Libre ya de supersticiosos temores milenaristas, la sociedad ha acogido con optimismo y esperanza el nuevo siglo y milenio, durante el cual esperan se solucionen los grandes problemas de la humanidad. Sin embargo, a esta visión optimista y de fe en el progreso se opone la situación real, con gran parte de la población mundial en elevados niveles de subdesarrollo, un incipiente cambio climático debido a la elevada contaminación que, además de destruir el delicado ecosistema planetario destruye el patrimonio construido del hombre. Por otro lado, el éxodo rural y la alarmante concentración urbana minan el modo de vida y las técnicas tradicionales, por lo que una gran parte de la identidad cultural del mundo se está perdiendo irremediablemente; y esta identidad se pretende sustituir tanto por las nuevas culturas urbanas como por exacerbados nacionalismos. Vemos pues que la situación no es tan optimista como todos pretendemos creer y nos negamos a reconocer.
En arquitectura ocurre algo similar. Tras décadas de depuración académica se ha conseguido erradicar de las Escuelas de Arquitectura toda referencia a épocas anteriores a las vanguardias que vaya más allá de la mera y monótona descripción estilística de la Historia de la Arquitectua. Y se ha perdido la esencia de una identidad cultural, de una tradición interpretadora, de un lenguaje rico en expresiones que pretendía ser universal, para todos los pueblos, para todas las naciones. Vimos que el Movimiento Moderno asestó un golpe de muerte a la initerrumpida tradición del lenguaje clásico, y que ni los intentos de Le Corbusier o la posmodernidad consiguieron revivir del coma profundo en el que ha entrado. Ahora estamos en el momento para revivir este lenguaje o definitivamente retirarle su respiración asistida.
A raíz de la desafortunada intervención de Grassi en el “Teatro Romano de Sagunto”, dónde éste perdió todo su carácter arqueológico para convertirse en el paradigma de la “restauración analógica”, se han levantado muchas voces que reclaman una racionalidad en el tratamiento de las intervenciones en el Patrimonio, precisamente en una época en la que la restauración y rehabilitación de edificios es una modalidad en auge, con la cual se pretende resucitar la identidad histórica. Con todo, tras tantos años de ignorancia y desprecio hacia lo antiguo, pocos están preparados para realizar intervenciones serias en el patrimonio, basadas en un estudio riguroso y sincero de la tradición. Decimos riguroso y sincero porque estamos demasiado acostumbrados, por las razones ya expuestas, a hablar de arquitectura anterior a las vanguardias con términos propios de una época posterior a estas, sin tener en cuenta aspectos de vitan importancia para su comprensión. Es necesario, al igual que en el siglo XVIII, una revisión filológica de toda la historia de la arquitectura que nos permita entender la arquitectura de cada época con el lenguaje y mentalidad de cada época. Los avances científicos de nuestros días han permitido descifrar el genoma humano, primer paso hacia la polémica clonación y el trabajo con células embrionarias. Pero para la teoría arquitectónica, la genética debe contribuir a determinar las esencias del lenguaje. Aunque descifrable, el genoma de cada persona varía, pues todos y cada uno de los seres vivos poseemos una característica especial que nos distingue de nuestros semejantes. Y al igual que en los seres vivos, cada edificio, cada elemento de la arquitectura, posee un “genoma” que hay que descifrar, y que no es igual a otros de su especie. Así, el “genoma” de un templo romano es diferente de un templo a otro; es decir, que los elementos que integran su orden (sus genes), son iguales aunque de su diferente combinación surgen las diversas modalidades de templo clásico.
Bruno Zevi hizo una aportación importantísima a la teoría e historiografía de la arquitectura en su libro Saber ver la Arquitectura, con su interpretación espacial de la Arquitectura, y el camino que deja abierto hacia una concepción plural de las influencias que ha recibido la misma. En único problema es que a primera vista, esta visión espacial se convierte en casi excluyente y puede inducir al error del que el mismo Zevi se queja en su obra, y es la interpretación reduccionista que tiene la historia de la arquitectura en la actualidad, que prácticamente se convierte en una historia de la construcción (en el mejor de los casos) y una historia de los estilos arquitectónicos.
