Autor: C. W. Westfall.
Traducción: Pablo Álvarez Funes
Vitruvio inició el primer tratado de arquitectura con la afirmación de que la arquitectura necesita de la interacción entre práctica (fabrica) y razonamiento (ratio). El primero toma forma en los edificios, el segundo en los tratados. Ahora que la práctica de la arquitectura y urbanismo clásicos y tradicionales han sido firmemente restablecidas, es momento de echar otra mirada al complemento de la práctica. Dos tratrados han dominado la teoría arquitectónica clásica. Vitruvio, en el siglo I a. C., escribió el primero (1). Leon Battista Alberti revisó y reformuló ese corpus teórico en los primeros años de la restauración y renovación de la Antigüedad en el amanecer de la Edad Moderna (2). Estos dos tratados presentan un comprensivo y riguroso complemento teórico a una práctica arquitectónica rica y madura. Sabemos un poco sobre el papel del tratado de Vitruvio antes que Alberti escribiera el suyo, y sabemos mucho sobre el papel que ambos jugaron después. Para mantenerse al día sólo necesitaron añadir fragmentos o realizar modificaciones parciales y respetuosos con el fin de absorber nuevos conocimientos o far un énfasis diferente a la teoría. Por ejemplo, Filarete (3) trata de dar una visión monárquica que se contrapondría a la republicana de Alberti, y junto con Francesco di Giorgio Martini (4) restauraron y expandieron los comentarios vitruvianos sobre la analogía antropomórfica que Alberti había dejado implícita. Philibert de l'Orme (5) adaptó todo este corpus material a las condiciones de Francia. Serlio, siguiendo la publicación del Vitruvio de Cesariano, introdujo imágenes como suplemento al texto (6). Y Palladio, sabiendo que sus lectores estaban familiarizados con el corpus teórico vitruviano, escribió el suyo a modo de compendio (7). Los tratados relacionan los edificios con el amplio corpus de conocimientos que toda persona educada debía poseer. Los edificios y tratados proporcionan formas complementarias de investigar y comprender el significado y contenido de un universo estable, coherente, racional y moral dentro del cual los individuos cumplen con su destino, que es “Conócete a ti mismo”.
La trayectoria de la teoría arquitectónica es similar a la de la filosofía política. Todos los principios relativos al hombre cono animal político que una persona necesitara saber están contenidos en unos pocos libros de Platón y Aristóteles. Los escritos posteriores sobre la materia se basan en una experiencia que añade enmiendas a ese corpus de conocimientos primordiales. Así, mientras que la Política y la Ética a Nicómaco de Aristóteles ya no son descripciones adecuadas de la forma que deberían adoptar las sociedades políticas, continúan aportando información valiosa para todo aquel que busque vivir con nobleza, justicia y bondad. Al igual que en la teoría política, la teoría de la arquitectura asume que el universo tiene un contenido moral, que el hombre que lo habita es ordenado y coherente, en formas que están más allá de la comprensión, que el hombre está dotado de las herramientas necesarias para obtener un conocimiento del orden moral adecuado para su desarrollo en el mundo, que la revelación es compatible con la razón, y que es destino y obligación del hombre dedicar sus dotes naturales para el cumplimiento de su deber de vivir en abundancia y bienestar en una sociedad humana justa. Pero incluso antes de que este entendimiento hubiera madurado, filósofos como Heráclito plantearon dudas sobre la validez de dar continuidad y racionalidad a un universo que se encuentra fuera de toda percepción superior frente a sus muchas más obvias y accesibles discontinuidades e imprevisibilidades. Estas dudas permanecieron subyacentes hasta una serie de descubrimientos realizados durante el Renacimiento.
Estos descubrimientos abarcaron un amplio abanico de disciplinas. La potente combinación de nuevos textos antiguos disponibles, la distribución de copias idénticas gracias a la imprenta y la crítica de textos llevó a dudar si se tenía un conocimiento exacto de lo que dijeron Platón o Cicerón, y mucho menos dicho por Moisés o San Pablo. Los viajes de exploración revelaron pueblos y lugares ignotos con hábitos y sistemas sociales incomprensibles. Cosas antes invisibles, que el telescopio hizo visibles en los cielos y el microscopio reveló en las cosas cotidianas, minaron la confianza de las las personas en la suficiencia del conocimiento de cosas que creían conocer bien. Nuevas interpretaciones de teorías antiguas y modernas sobre la estructura del universo físico y observaciones cada vez más extensas y precisas sobre el movimiento de los cuerpos celestes permitieron, en primer lugar, desplazar a la Tierra del centro del universo, luego a plantear teorías sobre cómo se comportaban esos cuerpos y por qué lo hacían así, y luego a la cuestión más seria de dónde terminaban las cosas terrenales y dónde empezaban las celestiales. Incluso la validez de las proporciones que la teoría de la arquitectura juzgó necesarias para inculcar belleza a los órdenes arquitectónicos, el principal ornamento de la arquitectura, fue cuestionado cuando nuevas y más precisas mediciones de ejemplos antiguos revelaron que ninguno de los ejemplos considerados como modelos de belleza guardaban esas proporciones. Mientras que Palladio y Vignola presentaron ejemplos particulares de los órdenes ilustrando diferentes formas de belleza común, Claude Perrault presentaría ejemplos genéricos de los órdenes basados en reglas sancionadas nada más que por el placer que producen habitualmente (8).
