Artículo de Roger Scuton Publicado en The Spectator el 8 de Abril de 2006. Información proporcionada por ProQuest Information and Learning Company.
Desde inicios del siglo XX la sociedad occidental ha entrado en una dinámica de negación, rechazando una a una las instituciones, oficios, tradiciones y logros del pasado, a la vez que se ha generado poco más que un vacío sentimental con el que reemplazar dicho pasado. El máximo exponente de este vacío sentimental es la arquitectura moderna. Durante tres mil años los constructores volvieron la vista atrás hacia sus predecesores, respetando la arquitectura de los tempos antiguos, refinando su lenguaje y adaptándolo al paisaje Europeo mediante variaciones sutiles, memorables y por encima de todo humanas. Entonces Le Corbusier entró en escena. Su idea era demoler el norte de París desde el río Sena y meter a la población en cajas de vidrio. En lugar de desacreditar a este charlatán como el loco que realmente era, el mundo arquitectónico lo aclamó como un visionario, apoyando entusiastamente la “nueva arquitectura” que pregonaba – a pesar de no ser arquitectura sino una especie de receta para colocar láminas de vidrio y hormigón en un entramado de acero- y persuadiendo al mundo que no era necesario continuar con el aprendizaje de conocimientos arquitectónicos de antaño. De esta forma nació el Movimiento Moderno.
Los partidarios del movimiento moderno tomaron las escuelas de Arquitecrtura y su malicioso plan extinguió la luz de la tradición arquitectónica. Los estudiantes de Arquitectura dejaron de aprender las propiedades de los materiales tradicionales, la gramática de molduras y ornamentos, la disciplina de los órdenes o la naturaleza de la luz y la sombra. Dejaron de enseñarles cómo dibujar fachadas, columnas o la proyección de la luz en un arquitrabe, mucho menos el trazado de la figura humana. Tampoco les enseñaron como encajar un edificio detrás de una fachada – LeCorbu “no hacía fachadas”- mucho menos a seguir la alineación de una calle o encajar un edificio cuidadosamente entre los colindantes o en el perfil urbano. Las únicas aptitudes toleradas por la modernidad eran aquellas ejercidas en la mesa de dibujo: diseño de plantas que pudieran repetirse planta por planta en torres de entramado de acero, violando deliberadamente el tejido orgánico de la ciudad donde eran arrojados.
Y cuando los edificios modernos se asentaron en nuestras ciudades, ya que la propaganda moderna infectó también a los planificadores urbanos, desaparecieron las alineaciones, los perfiles urbanos y cualquier otra forma de armonía visual, quedando únicamente sus anónimas fachadas de vidrio que miraban las aceras con ojos cadavéricos.
Fueron odiados por todos menos por los arquitectos que los proyectaron y los diferentes megalómanos que los encargaron. Incluso éstos eligieron vivir en cualquier otro lugar menos sus obras, eligiendo generalmente algún edificio Georgiano construido de acuerdo a los principios que estaban olvidando concienzudamente. Mientras tanto la clase obrera urbana fue desalojada de sus enclaves tradiciones y apilada en bloques higienistas, de acuerdo con las ideas de Le Corbu – una brillante idea que destruyó la ciudad como hogar, asesinó el espíritu de sus moreadores y en gerenal arrojó a la población a un mundo salvaje de ira, alienación y vandalismo.
Este era el estado de las cosas cuando Quinlan Terry entró en la Architectural Asociation como estudiante en 1960. Asistió a clases que enseñaban como traducir la insana propaganda colectivista a infantiles dibujos isométricos. El dibujo real, la observación real, las reglas reales y la comprensión de la realidad moral debían aprenderse en otro lugar.
