Intervenir sobre el Patrimonio es un asunto muy delicado y que requiere una sensibilidad histórica que trasciende el frívolo hacer de los ejercicios de proyectos arquitectónicos. Tanto un conservacionista que pretendiere recuperar un estado previo románticamente idealizado como el arquitecto que, como si de un mal grafitero se tratase, quiere dejar su firma y la impronta de los tiempos modernos allá donde lo lleven los trazos de su lápiz, encuentran una legislación que les impone crear escenarios inverosímiles como la destrucción de la historia en nombre de un progreso mal entendido. Sin embargo, iniciativas realmente necesarias y originales a menudo chocan con una ortodoxia burocrática que, por no querer tomar partido de nada, condena al patrimonio a la natural indiferencia de la visita a un Museo. ¿Qué es, pues, esa ortodoxia burocrática que a tantos arquitectos trae de cabeza?
A pesar de la aparente heterogeneidad de las Leyes de Patrimonio en España, una por cada Comunidad Autónoma, éstas se parecen mucho entre sí, comparten criterios comunes que eviten conflictos a nivel nacional y beben de una fuente común que es la Ley 16/1985 del Patrimonio Histórico Español. Ésta ley recoge toda la legislación patrimonial previa, la adapta a los nuevos criterios de los organismos internacionales, y sirve de base para las diferentes leyes autonómicas posteriores. Su artículo 39 define genéricamente los criterios de intervención.
1.- Los poderes públicos procurarán por todos los medios de la técnica la conservación, consolidación y mejora de los bienes declarados de interés cultural así como de los bienes muebles incluidos en el Inventario general a que alude el artículo 26 de esta Ley. Los bienes declarados de interés cultural no podrán ser sometidos a tratamiento alguno sin autorización expresa de los organismos competentes para la ejecución de la Ley.
2.- En el caso de bienes inmuebles, las actuaciones a que se refiere el párrafo anterior irán encaminadas a su conservación, consolidación y rehabilitación y evitarán los intentos de reconstrucción, salvo cuando se utilicen partes originales de los mismos y pueda probarse su autenticidad. Si se añadiesen materiales o partes indispensables para su estabilidad o mantenimiento las adiciones deberán ser reconocibles y evitar las confusiones miméticas.
3.- Las restauraciones de los bienes a que se refiere el presente artículo respetarán las aportaciones de todas las épocas existentes. La eliminación de alguna de ellas sólo se autorizará con carácter excepcional y siempre que los elementos que traten de suprimirse supongan una evidente degradación del bien y su eliminación fuere necesaria para permitir una mejor interpretación histórica del mismo. Las partes suprimidas quedarán debidamente documentadas.
Cada Comunidad Autónoma desarrolla, mediante una legislación propia, estos criterios generales y aporta el concepto de entorno de protección del bien patrimonial. Con éste, se pretende mantener una unidad volumétrica, compositiva y tipológica del área circundante al monumento a proteger para facilitar su comprensión en su verdadero contexto local.
Ambas leyes derivan de la Carta de Venecia de 1964, que pone especial empeño en la conservación del “carácter” del edificio, definido a partir de la suma de todas sus intervenciones, indisolubles al mismo, y que se reafirma en la obligación de distinguir con el “sello de nuestra época” cualquier intervención que se desarrolle dentro de un conjunto patrimonial. Esto ha dado lugar a la categoría de “falso histórico”, término multiuso empleado para definir toda actuación sobre el patrimonio que no suponga una ruptura total con la historia del mismo. Aunque la voluntad original al definir el falso histórico era la de evitar las restauraciones de estilo y la “desbarroquización” de muchas iglesias y catedrales, con el paso del tiempo se ha acabado convirtiendo en un anatema que impide el correcto cumplimiento de la propia carta de Venecia, pues al querer evitar la mimesis con el carácter del edificio y destacar a toda costa la intervención, ésta acaba desvirtuando el carácter de la pieza patrimonial.
Los miembros de INTBAU revisaron en 2007 la carta de Venecia y publicaron sus conclusiones en la Declaración de Venecia: conservación de monumentos y entornos en el siglo XXI. En ellas rompían con la idea tomada de Ruskin de que había que dejar morir los edificios, todo lo más consolidarlos, y aboga por intervenciones en los mismos destinadas tanto a la consolidación como a la recuperación de sus usos primitivos. Además, desmitifica la histeria del falso histórico admitiendo la posibilidad y la necesidad de que las intervenciones armonicen con el entorno y no destaquen ostentosamente sobre los elementos que protegen. La declaración de Venecia además aboga por el mantenimiento de la configuración tradicional de masas y colores, la unidad de composición sin recurrir a la unidad de estilo y distinción honesta entre original e intervención. Por último, acepta la adición de volúmenes siempre y cuando estén armoniosamente integrados según los tres principios anteriores, a la vez que rechaza categóricamente las actuaciones donde la parte intervenida destaca sobre el elemento patrimonial por suponer esto último un daño irreparable tanto en el equilibrio de la composición como en la relación con el entorno. El espíritu de la declaración de Venecia pone un poco de racionalidad dentro del caos en el que se ha sumido la restauración en los últimos treinta años. De esta forma, rehabilita el concepto de anastylosis y el de la reconstrucción siempre y cuando haya restos y pruebas documentales suficientes para ello. La intervención, el añadido contemporáneo, deja de ser un fin en sí mismo, una forma de aplastar la historia con el habitual comportamiento de tabula rasa de la contemporaneidad, para convertirse en un medio mediante el cual el bien patrimonial recupera su función social.