Sebastiano Serlio. Todas las obras de arquitectura y perspectiva. Libro IV, edición de Toledo de 1552.
La Querella de los Antiguos y Modernos en la que participó Perrault reveló que se había perdido la confianza en la tradición recibida y que deberían buscarse la seguridad de datos cada vez más precisos. Sir Isaac Newton usó los pilares de la observación y mediciones precisas y unas matemáticas nuevas y poderosas para realizar los descubrimientos más impresionantes, que permitieron descripciones más precisas del comportamiento de los cuerpos celestes y terrestres. Demostró y concluyó que, se tenemos información precisa sobre la configuración actual de las cosas, podemos predecir su configuración futura, tanto en el ámbito celestial donde no podemos intervenir como en el terrenal donde sí podemos. Los entusiastas del Newtonismo, tal como fue denominado en la Ilustración, llevaron un programa de depuración de las ideas recibidas y y extrapolaron el sistema de las ciencias naturales al ámbito de las ciencias humanas. La reducción minimalista de la arquitectura más exitosa fue la que llevó a cabo Laugier al presentar la cabaña primigenia como el modelo en que se basa toda arquitectura (9). La aplicación más obvia y comprensible del newtonismo en la arquitectura era en el campo de la estática, o ingeniería estructural. Otras dos aplicaciones menos directas estaban en los estudios históricos, una de ellas acabaría convirtiéndose en la arqueología, y la otra en antropología. Ambas se centraban en el origen de las cosas; se pensaba que las cosas más cercanas a sus orígenes eran más verdaderas, es decir, más reveladoras de la naturaleza de las cosas. Mientras que los arquitectos del Renacimiento creían que lo que Roma había logrado tenía más que enseñar que los edificios que precedieron a los romanos, las personas con intereses arquitectónicos serios prestaron atención por primera vez a los edificios griegos, realizando las primeras visitas a las ruinas en buen estado de Atenas y Paestum a mediados del siglo XVIII (10). Este interés se extendió rápidamente hacia culturas no romanas e incluso no mediterráneas, a pesar incluso de la revalorización de la antigua Roma con el descubrimiento de una amplia gama de objetos romanos cuando las ruinas de Pompeya y Herculano salieron a la luz en esos mismos años.
A finales del siglo XVIII era de público alcance un creciente corpus de información precisa sobre edificios antiguos construidos por culturas similares a la nuestra o por culturas foráneas y remotas como China o Polinesia, donde personas y cosas nos eran totalmente ajenas. Este corpus de precisa información recientemente adquirida se consideraba que tenía cualidades iguales, aunque incommensurables, con el conocimiento recibido de la tradición constructiva y que la teoría consideraba necesarias para un buen edificio. No pasó mucho tiempo antes de que las normas que que hacían bueno a un edificio migraran desde el concepto de belleza resultante del juicio a la precisión basada en la reproducción de un precedente adecuado. Conocer el pasado histórico se convirtió en más importante que conocer la teoría tradicional.
Para cumplir con su nuevo cometido, la historia emerge de su papel subordinado a la teoría para convertirse en una disciplina independiente. Durante el siglo XIX se unió a la antropología y tomó un cariz polémico. Los historiadores organizaron la nueva información sobre la diversidad del ser humano en el presente y el pasado en eras o edades, cada una con una cultura diferente identificada por una estilo distintivo compuesto por elementos comunes a una serie de artefactos, entre los cuales la arquitectura ocupa una posición preeminente. Este nuevo concepto de cultura se unió a las nuevas posiciones filosóficas postuladas por Hegel, Comte y varios darwinianos para explicar el comportamiento humano y por qué el progreso de la historia llevaría inevitablemente a la perfección de la humanidad sobre la tierra (11). La narrativa histórica presentaba cada cultura como única; cada una tiene su estilo distintivo, y cada estilo es “de su tiempo”. Si adaptamos el estilo de un tiempo pasado a nuestra propia época, podemos asociar nuestro tiempo a los atributos culturales del pasado, un modo de pensar que Geoffrey Scott denominó Falacia Romántica (12). El papel que solía interpretar la teoría en la asistencia al arquitecto en las decisiones a tomar para hacer un buen edificio que cumpliera con los criterios de la arquitectura fue desplazada por historiadores que enseñaron al arquitecto los estilos del pasado y cómo usarlos adecuadamente en el presente.