Esta revisión del lenguaje arquitectónico en todos sus niveles permitiría, en primer lugar, un acercamiento de esta disciplina a la sociedad, pues en los últimos tiempos, gracias a las malinterpretaciones que se hacen de la posmodernidad y el deconstructivismo, se ha convertido en una variante tanto de la escultura como de la poética en sus variantes más bohemias. Y eso en el mejor de los casos, pues es necesario admitir que vivimos a nivel académico una nueva era de los eclecticismos, donde ya no se imita a la antigüedad bajo la canónica mirada de Vitruvio o las catedrales góticas, sino que se imita la modernidad bajo la severa mirada de profesores de proyectos. Ahora no se construye en neogótico o neoclásico, pero sí en neolecorbuseriano, o neomiesvanderroheriano, por no hablar del neokoolhasianismo, neofosterismo, neomirallismo y así una infinita enumeración de ismos, tantos como tendencias y gustos de los profesores de proyectos. Imitadores siempre los ha habido: cuando Brunelleschi construyó la cúpula de santa María de las Flores, toda Europa seguía construyendo en formas góticas, y mientras Alberti ó Miguel Ángel realzaban sus obras, grandes masas de artistas de segunda categoría les imitaban en su repertorio.
Por otro lado, cabe admitir que desde el siglo XVI hasta el XX (si exceptuamos el periodo de las vanguardias-) no ha habido ninguna corriente renovadora en la arquitectura. El renacimiento, en sus inicios no fue otra cosa que una sistematización de elementos de la antigüedad para aplicarlos a los nuevos edificios; aunque podríamos considerar el manierismo como vanguardia, el lenguaje que emplea sigue procediendo de otras referencias. El Barroco únicamente supuso una mayor distorsión del lenguaje clasicista, y del renacimiento y romanticismo ya hemos hablado. Por tanto, podemos atrevernos a afirmar la existencia de tres grandes periodos arquitectónicos en Occidente (obviamos la arquitectura anterior a Grecia y la oriental, por razones de brevedad): la arquitectura grecorromana, el gótico y las vanguardias del siglo XX. Nótese que estos últimos han surgido como reacción al lujo y extravagancia de periodos anteriores; el gótico cisterciense se opuso al románico cluniacense, y las revolucionarias vanguardias a los recargados eclecticismos. Incluso podría admitirse que todo movimiento renovador surge como reacción a periodos de excesiva ornamentación y recargo, teniendo esta tendencia reaccionaria generalmente sus bases en periodos anteriores de sobriedad ornamental.
Esto nos lleva a un debate espinoso sobre la originalidad en la arquitectura y si esta pasa por la definición de un estilo personal, gran falacia, pues hasta en el más rompedor de los arquitectos es posible encontrar una referencia a un segundo. Este debate pasa por la pregunta de hasta qué punto es lícita la imitación de otras arquitecturas, pues toda imitación, si no es racional (y el eclecticismo “neomoderno” tiene tan poco rigor como el gótico victoriano ó el neobarroco) pasa por ser un pastiche. Por tanto, ahora también construimos tartas de cumpleaños, pero con menos guirnaldas de merengue en su superficie. No es nuestro objetivo anatemizar la imitación de otros estilos, sino hacer ver que si imitar otros estilos es malo, mejor no hacer arquitectura, pues toda ella pasa por la imitación de una preexistencia.
Y para finalizar nos remitiremos a un fragmento de El nombre de la Rosa, de Umberto Eco, y a una anécdota de la vida de Mozart, genial compositor que manteniéndose en las formas propias del clasicismo musical supo abrir las puertas hacia el romanticismo y que una muerte prematura le impidió curzar.
En el primer fragmento, uno de sus personajes lanza un discurso sobre la conservación del saber, fragmento que resume las intenciones del presente trabajo, a una anécdota
“(...) No hay progreso, no hay revolución de las ciencias en las vicisitudes del saber (en nuestro caso podemos aplicarlo a la arquitectura), sino, a lo sumo, permanente y sublime RECAPITULACIÓN. (...) . El saber (la arquitectura), firme como una roca inconmovible, nos permite, cuando somos capaces de escuchar su voz con humildad, seguir y predecir, ese curso, pero sin que éste haga mella en él”.
La anécdota de la vida de Mozart hace referencia a un debate que se planteó después del estreno de sus obras El rapto del Serrallo y Las bodas de Fígaro, obras cumbre de la ópera del siglo XVIII, pero que en su época suscitaron polémica, pues se alejaban de las temáticas clásicas a las que estaba acostumbrada la nobleza ilustrada. Esta polémica enganchaba con la querella entre antiguos modernos, que en el siglo XVIII se extendió a todos los ámbitos y sentó las bases del romanticismo. La anécdota cuenta, que, estando Mozart en presencia del emperador de Austria y recibiendo críticas de sus óperas por parte de los músicos de la corte (Mozart realizaba encargos puntuales para la corte vienesa, pero en sí, fue el primer músico independiente), contestó a sus críticas con el siguiente e ingenioso comentario:
“Señores, cualquiera prefiere escuchar los chismorreos de su peluquero a las pesadas hazañas de Hércules o Eneas. Estos personajes están tan encumbrados que hasta defecan mármol”.
