, que se caracteriza, entre otras cosas, por aportar una dimensión estética a sus textos, de forma que éstos sean algo más que meras crónicas descriptivas y se asemejen a relatos, en los que se insertan diálogos realistas, descripciones detalladas, caracterizaciones y un lenguaje similar al hablado. Además, el periodista de esta corriente asume un mayor protagonismo y aporta una visión directa y personal de los hechos que narra. 

Los dos textos que analizamos ofrecen esas características. No se trata de un texto descriptivo en el que se establezca una cronología objetiva y lo más completa posible de las obras o conceptos más relevantes que han caracterizado el arte y la arquitectura de los años centrales del siglo XX. Wolfe aporta su particular punto de vista a lo largo de todo el texto, que efectivamente tiene más de relato contado a modo de experiencia propia del autor que de enumeración de unos hechos históricos. Así pues, la carga subjetiva es considerable en ambos textos, si bien se intenta enmascarar dentro de expresiones que aluden a una supuesta generalidad, de forma que parezca que no es Wolfe quien nos da su propia opinión sino que a través de sus palabras se transmite una impresión generalizada en toda la sociedad. Sin embargo, la manera de mostrar esa subjetividad es diferente en ambos textos. En “La Palabra Pintada”, Wolfe nos habla en primera persona de su experiencia directa en el contexto en el que se desarrollan los acontecimientos (la ciudad de Nueva York, bautizada como “Culturburgo”); la narración es dinámica, como si estuviera rememorando acontecimientos vividos sin solución de continuidad. Por contra, en “From Bauhaus to our House” el estilo es un poco más sosegado; Wolfe habla en primera persona pero no para contar su experiencia sino para dar su opinión. La narración sigue siendo rápida, pero al abarcar un ámbito geográfico mucho mayor, se hace más complicado expresar la experiencia directa, toda vez que es patente que para Wolfe es más sencillo describir una obra pictórica que un edificio. 

Además de estas similitudes en estilo, la línea argumental de ambos se basa en una dialéctica: el arte y la arquitectura modernos surgen como respuesta a un nuevo orden político y social surgido de las cenizas de la Primera Guerra Mundial. Este nuevo orden se plantea ideológicamente por oposición al anterior, de forma que desde el arte se veía a las clases dominantes hasta el momento como un sujeto a escandalizar con sus provocaciones e innovaciones estéticas como forma de concienciación. El nuevo arte adquiere por tanto un carácter revolucionario al cuestionar el orden establecido; sin embargo continúa necesitando que las clases dominantes actúen como mecenas. La única forma de conseguir que las clases dominantes continúen con su mecenazgo es convencerlas de las bondades de unas manifestaciones artísticas surgidas en principio para oponérseles. Ésta será la labor divulgadora del crítico en el caso de la pintura y la escultura, y la de los arquitectos que actúan como sus propios críticos y teóricos en el caso de la arquitectura. 

Por último, Wolfe desarrolla en ambos textos un universo de términos propios que usa como apoyo y énfasis de su crítica. Ésta va dirigida a colectivos concretos perfectamente definidos: los críticos y algunos artistas en el caso del arte, y los propios arquitectos en el caso de la arquitectura. Personajes, situaciones y conceptos e ideas claves dentro de la teoría del arte y la arquitectura de mediados del siglo XX son renombrados de forma que puedan expresar por sí mismos las ideas del autor. Como la valoración que se realiza en ambos ensayos es bastante peyorativa, la terminología de Wolfe en ambos textos tiende a exagerar y ridiculizar. En “La Palabra Pintada” estos términos tienden a englobar colectivos y costumbres más amplias relativas al mundo artístico de Nueva York, mientras que en “From Bauhaus to our House” Wolfe sobre todo renombra o pone apodos a los principales arquitectos de su discurso. 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (II)




The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.


Justificación de los textos elegidos.

Es en este contexto en el que hay que situar las dos obras de Tom Wolfe. La influencia Greenberg y Rosenberg trasciende los límites temporales y artísticos en los que escribieron y supone una forma de entender el arte contemporáneo y a su vez una nueva manera de ver el arte anterior al siglo XX con los mismos ojos que ellos nos han acostumbrado a ver el expresionismo abstracto. A partir de ese momento la labor del crítico será necesaria para controlar y contrastar el progreso del arte; no bastará con el simple genio del artista, sino que éste necesita ser entendido, explicado y difundido por la crítica a partir de unas herramientas lo suficientemente genéricas como para no haber perdido vigencia desde que fueron propuestas hace más de setenta años. 

A partir de la década de 1960 el panorama artístico cambia y con él la aparente hegemonía de la que estos críticos gozaban dentro del mismo. Aunque éstos se resistieron a perder ese papel, bien a través de la negación de estas nuevas experiencias, bien a través de su asimilación, lo cierto es que la puesta en duda de esa autoridad es síntoma del cambio que se produciría. Los nuevos artistas producen unas obras diferentes y en cierto modo opuestas a las anteriores pero que no podrían entenderse sin éstas ni los métodos que la crítica usó para encumbrarlas. “La palabra pintada” hace un recorrido irónico por el panorama artístico de esos años de nacimiento, hegemonía y decadencia de la crítica artística del expresionismo abstracto. En esta obra, Wolfe hace especial hincapié en el poder que habían alcanzado estos críticos a la hora no ya de explicar y entender qué estaba pasando, sino de marcar las pautas de lo que debería ocurrir y justificarlo por escrito. Junto a ellos hace un repaso a los artistas más vinculados a estos críticos y al panorama cultural que rodea a la pintura norteamericana de esos años. 

En el caso de la arquitectura, la crítica no fue tan poderosa y quienes ejercieron el papel de árbitros del gusto fueron los propios arquitectos europeos emigrados a Estados Unidos. A diferencia de los pintores encumbrados por los críticos de arte, relativamente jóvenes o con trayectorias en cierto modo endógenas (por ser productos genuinamente americanos), los arquitectos que introducen el Movimiento Moderno en Europa ya tenían fama y experiencia al llegar a Estados Unidos, por lo que no necesitaban a nadie que ejerciera de intermediario entre ellos y la sociedad. En cierto modo, estos arquitectos eran sus propios críticos y consiguieron cambiar el panorama arquitectónico estadounidense en apenas veinte años. 

Cuando se publica “From Bauhaus to our House” (hemos preferido dejar aquí el título original), los grandes maestros del Movimiento Moderno ya han fallecido y los arquitectos de la segunda generación han visto como el camino propio que ellos abrieron también ha sido cuestionado por otros arquitectos para quienes la ortodoxia de la modernidad no era capaz por sí misma de dar respuesta a los nuevos problemas de la sociedad post-industrial. Wolfe arremete aquí directamente contra los arquitectos más importante del siglo XX, sus teorías y sus edificios, a los que en cierto modo parece considerar opuestos a lo que debería ser la verdadera arquitectura norteamericana (sin que por ello plantee una alternativa). 

El interés de estos dos breves ensayos de Tom Wolfe radica en ofrecernos el punto de vista de alguien no formado específicamente en el arte y la arquitectura del segundo tercio del siglo XX desde; además muestra una visión contraria al elogio convencional al arte y arquitectura de esos años. Su estilo desprejuiciado y heterodoxo resulta interesante por cuando el panorama cultural norteamericano de mediados del siglo XX queda retratado bajo un punto de vista que huye del “culto a la personalidad” de los grandes artistas y arquitectos del momento. Además suponen una forma de adentrarse en la crítica de arte y arquitectura desde un enfoque que es, valga la redundancia, crítico con la crítica existente hasta el momento.