martes, 27 de mayo de 2008

Un lenguaje para el siglo XXI

Libre ya de supersticiosos temores milenaristas, la sociedad ha acogido con optimismo y esperanza el nuevo siglo y milenio, durante el cual esperan se solucionen los grandes problemas de la humanidad. Sin embargo, a esta visión optimista y de fe en el progreso se opone la situación real, con gran parte de la población mundial en elevados niveles de subdesarrollo, un incipiente cambio climático debido a la elevada contaminación que, además de destruir el delicado ecosistema planetario destruye el patrimonio construido del hombre. Por otro lado, el éxodo rural y la alarmante concentración urbana minan el modo de vida y las técnicas tradicionales, por lo que una gran parte de la identidad cultural del mundo se está perdiendo irremediablemente; y esta identidad se pretende sustituir tanto por las nuevas culturas urbanas como por exacerbados nacionalismos. Vemos pues que la situación no es tan optimista como todos pretendemos creer y nos negamos a reconocer.

En arquitectura ocurre algo similar. Tras décadas de depuración académica se ha conseguido erradicar de las Escuelas de Arquitectura toda referencia a épocas anteriores a las vanguardias que vaya más allá de la mera y monótona descripción estilística de la Historia de la Arquitectua. Y se ha perdido la esencia de una identidad cultural, de una tradición interpretadora, de un lenguaje rico en expresiones que pretendía ser universal, para todos los pueblos, para todas las naciones. Vimos que el Movimiento Moderno asestó un golpe de muerte a la initerrumpida tradición del lenguaje clásico, y que ni los intentos de Le Corbusier o la posmodernidad consiguieron revivir del coma profundo en el que ha entrado. Ahora estamos en el momento para revivir este lenguaje o definitivamente retirarle su respiración asistida.

A raíz de la desafortunada intervención de Grassi en el “Teatro Romano de Sagunto”, dónde éste perdió todo su carácter arqueológico para convertirse en el paradigma de la “restauración analógica”, se han levantado muchas voces que reclaman una racionalidad en el tratamiento de las intervenciones en el Patrimonio, precisamente en una época en la que la restauración y rehabilitación de edificios es una modalidad en auge, con la cual se pretende resucitar la identidad histórica. Con todo, tras tantos años de ignorancia y desprecio hacia lo antiguo, pocos están preparados para realizar intervenciones serias en el patrimonio, basadas en un estudio riguroso y sincero de la tradición. Decimos riguroso y sincero porque estamos demasiado acostumbrados, por las razones ya expuestas, a hablar de arquitectura anterior a las vanguardias con términos propios de una época posterior a estas, sin tener en cuenta aspectos de vitan importancia para su comprensión. Es necesario, al igual que en el siglo XVIII, una revisión filológica de toda la historia de la arquitectura que nos permita entender la arquitectura de cada época con el lenguaje y mentalidad de cada época. Los avances científicos de nuestros días han permitido descifrar el genoma humano, primer paso hacia la polémica clonación y el trabajo con células embrionarias. Pero para la teoría arquitectónica, la genética debe contribuir a determinar las esencias del lenguaje. Aunque descifrable, el genoma de cada persona varía, pues todos y cada uno de los seres vivos poseemos una característica especial que nos distingue de nuestros semejantes. Y al igual que en los seres vivos, cada edificio, cada elemento de la arquitectura, posee un “genoma” que hay que descifrar, y que no es igual a otros de su especie. Así, el “genoma” de un templo romano es diferente de un templo a otro; es decir, que los elementos que integran su orden (sus genes), son iguales aunque de su diferente combinación surgen las diversas modalidades de templo clásico.

Bruno Zevi hizo una aportación importantísima a la teoría e historiografía de la arquitectura en su libro Saber ver la Arquitectura, con su interpretación espacial de la Arquitectura, y el camino que deja abierto hacia una concepción plural de las influencias que ha recibido la misma. En único problema es que a primera vista, esta visión espacial se convierte en casi excluyente y puede inducir al error del que el mismo Zevi se queja en su obra, y es la interpretación reduccionista que tiene la historia de la arquitectura en la actualidad, que prácticamente se convierte en una historia de la construcción (en el mejor de los casos) y una historia de los estilos arquitectónicos.
Esta revisión del lenguaje arquitectónico en todos sus niveles permitiría, en primer lugar, un acercamiento de esta disciplina a la sociedad, pues en los últimos tiempos, gracias a las malinterpretaciones que se hacen de la posmodernidad y el deconstructivismo, se ha convertido en una variante tanto de la escultura como de la poética en sus variantes más bohemias. Y eso en el mejor de los casos, pues es necesario admitir que vivimos a nivel académico una nueva era de los eclecticismos, donde ya no se imita a la antigüedad bajo la canónica mirada de Vitruvio o las catedrales góticas, sino que se imita la modernidad bajo la severa mirada de profesores de proyectos. Ahora no se construye en neogótico o neoclásico, pero sí en neolecorbuseriano, o neomiesvanderroheriano, por no hablar del neokoolhasianismo, neofosterismo, neomirallismo y así una infinita enumeración de ismos, tantos como tendencias y gustos de los profesores de proyectos. Imitadores siempre los ha habido: cuando Brunelleschi construyó la cúpula de santa María de las Flores, toda Europa seguía construyendo en formas góticas, y mientras Alberti ó Miguel Ángel realzaban sus obras, grandes masas de artistas de segunda categoría les imitaban en su repertorio.