En nuestra época, también tenemos arquitecturas de autor tan encumbradas y deificadas que hasta defecan mármol, aunque quizá debiéramos decir titanio o travertino, que se amolda más a las características de estos nuevos dioses de la arquitectura, que visten a la ignorancia con el disfraz de la abstracción.
En arquitectura ocurre algo similar. Tras décadas de depuración académica se ha conseguido erradicar de las Escuelas de Arquitectura toda referencia a épocas anteriores a las vanguardias que vaya más allá de la mera y monótona descripción estilística de la Historia de la Arquitectua. Y se ha perdido la esencia de una identidad cultural, de una tradición interpretadora, de un lenguaje rico en expresiones que pretendía ser universal, para todos los pueblos, para todas las naciones. Vimos que el Movimiento Moderno asestó un golpe de muerte a la initerrumpida tradición del lenguaje clásico, y que ni los intentos de Le Corbusier o la posmodernidad consiguieron revivir del coma profundo en el que ha entrado. Ahora estamos en el momento para revivir este lenguaje o definitivamente retirarle su respiración asistida.
A raíz de la desafortunada intervención de Grassi en el “Teatro Romano de Sagunto”, dónde éste perdió todo su carácter arqueológico para convertirse en el paradigma de la “restauración analógica”, se han levantado muchas voces que reclaman una racionalidad en el tratamiento de las intervenciones en el Patrimonio, precisamente en una época en la que la restauración y rehabilitación de edificios es una modalidad en auge, con la cual se pretende resucitar la identidad histórica. Con todo, tras tantos años de ignorancia y desprecio hacia lo antiguo, pocos están preparados para realizar intervenciones serias en el patrimonio, basadas en un estudio riguroso y sincero de la tradición. Decimos riguroso y sincero porque estamos demasiado acostumbrados, por las razones ya expuestas, a hablar de arquitectura anterior a las vanguardias con términos propios de una época posterior a estas, sin tener en cuenta aspectos de vitan importancia para su comprensión. Es necesario, al igual que en el siglo XVIII, una revisión filológica de toda la historia de la arquitectura que nos permita entender la arquitectura de cada época con el lenguaje y mentalidad de cada época. Los avances científicos de nuestros días han permitido descifrar el genoma humano, primer paso hacia la polémica clonación y el trabajo con células embrionarias. Pero para la teoría arquitectónica, la genética debe contribuir a determinar las esencias del lenguaje. Aunque descifrable, el genoma de cada persona varía, pues todos y cada uno de los seres vivos poseemos una característica especial que nos distingue de nuestros semejantes. Y al igual que en los seres vivos, cada edificio, cada elemento de la arquitectura, posee un “genoma” que hay que descifrar, y que no es igual a otros de su especie. Así, el “genoma” de un templo romano es diferente de un templo a otro; es decir, que los elementos que integran su orden (sus genes), son iguales aunque de su diferente combinación surgen las diversas modalidades de templo clásico.
Bruno Zevi hizo una aportación importantísima a la teoría e historiografía de la arquitectura en su libro Saber ver la Arquitectura, con su interpretación espacial de la Arquitectura, y el camino que deja abierto hacia una concepción plural de las influencias que ha recibido la misma. En único problema es que a primera vista, esta visión espacial se convierte en casi excluyente y puede inducir al error del que el mismo Zevi se queja en su obra, y es la interpretación reduccionista que tiene la historia de la arquitectura en la actualidad, que prácticamente se convierte en una historia de la construcción (en el mejor de los casos) y una historia de los estilos arquitectónicos.
Esta revisión del lenguaje arquitectónico en todos sus niveles permitiría, en primer lugar, un acercamiento de esta disciplina a la sociedad, pues en los últimos tiempos, gracias a las malinterpretaciones que se hacen de la posmodernidad y el deconstructivismo, se ha convertido en una variante tanto de la escultura como de la poética en sus variantes más bohemias. Y eso en el mejor de los casos, pues es necesario admitir que vivimos a nivel académico una nueva era de los eclecticismos, donde ya no se imita a la antigüedad bajo la canónica mirada de Vitruvio o las catedrales góticas, sino que se imita la modernidad bajo la severa mirada de profesores de proyectos. Ahora no se construye en neogótico o neoclásico, pero sí en neolecorbuseriano, o neomiesvanderroheriano, por no hablar del neokoolhasianismo, neofosterismo, neomirallismo y así una infinita enumeración de ismos, tantos como tendencias y gustos de los profesores de proyectos. Imitadores siempre los ha habido: cuando Brunelleschi construyó la cúpula de santa María de las Flores, toda Europa seguía construyendo en formas góticas, y mientras Alberti ó Miguel Ángel realzaban sus obras, grandes masas de artistas de segunda categoría les imitaban en su repertorio.
