La reciente epidemia de construcción que ha afectado a España durante los últimos años no sólo ha dejado problemas económicos al país. Movidos por el natural ánimo de lucro inherente a toda profesión, arquitectos y promotores se han lanzado durante los últimos años en una orgiástica escalada edificatoria donde acabó primando la especulación del promotor sobre el ingenio del arquitecto. El resultado, una arquitectura que ha devorado el paisaje, la ciudad y la propia arquitectura, dejando para los sentidos únicamente unos malolientes excrementos.
La arquitectura, a diferencia de las otras artes, nunca logró despegarse del todo de la dependencia económica de un cliente. La libertad creativa del arquitecto está condicionada por las necesidades, gustos y capacidad económica del cliente, aunque en ocasiones éste necesita orientación para establecer prioridades en sus requerimientos. Durante estos años hemos asistido a un lamentable espectáculo en el cual el beneficio fácil era causa de la desidia en el arquitecto y la avaricia en el promotor, antiguo cliente envalentonado por las optimistas expectativas del mercado inmobiliario. Ambos antepusieron no ya la fama o la gloria como en otros tiempos, sino la ganancia de bienes frente a la obligación de responder a unas necesidades no sólo funcionales sino también sociales; pues en la especulación ambos son culpables: el promotor por fomentarla y el arquitecto por consentirla.
Los arquitectos en el mejor de los casos optaron por mirar para otro lado y satisfacer de forma inmediata las peticiones del promotor para poder seguir con su búsqueda y acumulación de encargos. Y entre esas peticiones surgió una realmente abominable, la de crear algo que fuese “clásico, pero modernito”. Si bien la aplicación del diminutivo a la modernidad es el apelativo que más la denigra, hasta convertirla en algo kitsch, la unión de éste al clasicismo ha dado como resultado una de las mayores aberraciones arquitectónicas contemporáneas. La combinación entre un promotor pseudo-megalómano, que considera que la columna es por sí misma símbolo de distinción y valora la calidad de una obra por el grado de abigarramiento en su ornamentación, y un arquitecto ignorante del pasado y frustrado por no poder optar a nada más que encargos de ese tipo, genera obras realmente terroríficas, pues los sueños de piedra artificial ornamentada del promotor se esfumaban al oir hablar de presupuestos, por no hablar de la incapacidad a priori del arquitecto de generar unas formas clásicas de calidad, por no haber sido formado en ellas ni haberse molestado por aprehenderlas.
Este mal, llamado clasicismo moderno de principios del siglo XXI, es una variante más degradada aún que aquél planteado por la Posmodernidad en el último cuarto del siglo XX. Al menos la Posmodernidad tenía ideales, por muy insulsos y frívolos que fueran; atacar a la modernidad con la ironía de las referencias populares a los elementos del pasado. Al menos la Modernidad luchaba por imponerse en el mundo y al mundo, aunque fuera a costa de alienar a las personas y destruir sus entornos y su pasado. Pero esta arquitectura, como los ideales de nuestra época, están vacíos. Es una estética sin ética, que no valora nada más allá de la mera composición adecuada. El Clasicismo, la Modernidad y la Posmodernidad estaban embebidos de una serie de ideales que les daba coherencia, que les permitía explicarse con cierta lógica. Pero este no tiene nada de eso: de la Posmodernidad más que del clasicismo toma las referencias abstraidas y comercializadas de los elementos antiguos, pero no como ironía, sino simplemente como ornamento en el más puro sentido albertiano; y de la Modernidad toma la apilación de plantas libres, las miserables cajas de escalera y los espacios racionados. El resultado, ejemplos como estos de La Línea de la Concepción.
La arquitectura, a diferencia de las otras artes, nunca logró despegarse del todo de la dependencia económica de un cliente. La libertad creativa del arquitecto está condicionada por las necesidades, gustos y capacidad económica del cliente, aunque en ocasiones éste necesita orientación para establecer prioridades en sus requerimientos. Durante estos años hemos asistido a un lamentable espectáculo en el cual el beneficio fácil era causa de la desidia en el arquitecto y la avaricia en el promotor, antiguo cliente envalentonado por las optimistas expectativas del mercado inmobiliario. Ambos antepusieron no ya la fama o la gloria como en otros tiempos, sino la ganancia de bienes frente a la obligación de responder a unas necesidades no sólo funcionales sino también sociales; pues en la especulación ambos son culpables: el promotor por fomentarla y el arquitecto por consentirla.
Los arquitectos en el mejor de los casos optaron por mirar para otro lado y satisfacer de forma inmediata las peticiones del promotor para poder seguir con su búsqueda y acumulación de encargos. Y entre esas peticiones surgió una realmente abominable, la de crear algo que fuese “clásico, pero modernito”. Si bien la aplicación del diminutivo a la modernidad es el apelativo que más la denigra, hasta convertirla en algo kitsch, la unión de éste al clasicismo ha dado como resultado una de las mayores aberraciones arquitectónicas contemporáneas. La combinación entre un promotor pseudo-megalómano, que considera que la columna es por sí misma símbolo de distinción y valora la calidad de una obra por el grado de abigarramiento en su ornamentación, y un arquitecto ignorante del pasado y frustrado por no poder optar a nada más que encargos de ese tipo, genera obras realmente terroríficas, pues los sueños de piedra artificial ornamentada del promotor se esfumaban al oir hablar de presupuestos, por no hablar de la incapacidad a priori del arquitecto de generar unas formas clásicas de calidad, por no haber sido formado en ellas ni haberse molestado por aprehenderlas.
