domingo, 22 de enero de 2012

Hormigón y democracia


La crítica al clasicismo contemporáneo se fundamenta en tres pilares basados a su vez en asociaciones conceptuales. El primer pilar vincula de forma directa los criterios de la arquitectura moderna con la ilustrada; el segundo justifica la modernidad mediante la evolución de las técnicas constructivas y las necesidades funcionales; y el tercero asocia los valores del Movimiento Moderno con los de las democracia, de forma que uno es consecuencia de otro y viceversa. A su vez estas asociaciones se plantean por oposición al clasicismo. De esta forma el primer pilar se erige en legítima y exclusiva continuidad con la tradición, desdeñando el resto de la arquitectura como “pastiche”. El segundo niega la posibilidad de evolución técnica del clasicismo. Y el tercero intenta vincular y valorar la arquitectura a través de la moral y la política, de forma que asocia la arquitectura clásica del siglo XX con los regímenes totalitarios que hicieron uso de ella e ignorando deliberadamente el uso de la misma por parte de las potencias aliadas. 


Las conexiones entre las vanguardias que dieron origen al Movimiento Moderno y la arquitectura de la Ilustración fueron establecidas por el historiador Emil Kauffman en 1933 a través de su libro “De Ledoux a Le Corbusier” (1). Como ocurre con otros tantos autores que se citan sin haberlos leído, el título de la obra eclipsa su propio contenido y el texto de Kauffman muestra la originalidad de la obra de Ledoux desde un prisma moderno y partidista según el cual su arquitectura es a la vez causa y consecuencia de la modernidad, incluyendo en la misma categoría a otros arquitectos iluministas como Boullée. La arquitectura idealista surgida al final del Antiguo Régimen se convierte en una forma de legitimar la ingeniería social que las bases teóricas del Movimiento Moderno llevas implícitas y con ella todos sus planteamientos formales. Así pues sólo el Movimiento Moderno es representante de la línea revolucionaria que marcaron unos arquitectos que, curiosamente, fueron perseguidos por la Revolución Francesa. Tanto Ledoux como Boullée desarrollaron su carrera profesional al amparo de la nobleza francesa de la segunda mitad del siglo XVIII y por ello fueron perseguidos y posteriormente ignorados: representaban simbólicamente la arquitectura del Antiguo Régimen y la pureza de su lenguaje clásico no interesaba a una generación posterior que se encaminaba hacia la extravagancia de los eclecticismos. No obstante, esta arquitectura no se entiende sin la sintaxis explícitamente clásica que emplean sus autores; sin el empleo de los órdenes, esta arquitectura es tan vacía como la moderna que dice ser su heredera. Es más, esta asociación de ideas responde a una estrategia “comercial” por parte de Le Corbusier para legitimar su arquitectura de ojos al público. Otros arquitectos, como Mies van der Rohe, no se molestarían en encontrar conexiones entre la arquitectura del pasado y la suya propia. 

El Movimiento Moderno pretende recoger por un lado la herencia formal de la arquitectura del neoclasicismo ideológico y por otro la de los cambios sociales surgidos tras la revolución francesa y que se habían acelerado tas la Primera Guerra Mundial. Al aunar ambas herencias se legitima frente a los excesos de los eclecticismos, los cuales aun representando la continuidad formal de esas experiencias clásicas, habían obviado la riqueza de su sintaxis y se habían abandonado a la mera ostentación formal, si bien antes de las primeras experiencias modernas surgieron diferentes alternativas a esa “crisis de los eclecticismos” (2). Los horrores de la Gran Guerra, unido al nuevo panorama político internacional animaron a muchos arquitectos a sumarse a manifiestos proclamados hasta entonces o a enunciar otros nuevos con la convicción de que el nuevo orden traería una nueva arquitectura. Esta nueva arquitectura no tuvo inicialmente una expresión teórica unitaria, aunque todas coincidían en la necesidad de la conjunción de esfuerzos entre arte e industria en la creación de una nueva estética al servicio de la sociedad con la ayuda de las máquinas. No será hasta 1932 cuando la Exposición “Estilo Internacional” destile sus características comunes y las proponga como vínculo común a un Movimiento Moderno considerado como unitario a partir de entonces. Sin embargo, esto no supone el triunfo absoluto de la modernidad sobre la tradición anterior y muchos arquitectos en todo el mundo continuaron apegados a las formas tradicionales, bien mediante su continuidad literal a través del lenguaje clásico o vernáculo o a partir del denominado “clasicismo depurado” (3). 

Nos encontramos aquí por tanto con dos formas de entender la arquitectura y de representar una nueva época que, si bien se consideran excluyentes desde un punto de vista teórico (una por continuar la bien continuando la experiencia anterior y otra por romper con ella), convivieron formalmente durante veinte años hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Probablemente la Exposición Internacional de París de 1937 sea uno de los mejores ejemplos de convivencia de ambas corrientes, donde tanto la modernidad como el clasicismo se usaron para representar a los países asistentes (4). 