Por otro lado, cabe admitir que desde el siglo XVI hasta el XX (si exceptuamos el periodo de las vanguardias-) no ha habido ninguna corriente renovadora en la arquitectura. El renacimiento, en sus inicios no fue otra cosa que una sistematización de elementos de la antigüedad para aplicarlos a los nuevos edificios; aunque podríamos considerar el manierismo como vanguardia, el lenguaje que emplea sigue procediendo de otras referencias. El Barroco únicamente supuso una mayor distorsión del lenguaje clasicista, y del renacimiento y romanticismo ya hemos hablado. Por tanto, podemos atrevernos a afirmar la existencia de tres grandes periodos arquitectónicos en Occidente (obviamos la arquitectura anterior a Grecia y la oriental, por razones de brevedad): la arquitectura grecorromana, el gótico y las vanguardias del siglo XX. Nótese que estos últimos han surgido como reacción al lujo y extravagancia de periodos anteriores; el gótico cisterciense se opuso al románico cluniacense, y las revolucionarias vanguardias a los recargados eclecticismos. Incluso podría admitirse que todo movimiento renovador surge como reacción a periodos de excesiva ornamentación y recargo, teniendo esta tendencia reaccionaria generalmente sus bases en periodos anteriores de sobriedad ornamental.
Esto nos lleva a un debate espinoso sobre la originalidad en la arquitectura y si esta pasa por la definición de un estilo personal, gran falacia, pues hasta en el más rompedor de los arquitectos es posible encontrar una referencia a un segundo. Este debate pasa por la pregunta de hasta qué punto es lícita la imitación de otras arquitecturas, pues toda imitación, si no es racional (y el eclecticismo “neomoderno” tiene tan poco rigor como el gótico victoriano ó el neobarroco) pasa por ser un pastiche. Por tanto, ahora también construimos tartas de cumpleaños, pero con menos guirnaldas de merengue en su superficie. No es nuestro objetivo anatemizar la imitación de otros estilos, sino hacer ver que si imitar otros estilos es malo, mejor no hacer arquitectura, pues toda ella pasa por la imitación de una preexistencia.
Y para finalizar nos remitiremos a un fragmento de El nombre de la Rosa, de Umberto Eco, y a una anécdota de la vida de Mozart, genial compositor que manteniéndose en las formas propias del clasicismo musical supo abrir las puertas hacia el romanticismo y que una muerte prematura le impidió curzar.
En el primer fragmento, uno de sus personajes lanza un discurso sobre la conservación del saber, fragmento que resume las intenciones del presente trabajo, a una anécdota
“(...) No hay progreso, no hay revolución de las ciencias en las vicisitudes del saber (en nuestro caso podemos aplicarlo a la arquitectura), sino, a lo sumo, permanente y sublime RECAPITULACIÓN. (...) . El saber (la arquitectura), firme como una roca inconmovible, nos permite, cuando somos capaces de escuchar su voz con humildad, seguir y predecir, ese curso, pero sin que éste haga mella en él”.
La anécdota de la vida de Mozart hace referencia a un debate que se planteó después del estreno de sus obras El rapto del Serrallo y Las bodas de Fígaro, obras cumbre de la ópera del siglo XVIII, pero que en su época suscitaron polémica, pues se alejaban de las temáticas clásicas a las que estaba acostumbrada la nobleza ilustrada. Esta polémica enganchaba con la querella entre antiguos modernos, que en el siglo XVIII se extendió a todos los ámbitos y sentó las bases del romanticismo. La anécdota cuenta, que, estando Mozart en presencia del emperador de Austria y recibiendo críticas de sus óperas por parte de los músicos de la corte (Mozart realizaba encargos puntuales para la corte vienesa, pero en sí, fue el primer músico independiente), contestó a sus críticas con el siguiente e ingenioso comentario:
“Señores, cualquiera prefiere escuchar los chismorreos de su peluquero a las pesadas hazañas de Hércules o Eneas. Estos personajes están tan encumbrados que hasta defecan mármol”.
En nuestra época, también tenemos arquitecturas de autor tan encumbradas y deificadas que hasta defecan mármol, aunque quizá debiéramos decir titanio o travertino, que se amolda más a las características de estos nuevos dioses de la arquitectura, que visten a la ignorancia con el disfraz de la abstracción.
Hola :) Esta entrada parece como la conclusión de todo tu pensamiento. Me parece muy interesante después de todas las charlas que tenemos juntos. No he entendido lo de la revisión de la filología. Me apunto el libro y estaría bien que me explicases lo de la revisión del lenguaje arquitectónico en todos sus niveles.
ResponderEliminarUn saludito :)