A principios del siglo XX quienes estaban vinculados a la arquitectura se identificaban plenamente con esta posición decimonónica, que acabó produciendo una era de eclecticismo estilístico como si de una farsa se tratase. En la búsqueda de una identidad única para su cultura y una alianza con la idea de progreso, diseñaron un estilo propio de forma que sus edificios pudieran ser “de su tiempo”. Ser “de su tiempo” requería que los edificios no se parecieran a ningún edificio de otra época. El constante transcurrir del tiempo y la inevitable marcha del progreso requiere una innovación incesante. Lo antiguo, ya sea en la forma de fabrica o de ratio, debe ser descartado a favor de lo nuevo. Ahora ni la teoría ni la historia guiarían al arquitecto. En su lugar, el manifiesto parecía apuntar el camino hacia el futuro que el arquitecto estaba obligado a materializar a toda prisa con edificios que fueran novedosos y “de su tiempo” (13).
El único superviviente de la teoría tradicional en el siglo XX era la trilogía vitruviana de firmitas, utilitas y venustas. Suele desconocerse que Vitruvio presentó esta triolgía como condiciones del edificio a satisfacer antes de que su construcción lo hiciera arquitectura y que la arquitectura tenía sus propios criterios, a saber, simetría, euritmia y decoro (14). La reducción de la arquitectura a mera construcción acontece a la par que la separación de la arquitectura de las artes liberales, o las artes de una persona que disfruta y defiende su estatus libre en la sociedad, a ser un arte de construir, es decir, una artesanía empleada para satisfacer necesidades inmediatas con medios materiales. Otra víctima fue el concepto de imitación, fundamental en la tradición clásica. A pesar de los grandes esfuerzos de Quatremère de Quincy (15) a través de su influyente posición en la École des Beaux-Arts, se perdió la distinción entre imitación y copia, y la copia acabó aceptándose porque era objetiva. La primera presentación completa de estas posiciones fue el manual de J. N. L. Durand, basado en las clases que impartió entre 2 y 1805 en la École Polytechnique, establecida por Napoleón para formar ingenieros para el ejército y el programa de obras públicas (16). Se lo suele citar como texto fundacional de la arquitectura moderna. En esta sufrida reducción de artista liberal a artesano constructor, el arquitecto quedó rehén de los expertos no relacionados con la arquitectura. Para satisfacer la comodidad, consulta con su cliente y las ciencias sociales. Para la firmeza, el ingeniero es el experto. Y para el deleite, depende de su propia inclinación y preferencia, o responde a lo que cree es necesario para producir un edificio que sea “de su tiempo”, algo que aprende viendo como los historiadores, críticos y editores presentan como la arquitectura “de nuestro tiempo”. En los tres campos las materias que debe conocer son tan específicas que su conocimiento no puede ser tan preciso y profundo como el de estos expertos. Ha acabado dependiendo de ellos, y lo que él sabe como arquitecto sobre arquitectura necesariamente pasa a un segundo plano. En estas circunstancias, ¿cuál sería la base de esa teoría arquitectónica, mucho menos que un tratado global?
Pero la teoría no eran tan fácil de desestimar. Después de que la experiencia de la primera mitad del siglo XX demostrara que la nueva arquitectura era incapaz de cumplir su promesa de perfección, los arquitectos buscaron un enfoque diferente para sus edificios. No consideraron la práctica y el corpus de conocimiento orientados a clarificar del papel del hombre en el mundo, que es de donde surgió y floreció la teoría. En su lugar, miraron hacia uno o dos lugares fuera de la arquitectura y la construcción. Uno fueron sus propias preferencias, corazonadas, inclinaciones, instintos y atracciones, y definieron todo lo que les gustaba como correcto (17). El otro estaba en las oscuras (y por tanto profundas) reflexiones de los filósofos nihilistas (18). Estos recursos proporcionaron teorías de rigor en escuelas y publicaciones académicas pero poco útiles en despachos profesionales a menos que el arquitecto estuviera trabajando para un cliente que considerara el edificio como una simple adición a una colección de objetos artísticos.