Convertido al Cristianismo, que le enseñó a cuestionarse todos los dogmas autoimpuestos en que se había formado, incluyendo los dogmas de la modernidad, Terry empezó a estudiar lo que sus profesores le prohibían, viajando para observar los grandes logros de la arquitectura occidental, dibujando los detalles de iglesias rurales, estudiando las sencillas calles de las ciudades que todavía no habían sido malogradas, y en general asimilando el conocimiento que un arquitecto necesita para adaptar su filosofía proyectual en el entorno, en lugar de destruir el entorno para enfatizar su proyecto. No es necesario decir que los proyectos de Ferry, fieles a sus principios, fueron suspendidos por sus profesores. En su lugar, y con espíritu satírico, desarrolló un proyecto a partir de cubos modernos, y fue aprobado. Se unió al estudio de Raymond Erith, cuya práctica heredó en un momento en que había pocos encargos privados y todos los proyectos públicos iban para los modernos.
El salto a la fama de Terry vino en 1984, cuando Inmobiliaria Haslemere le encargó el diseño de Richmond Riverside, el cual iba a convertirse en una de las atracciones turísticas más populares de Londres. Esta armoniosa colección de edificios clásicos sobre una colina en la rivera del Támesis contiene oficinas, restaurantes y viviendas privadas e ilustra perfectamente los principios de Ferry: encajar en el paisaje y la ciudad; uso de un lenguaje arquitectónico que pone a los edificios en relación con los inmuebles colindantes y los transeúntes; uso de materiales tradicionales y muros de carga de forma que los edificios puedan durar y aguantar las inclemencias del tiempo; respeto de los condicionantes climáticos y las necesidades humanas de luz y aire; creación de formas y espacios que expresen por sí mismas los diferentes usos que les den sus residentes y no puedan morir, como mueren los edificios modernos, con el cambio de su función inicial.
Richmond Riverside mostró que todos esos principios tradicionales podrían materializarse a una densidad y coste tales que triunfaron sobre los proyectos modernos rivales. Tal y como Terry ha apuntado varias veces, los edificios modernos usan materiales que nadie entiende del todo, con coeficientes de dilatación tan altos que las juntas desaparecen con los años, y que implican un alto coste medioambiental en su producción, gasto energético o demolición al cabo de unas décadas.
Los edificios modernos son catástrofes ecológicas y estéticas: espacios herméticos dependientes de un constante suministro de energía y susceptibles del “síndrome del edificio enfermo”, diagnosticado cuando desde dentro del edificio no pueden abrirse ventanas o dejar entrar un poco de aire fresco.
Por el contrario, la arquitectura de Terry es una bocanada de aire fresco, tal y como cualquiera puede ver en el magníficamente ilustrado nuevo estudio de David Watkin, titulado a la sazón Radical Classicism. Watkin cuenta la historia del sereno peregrinaje de Terry por un país donde la modernidad mantiene férreo control. Sus edificios apenas son mencionados por la prensa arquitectónica o se desestiman como polémica centrándose en su presunta naturaleza de “pastiche”. Este epíteto – que, considerado seriamente, podría abarcar toda la arquitectura seria desde el Partenón hasta el Parlamento de Londres- ha sido elevado a la categoría de herramienta multiuso por todos aquellos con la determinación de que no lleguen más ecos del pasado a los oídos de nuestras ciudades.
Nadie sido tan malicioso en el intento de denigrar la obra de Terry que el gran gurú de la modernidad Richard Rogers, el primero en hacer parcialmente realidad el plan de Le Corbusier para París demoliendo un precioso barrio clásico e insertando el Centro Pompidou en las ruinas. Rogers es el adalid del New Labour, cubierto de honores por sus logros, entre los que se incluye el horrendo e interminablemente costoso edificio que debería haber advertido a Names of Lloyd´s de que su dinero no estaba para nada en manos seguras. Cuando por fin Terry consiguió un encargo público en Londres – una amplicación del Hospital Real de Chelsea- y obtuvo todas las licencias, Rogers tuvo la impertinencia de escribir al Segundo Primer Ministro pidiéndole cambios en el proyecto.
Para la modernidad es un asunto de vida o muerte que el impedir el resurgimiento de la tradición clásica. Una vez que el público descubra que los edificios clásicos no son sólo más bellos, menos pretenciosos u ofensivos que sus rivales modernos, sino que además son más económicos, duraderos y susceptibles de cambio de acuerdo a las necesidades, los modernos acabarán fuera de juego.