Este mal, llamado clasicismo moderno de principios del siglo XXI, es una variante más degradada aún que aquél planteado por la Posmodernidad en el último cuarto del siglo XX. Al menos la Posmodernidad tenía ideales, por muy insulsos y frívolos que fueran; atacar a la modernidad con la ironía de las referencias populares a los elementos del pasado. Al menos la Modernidad luchaba por imponerse en el mundo y al mundo, aunque fuera a costa de alienar a las personas y destruir sus entornos y su pasado. Pero esta arquitectura, como los ideales de nuestra época, están vacíos. Es una estética sin ética, que no valora nada más allá de la mera composición adecuada. El Clasicismo, la Modernidad y la Posmodernidad estaban embebidos de una serie de ideales que les daba coherencia, que les permitía explicarse con cierta lógica. Pero este no tiene nada de eso: de la Posmodernidad más que del clasicismo toma las referencias abstraidas y comercializadas de los elementos antiguos, pero no como ironía, sino simplemente como ornamento en el más puro sentido albertiano; y de la Modernidad toma la apilación de plantas libres, las miserables cajas de escalera y los espacios racionados. El resultado, ejemplos como estos de La Línea de la Concepción.
El primer ejemplo es una fachada estrecha que seguramente alberga en su interior un solar más amplio. Se estructura en cinco niveles y un probable ático dada la pesadez de la cornisa, excesiva para las livianas pilastras que recorren los dos últimos pisos. El basamento es un intento de zócalo rústico a juzgar por las franjas horizontales del revoco monocapa a imitación de piedra abujardada. Los tres arcos del basamento se corresponden con el acceso y dos ventanas situadas en la siguiente crujía, creando una especie de pórtico. Esta división de huecos en la segunda crujía no se repite en los niveles superiores, con cuatro vanos cada uno, pero si conservan los pisos primero y segundo una especie de división tripartida a modo de saliente, volviendo a una potente cornisa sobre la que se estructura una especie de serliana partida en su centro. Los dos últimos niveles se colocan imitando la superposición de órdenes, pero cambiando el esquema tripartido por uno cuatripartito, con cinco estilizados pilares sobre las que se asienta la enorme cornisa del edificio. Si bien la composición es perfectamente simétrica, ahí termina toda la comparación con el clasicismo, no hay un ritmo uniforma a lo largo de la fachada ni una armonía entre las partes, que se crean en función de las necesidades interiores y medidas estandarizadas. Ni siquiera hay voluntad de adaptarse a estas medidas estandarizadas como generadoras de módulo, sino que cada elemento toma la dimensión que producen otros elementos estandarizados sin conexión entre sí. Por no hablar del desagradable efecto que genera un número par de huecos sobre un frontón. Y a pesar de todo, el arquitecto, el promotor y buena parte del público lo ven como clásico y esa impronta queda más marcada en la retina humana que todos los vitruvios juntos.
El segundo ejemplo se ubicará en un solar de mayor superficie y tal vez por ello sus errores sean mayores. Vuelve a contar con cuatro niveles más un ático retranqueado perfectamente visible en la volumetría. En este caso el “zócalo” de revoco monocapa ocupa los dos primeros niveles, y los otros dos se articulan con unos saledizos con pilastras rematados por unos descomunales frontones curvos partidos. Además, en la esquina aparece una pequeña cúpula que supuestamente hará las veces de castillete. Nuevamente nos encontramos con una serie de elementos posmodernos distorsionados hasta crear el efecto grotesco que se muestra.
Cuando el público identifica estos edificios como clásicos le hace un flaco favor al clasicismo en particular y a la arquitectura en general. Por desgracia se han convertido en un elemento habitual en nuestras ciudades y periferias contra el que continuamente arremete la arquitectura contemporánea. Y el público, al tener identificadas esas aberraciones con cualquier manifestación legítima del clasicismo, al escuchar las voces de esos arquitectos deseosos de hacer tabula rasa con el mundo, no pueden menos que acabar mirando con desconfianza todo aquello que no sean las insulsas formas arquitectónicas más rabiosamente punteras.
¡¡Por los Clavos de Cristo!!, ¡¡que espanto!!.
ResponderEliminar¿Y el Colegio de Arquitectos de Cádiz no puede al menos pronunciarse sobre esta aberración?Es de las cosas mas degeneradas que he visto en mucho tiempo...
Por cierto, que buen tema para un blog "arquitectura degenerada".
¡Un saludo!,¿ya estas por Zamora?