El despliegue de manifiestos, historias y teorías ha producido un enorme estruendo, pero no ha acallado las voces de la razón que entienden que ratio es complemento de fabrica y que la teoría es una guía de la práctica y una puerta a un corpus de conocimiento mayor que ayuda a los hombres a conocerse a sí mismos. Uno de los primeros en desdeñar las distracciones y escuchar la música de la arquitectura fue Thomas Jefferson. Él poseía ediciones de Vitruvio y Alberti, pero consideraba al tratado de Palladio como la Biblia de la arquitectura. Esto seguramente le ayudó a formular el papel que la arquitectura necesitaba en la nueva república que estaba ayudando a fundar, pues comenzó a producir una serie de importantes edificios y trazados urbanos para los propósitos civiles de la nueva república y la singularidad del paisaje americano.
El modo de actuar de Jefferson ha persistido, y sus sucesores han mantenido la arquitectura clásica y tradicional a la vez que se resistían a los atractivos de la modernidad. Las diferencias entre ambas posturas quedan bien definidas por comentarios realizados hace un siglo. En 1910 Adolf Loos impartió una conferencia cuyo título se convertiría en una máxima moderna, “Ornamento y Delito”, mientras que sólo unos años antes el Comité Educativo del Instituto Americano de Arquitectos decía que las Escuelas de Arquitectura Americanas debían producir “caballeros de cultura general con especial habilidad arquitectónica” (19).
Nuevos edificios y proyectos urbanos dan testimonio de la vitalidad de la reciente restauración de la arquitectura clásica y tradicional. Pero los edificios todavía tienen que encontrar su complemento teórico. Ha habido profundas contribuciones al actual corpus teórico (20). Pero todavía no existe un tratamiento integral que haga a nuestro presento lo que Vitruvio hizo para los Romanos, o Alberti para el Renacimiento. Quienes están comprometidos con la práctica profesional a menudo se quedan sin argumentos teóricos cuando son golpeados por la crisis que la modernidad lleva por estela.
Ningún tratado puede abarcar la totalidad del corpus de conocimientos arquitectónicos. Los de Vitruvio y Alberti estuvieron cerca, aunque incluso un fragmento o compendio puede ser útil, como aprendió Jefferson consultando su “biblia”. En un pasaje revelador, Vitruvio explicó por qué esto es así. Cuando examinó el grado de conocimientos que un arquitecto debía tener, observó, “... tal vez pueda parecer maravilloso a personas inexpertas que la naturaleza humana pueda dominar y mantener en su memoria tan gran número de temas”. Y continúa: “cuando, sin embargo, se percibe que todos los estudios están relacionados unos con otros y tienen puntos en común, fácilmente entenderán que eso pueda ocurrir. Todas se reúnen para una educación general como un cuerpo hace con sus miembros (21).
Pueden faltar algunos miembros, pero otros deben estar presentes para que el cuerpo tenga vitalidad, y eso requiere un tercer tratado de arquitectura. Hoy día parece que hemos olvidado el motivo que impulsó a Alberti a revisar el tratado de Vitruvio, es decir la posición que ocupa la arquitectura en la estructura moral del universo. Ese tema constituye el núcleo central de ambos tratados, el que dio coherencia a todos los demás. El universo de Vitruvio era pagano, el de Alberti cristiano, así que Alberti tuvo que revisar el tratado de Vitruvio. El nuestro es diferente una vez más, aunque como el suyo, es estable, coherente, racional y moral. Como el suyo, se basa en los fundamentos de la ley natural. Sin embargo, difiere en que el marco moral de nuestra estructura política existe fuera de una religión establecida e institucionalizada. Pero para Vitruvio, Alberti, Jefferson y para nosotros mismos, un edificio es una forma dada a una proposición moral. Cuando la arquitectura no es una proposición moral, es simple moda (22). La reciente restauración de la arquitectura y urbanismo clásicos y tradicionales suele despreciarse como mera moda. Sólo la formulación teórica del contenido moral de la arquitectura en la realidad del día presente puede refutar esos cargos y apoyar una enriquecida restauración y renovación del urbanismo y la arquitectura clásica y tradicional.
Originalmente publicado en America Arts Quarterly, Volumen 23, número 3.
Notas (siempre que ha sido posible se ha sustituido la edición inglesa por otra española, en caso contrario, se ha dejado la referencia en inglés):
(3) El tratado completo de Antonio Averlino, llamado Filarete, de 1462, permaneció inédita hasta la publicación de una edición facsímil del Tratado de Arquitectura de Filarete, traducido por John R. Spencer (al inglés), en dos volúmenes ( Ed. Yale University press; New Haven and London, 1965).