Sin embargo, el uso que del clasicismo hicieron los diversos regímenes totalitarios del periodo de entreguerras, unido a la emigración de arquitectos de marcada tendencia moderna a los países Aliados, provocó que éste quedara no sólo relegado al olvido una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial (a excepción de la URSS hasta la muerte de Stalin) sino que además se hiciera campaña activa contra estos arquitectos y sus obras por considerarlas representativas por sí mismas de los regímenes fascistas y totalitarios que habían provocado la guerra (5). Habrá que esperar a finales del siglo XX para que la vida y obra de estos arquitectos se valore de acuerdo a su calidad profesional y no a sus convicciones políticas. 

Por último, uno de los apelativos con los que se suele denostar el clasicismo contemporáneo es el de haber estado al servicio de los regímenes fascistas europeos. Un defensor del clasicismo podría ser calificado de “fascista” por defender unas formas arquitectónicas por las que Hitler, Mussolini o Franco en principio tenían predilección. Olvida quien alegremente otorga estos adjetivos que el comunismo también tuvo un dilatado romance con la arquitectura clásica hasta el punto de que el “clasicismo soviético” se convirtió en todo un referente para la Rusia de Stalin, con el lujoso Metro de Moscú y los rascacielos de las Siete Hermanas como elementos más significativos; por no hablar de la continuidad de la tradición clásica en Iberoamérica y los países anglosajones, donde es vista como garante y símbolo de las libertades democráticas. Pero no es nuestro objetivo establecer comparaciones entre arquitecturas y regímenes políticos, pues en su momento dedicamos una entrada al carácter apolítico del clasicismo (ver enlace). 

También olvida quien califica de “fascista” al clasicista que el futurismo italiano tenía una fuerte vinculación con el fascio, y que Mussolini impulsó el racionalismo de Giuseppe Terragni que hoy día se estudia en todas las escuelas de arquitectura. Se suele pensar que estos clasicismos formaban parte de una tendencia conservadora que pretendía seguir anclada en el pasado frente al prometedor futuro que predicaban las vanguardias y que tan desastrosos resultados acabó dando 50 años después como demuestra la simbólica demolición de Pruitt Iggoe o la la Iglesia de San Francisco de Almazán. Sin embargo, el periodo de entreguerras vio triunfar un clasicismo depurado (identificado por muchos como art decó) que siguió demostrando su validez en el nuevo orden surgido del tratado de Versalles. Este clasicismo convivió con las vanguardias, y es prueba de ello el relajamiento progresivo de las posturas de Le Corbusier para poder difundir sus teorías entre un público más amplio. Para ello tuvo que dejar de lado sus violentas fantasías sobre una sociedad completamente sometida a la máquina (hasta el punto de considerar la vivienda como “máquina de habitar”) o sus delirios de tabula rasa sobre París (Plan Voisin de 1925, Ville Contemporaine, Inmueble Villa) y reorientar su teoría hacia puntos de vista más sentimentalistas con los que pudiera atraer a la opinión general hacia el núcleo duro de su teoría. 

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(1) Kaufmann, Emil. De Ledoux a Le Corbusier : origen y desarrollo de la arquitectura autónoma. Ed. Gustavo Gili. Barcelona, 1982. 

(2) Benévolo, Leonardo. Historia de la Arquitectura Contemporánea. Ed. Gustavo Gili. Barcelona, 2008. p. 96 y ss. 

(3) Stern, Robert A. M. Clasicismo Moderno. Ed. Nerea. Madrid, 1988. p. 25 y ss. 

(4) A modo de ejemplo, baste recordar la modernidad del Pabellón de España, proyectado por Jose Luis Sert bajo las premisas del Movimiento Moderno, o el contraste entre los Pabellones de Alemania (Albert Speer) y la Unión Soviética (Boris Iofan), ambos encuadrables dentro del clasicismo depurado. Resulta significativa su posición enfrentada dentro del recinto y cómo ambos usan formas figurativas heredadas del clasicismo para representar la esencia de su ideología: el águila prusiana y la esvástica en el caso de la Alemania Nazi (obra de Arno Breker) y la escultura del Obrero y la Koljosiana para la URSS (obre de Vera Mujina). Y a modo de contraste con ambos, la presencia del Guernica de Pablo Picasso, quien se valió del cubismo para representar los horrores de una guerra civil española que pronto asolaría también al resto de Europa. 

(5) El caso de Albert Speer es paradigmático en este sentido hasta el punto de que rara vez la valoración de su trayectoria profesional como arquitecto se hace de forma independiente a su trayectoria política. Probablemente sea la monografía de Leon Krier la única que desvincula la obra de Speer de sus convicciones políticas. Ver: Krier, Leon. Albert Speer: architecture 1932-1942. Ed. Archives d'Architecture Moderne. Bruselas,1985.

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