En los ámbitos académicos, la sola mención del clasicismo contemporáneo pone de mal humor a los profesores y hace temblar a los alumnos. Los primeros lo ven en el mejor de los casos como una derivación pasajera de la posmoderindad, un mero pastiche, obviando generalmente que se trata de una tradición ininterrumpida que convivió con la modernidad; pero lo más habitual es que lo tilden de totalitario -fascista o comunista según la comunión política- y arenguen con odio contra él por considerarlo una arquitectura opresiva que impide la creatividad. Curiosamente los propios profesores desde sus cátedras imponen una dictadura estética exigiendo proyectos debidamente referenciados (por no decir copiados) en publicaciones contemporáneas, e incluso llegando a rechazar aquellas propuestas que no se amoldan a sus gustos estéticos, amparándose en el criterio, ya completamente subjetivizado, de buen o mal proyecto.
Ya hemos comentado en varias ocasiones el carácter apolítico del clasicismo, y que éste no sirve a ninguna ideología política por ser anterior a ellas. De esta forma, mientras Europa occidental suele considerar el clasicismo como reminiscencia de los regímenes totalitarios o de una especie de rancio conservadurismo político, el mundo anglosajón y americano lo considera garante de las libertades democráticas y parlamentarias (por haber sido fundadas estas naciones bajo la inspiración de la República Romana o las Democracias Griegas) o, en el caso británico, símbolo de su época imperial.
El Sr. Quinlan Terry opina que el clasicismo es expresión de la sociedad que lo emplea, y que es un soporte neutro para la misma, opinión no muy alejada de la del Sr. Leonardo Benévolo quien, de un modo más pesimista, considera que “el repertorio neoclásico, gastado por las continuas repeticiones, ha perdido, por su parte, cualquier significado ideológico intrínseco y se le aprecia precisamente porque se ha convertido en una forma vacía que puede llenarse con cualquier contenido” (Benévolo, Leonardo. Historia de la Arquitectura Moderna. Ed. Gustavo Gili. Barcelona, 1996, p. 602). Llega a esta conclusión después de demostrar que el neoclasicismo se puede justificar desde espectros políticos aparentemente opuestos, como son el nacionalsocialismo y el comunismo por un lado, y la teoría de la restauración crítica de Gustavo Giovannoni por otro.
Lo clásico –escribe Giovannoni- es dignidad, es equilibrio, es sentimiento sereno de armonía. Quizá por el antropomorfismo de sus proporciones, o quizá por la conciencia con que se ha adaptado al espíritu de la ciudad y de las generaciones, constituye el punto de referencia del gusto y del arte público, es la expresión máxima que el hombre ha encontrado… siempre ha querido elevarse de las materiales contingencias hacia la finalidad de pura expresión de la vida del espíritu.
La arquitectura soviética –dice Lunacharsky- debe inspirarse en la Grecia antigua, porque aquellas repúblicas fueron consideradas con benevolencia por Marx, por la libertad y por las diferentes realizaciones de sus ciudadanos. Por muchas razones es imposible transplantar en bloque a la URSS las formas arquitectónicas helénicas…, pero en la cuna de la civilización y del arte existe un vasto campo de inspiración que puede servir de guía al desarrollo de la arquitectura rusa.
El clasicismo –escribe Speer- renueva una vez más la forma y el contenido de la arquitectura, puesto que se relaciona con las formas griegas que siempre se ha impuesto, desde los grandes tiempos áticos.
Sin embargo, debemos hacer una distinción entre el clasicismo propugnado por comunistas y nacionalsocialistas, al completo servicio del aparato político, y el proclamado por Giovannoni, que aparece como un elemento indisoluble en la historia de nuestras sociedades y en el que continuamente se reflejan como herederas históricas de la Antigüedad Romana y el ideal de vida armónica que, desde el Renacimiento, representan. Es ese el clasicismo que ha sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, el que está libre de analogías políticas; y es hacia esta tradición ininterrumpida adonde debemos encaminarnos si queremos retomar el nuevo clasicismo en igualdad de condiciones con la arquitectura contemporánea.
Ya hemos comentado en varias ocasiones el carácter apolítico del clasicismo, y que éste no sirve a ninguna ideología política por ser anterior a ellas. De esta forma, mientras Europa occidental suele considerar el clasicismo como reminiscencia de los regímenes totalitarios o de una especie de rancio conservadurismo político, el mundo anglosajón y americano lo considera garante de las libertades democráticas y parlamentarias (por haber sido fundadas estas naciones bajo la inspiración de la República Romana o las Democracias Griegas) o, en el caso británico, símbolo de su época imperial.
El Sr. Quinlan Terry opina que el clasicismo es expresión de la sociedad que lo emplea, y que es un soporte neutro para la misma, opinión no muy alejada de la del Sr. Leonardo Benévolo quien, de un modo más pesimista, considera que “el repertorio neoclásico, gastado por las continuas repeticiones, ha perdido, por su parte, cualquier significado ideológico intrínseco y se le aprecia precisamente porque se ha convertido en una forma vacía que puede llenarse con cualquier contenido” (Benévolo, Leonardo. Historia de la Arquitectura Moderna. Ed. Gustavo Gili. Barcelona, 1996, p. 602). Llega a esta conclusión después de demostrar que el neoclasicismo se puede justificar desde espectros políticos aparentemente opuestos, como son el nacionalsocialismo y el comunismo por un lado, y la teoría de la restauración crítica de Gustavo Giovannoni por otro.
Lo clásico –escribe Giovannoni- es dignidad, es equilibrio, es sentimiento sereno de armonía. Quizá por el antropomorfismo de sus proporciones, o quizá por la conciencia con que se ha adaptado al espíritu de la ciudad y de las generaciones, constituye el punto de referencia del gusto y del arte público, es la expresión máxima que el hombre ha encontrado… siempre ha querido elevarse de las materiales contingencias hacia la finalidad de pura expresión de la vida del espíritu.
La arquitectura soviética –dice Lunacharsky- debe inspirarse en la Grecia antigua, porque aquellas repúblicas fueron consideradas con benevolencia por Marx, por la libertad y por las diferentes realizaciones de sus ciudadanos. Por muchas razones es imposible transplantar en bloque a la URSS las formas arquitectónicas helénicas…, pero en la cuna de la civilización y del arte existe un vasto campo de inspiración que puede servir de guía al desarrollo de la arquitectura rusa.
El clasicismo –escribe Speer- renueva una vez más la forma y el contenido de la arquitectura, puesto que se relaciona con las formas griegas que siempre se ha impuesto, desde los grandes tiempos áticos.
Sin embargo, debemos hacer una distinción entre el clasicismo propugnado por comunistas y nacionalsocialistas, al completo servicio del aparato político, y el proclamado por Giovannoni, que aparece como un elemento indisoluble en la historia de nuestras sociedades y en el que continuamente se reflejan como herederas históricas de la Antigüedad Romana y el ideal de vida armónica que, desde el Renacimiento, representan. Es ese el clasicismo que ha sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, el que está libre de analogías políticas; y es hacia esta tradición ininterrumpida adonde debemos encaminarnos si queremos retomar el nuevo clasicismo en igualdad de condiciones con la arquitectura contemporánea.
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