(4) Más que un tratado, una acumulación de notas y dibujos desde 1475 hasta su muerte en 1501, repartida en varios manuscritos, está disponible en Francisco di Giorgio Martini, Trattati, por Corrado Maltese; Ed. Polifilo; Milán, 1967.
(5) Philibert de l'Orme. Traité d’architecture: Nouvelles inventions pour bien bastir et à petits fraiz (1561), Premier Tome de l’architecture (1567); Ed. Laget; Paris, 1988.
(6) Cesare Cesariano, traduccón y comentarios a Vitruvio, 1521, por Arnaldo Bruschi, Adriano Carugo y Francesco P. Fiore. Ed. Polifilo; Milán, 1981.El tratado de Serlio fue publicado por tomos, a partir de 1537, con el cuarto libro dedicado a los órdenes. Está disponible en español una edición facsímil de 1554, traducción de Francisco de Villalpando (ed. Alta fulla; Barcelona, 1990).
(10) Dora Wiebenson, Sources of Greek Revival Architecture (London: Zwemmer, 1969).
(11) David Watkin, Morality and Architecture (Oxford: Clarendon Press, 1977); 2nd ed. as Morality and Architecture Revisited (Chicago: University of Chicago Press, 2001).
(12) Geoffrey Scott, The Architecture of Humanism, 1914 (New York and London: W.W. Norton, 1999).
(13) Véase, por ejemplo, Henry Russell Hitchcock y Philip Johnson, El Estilo Internacional, 1932 (Ed. W.W. Norton; New York, 1966), p. 95. Una serie de manifiestos escritos entre 1903 y 1963 han sido convenientemente recogidos por Ulrich Conrads en Programs and Manifestoes on 20th Century Architecture (Ed. MIT press; Cambridge, Mass. 1970).
(14) Ver Geertman, Herman. “Teoria e attualità della progettistica architettonica di Vitruvio,” in Le project de Viturve, Actes du colloque internationale . . . 1993 (Rome: École Française de Rome, Palais Farnèse, 1994), pp. 7–30; and Mark Wilson Jones, Principles of Roman Architecture (New Haven and London: Yale University Press., 2000), esp. pp. 38–45.
(15) Véase Younés, Samir. The True, the Fictive, and the Real: The Historical Dictionary of Architecture of Quatremère de Quincy: Introductory Essay and Selected Translations (London: Papadakis, 1999).
(17) Venturi, Robert. Complejidad y Contradicción en Arquitectura. Ed. Gustavo Gili; Barcelona, 2003.
(18) Léase, entre otros, a Peter Eisenman, “The End of the Classical: The End of the Beginning; the End of the End,” K. Michael Hays, Architecture Theory since 1968 (Cambridge, Mass., and London: MIT, Press 1998), pp. 524–538, from 1984. Eisenman encuentra que el “propósito subyacente” de la representación en arquitectura “consistía en encarnar la idea de significado; de la razón... para codificar la idea de la verdad; y de la historia para recuperar la idea de lo intemporal desde la idea de cambio”, las cuales desprecia como ficciones que han perdurado desde el siglo XV hasta el presente, incluso en la modernidad, para acabar despreciando las ficciones como simulacros, lo que le lleva a decir: “Vemos la arquitectura del presente como un proceso de inventar un pasado artificial y un presente sin futuro”.
(19) Loos, Adolf. Ornamento y Delito. Ed. Gustavo Gili; Barcelona, 1972. La fecha de la conferencia de 1910 a menudo se indica como 1908; se publicó por primera vez en 1913. La definición de la AIA de 1906 está tomada de Darper, Joan, “The École des Beaux-Arts and the Architectural Profession in the United States: The Case of John Galen Howard,” The Architect: Chapters in the History of the Profession, ed., Spiro Kostof (New York: Oxford University Press, 1977), pp. 209–37, 217.
(20) Véaze en concreto Porphyrios, Demerti. Classical Architecture (London: Academy Editions, 1991) y Léon Krier, Architecture: Choice of Fate (Windsor, Berks.: Papadakis, 1998).
(21) Granger, ed., op. cit., I, i,12.
(22) En la conferencia en la Universidad de Notre Dame donde hice esa afirmación, Michael Carey añadió que cuando es mera moda, la arquitectura peude convertirse fácilmente en una forma de cinismo. Véase mi artículo “The Humanity of Monumental Architecture,” American Arts Quarterly, vol. XIX, no. 1 (Winter, 2002), pp. 9–14ff.