A ese respecto, el Jefe del Servicio de Patrimonio Arquitectónico Local de la Diputación de Barcelona, Antonio González Moreno Navarro, aporta una interesantísima opinión. Para él la autenticidad de una intervención patrimonial no radica tanto en el contraste de la antigüedad de los materiales sino en la congruencia de las técnicas empleadas. En su artículo “Restaurar es reconstruir. A propósito del nuevo monasterio de Sant Llorenç de Guardiola de Berguedà (BARCELONA)”, publicado en la Revista Electrónica de Patrimonio Histórico nº1, de diciembre de 2007, expresa una opinión que se sale de lo común dentro del panorama de la restauración patrimonial española pero que no por ser heterodoxa es más racional y tiene más sentido común que toda la amalgama de leyes autonómicas que más que proteger los bienes inmuebles, les roban la dignidad.
“Si entendemos el monumento como suma de valores de carácter documental, arquitectónico y significativo, la autenticidad debe referirse, no tanto a su materialidad, como a esos valores, o no debe de hacerse tanto en función de la materia en sí, como del papel que ésta juega en la definición de aquellos valores esenciales. En cuanto a la materia, por tanto, habrá que valorar con distinto rasero su naturaleza, su forma, su papel (constructivo, estético, etc.) y la relación de contemporaneidad entre su presencia en el monumento y el acto (creativo o técnico) que la dispuso por primera vez. [...] La autenticidad de un elemento o del monumento en su conjunto no se basa tanto en la "originalidad temporal" de la materia o de su naturaleza, como en que sea capaz de autenticar de "acreditar de ciertos" los valores del monumento: de documentar los atributos espaciales, mecánicos y formales inherentes a los sistemas constructivos y los elementos ornamentales originales (o, incluso, en ocasiones, las señales, las huellas que la historia y los avatares han dejado en unos y otros), y de permitir la funcionalidad y la significación estética y emblemática que unen el monumento a la colectividad.”
“El que la sombra que produce una moldura, las proporciones y capacidad portante de una columna, o la luz que tamiza una celosía correspondan a las previsiones de sus autores es más definitorio de la autenticidad de esos elementos que el que las materias con que están hechas la moldura, la columna o la celosía sean las originales o no. Son más auténticos un muro de carga o una bóveda que trabajen tal y como fue previsto originariamente, aunque todos sus componentes sean nuevos, que un muro o bóveda cuyos elementos hayan sido materialmente conservados pero que hayan perdido su capacidad mecánica. La autenticidad de una dovela radica más en la manera como transmite la carga que en la antigüedad de su labra. Igual ocurre con un espacio, que será más auténtico cuanto más se aproxime al concebido por el autor o al resultante de una alteración creativa posterior , al margen de que los elementos constructivos sean los originales u otros que los hayan substituido”. Por ello, me pregunto una vez más quién puede dudar de la autenticidad del Pabellón de Alemania de la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, derruido en 1930 y reconstruido entre 1981 y 1986 en el mismo solar con materiales idénticos y la misma significación cultural que tuvo la primitiva obra de Mies van der Rohe.
Debería ser otro el concepto de falso histórico aplicado a los monumentos. Al contrario de como ocurre en las obras de arte, en las obras arquitectónicas deberían calificarse así las aportaciones que, renunciando a "insertarse en el ciclo creativo", intentan disimular su cronología: como esas construcciones "históricas" hechas de fábrica de ladrillo aplacada con piedra artificial con que se completan algunos monumentos o se llenan nuestros desgraciados centros históricos protegidos en aras de "mantener su autenticidad".
En el patrimonio monumental, tan preocupante o más que el falso histórico, es el falso arquitectónico. Es decir, los elementos cuya esencia constructiva o estructural ha sido gratuitamente desnaturalizada (como esos muros despojados de sus revestimientos en aras a un absurdo pintoresquismo historicista) y la mayoría de las "lagunas", las interrupciones o faltas materiales.
Efectivamente, así como en los bienes artísticos estas lagunas no parecen afectar a su autenticidad (al contrario, es la voluntad de subsanarlas la que acostumbra a generar el falso histórico), en los bienes arquitectónicos, según nuestro concepto de autenticidad, las lagunas constituyen en sí mismas un falso arquitectónico. Una arquitectura cercenada de sus atributos esenciales un edificio sin cubierta o un acueducto que no transporta agua, por ejemplo no puede ser en sí misma auténtica, por mucho que lo sean algunos o todos los elementos constructivos conservados.
A la luz de todo lo anterior parece quedar clara la postura de quien esto escribe, favorable a la reconstrucción de cualquier elemento patrimonial, siempre y cuando exista documentación objetiva suficiente que la justifique y dicha intervención, incluso empleando materiales y técnicas completamente acordes con la construcción a la que sirve, pueda distinguirse de su original mediante suaves matices y no los violentos contrastes a los que nos tiene habituados nuestra legislación de Patrimonio “histérico”. Al igual que el arquitecto proyecta edificios para la sociedad y no sociedades para los edificios, debe actuar sobre el patrimonio de forma reverente y respetuosa, teniendo en cuenta que la suya será una aportación armoniosa más en su largo y devenir histórico y no el vanidoso remate con el que la convierte en una venerable, pero incómoda, pieza de museo.