Por otro lado, cabe admitir que desde el siglo XVI hasta el XX (si exceptuamos el periodo de las vanguardias-) no ha habido ninguna corriente renovadora en la arquitectura. El renacimiento, en sus inicios no fue otra cosa que una sistematización de elementos de la antigüedad para aplicarlos a los nuevos edificios; aunque podríamos considerar el manierismo como vanguardia, el lenguaje que emplea sigue procediendo de otras referencias. El Barroco únicamente supuso una mayor distorsión del lenguaje clasicista, y del renacimiento y romanticismo ya hemos hablado. Por tanto, podemos atrevernos a afirmar la existencia de tres grandes periodos arquitectónicos en Occidente (obviamos la arquitectura anterior a Grecia y la oriental, por razones de brevedad): la arquitectura grecorromana, el gótico y las vanguardias del siglo XX. Nótese que estos últimos han surgido como reacción al lujo y extravagancia de periodos anteriores; el gótico cisterciense se opuso al románico cluniacense, y las revolucionarias vanguardias a los recargados eclecticismos. Incluso podría admitirse que todo movimiento renovador surge como reacción a periodos de excesiva ornamentación y recargo, teniendo esta tendencia reaccionaria generalmente sus bases en periodos anteriores de sobriedad ornamental.

Esto nos lleva a un debate espinoso sobre la originalidad en la arquitectura y si esta pasa por la definición de un estilo personal, gran falacia, pues hasta en el más rompedor de los arquitectos es posible encontrar una referencia a un segundo. Este debate pasa por la pregunta de hasta qué punto es lícita la imitación de otras arquitecturas, pues toda imitación, si no es racional (y el eclecticismo “neomoderno” tiene tan poco rigor como el gótico victoriano ó el neobarroco) pasa por ser un pastiche. Por tanto, ahora también construimos tartas de cumpleaños, pero con menos guirnaldas de merengue en su superficie. No es nuestro objetivo anatemizar la imitación de otros estilos, sino hacer ver que si imitar otros estilos es malo, mejor no hacer arquitectura, pues toda ella pasa por la imitación de una preexistencia.

Y para finalizar nos remitiremos a un fragmento de El nombre de la Rosa, de Umberto Eco, y a una anécdota de la vida de Mozart, genial compositor que manteniéndose en las formas propias del clasicismo musical supo abrir las puertas hacia el romanticismo y que una muerte prematura le impidió curzar.

En el primer fragmento, uno de sus personajes lanza un discurso sobre la conservación del saber, fragmento que resume las intenciones del presente trabajo, a una anécdota
“(...) No hay progreso, no hay revolución de las ciencias en las vicisitudes del saber (en nuestro caso podemos aplicarlo a la arquitectura), sino, a lo sumo, permanente y sublime RECAPITULACIÓN. (...) . El saber (la arquitectura), firme como una roca inconmovible, nos permite, cuando somos capaces de escuchar su voz con humildad, seguir y predecir, ese curso, pero sin que éste haga mella en él”.

La anécdota de la vida de Mozart hace referencia a un debate que se planteó después del estreno de sus obras El rapto del Serrallo y Las bodas de Fígaro, obras cumbre de la ópera del siglo XVIII, pero que en su época suscitaron polémica, pues se alejaban de las temáticas clásicas a las que estaba acostumbrada la nobleza ilustrada. Esta polémica enganchaba con la querella entre antiguos modernos, que en el siglo XVIII se extendió a todos los ámbitos y sentó las bases del romanticismo. La anécdota cuenta, que, estando Mozart en presencia del emperador de Austria y recibiendo críticas de sus óperas por parte de los músicos de la corte (Mozart realizaba encargos puntuales para la corte vienesa, pero en sí, fue el primer músico independiente), contestó a sus críticas con el siguiente e ingenioso comentario:
“Señores, cualquiera prefiere escuchar los chismorreos de su peluquero a las pesadas hazañas de Hércules o Eneas. Estos personajes están tan encumbrados que hasta defecan mármol”.

En nuestra época, también tenemos arquitecturas de autor tan encumbradas y deificadas que hasta defecan mármol, aunque quizá debiéramos decir titanio o travertino, que se amolda más a las características de estos nuevos dioses de la arquitectura, que visten a la ignorancia con el disfraz de la abstracción.

sábado, 17 de mayo de 2008

El lenguaje de la arquitectura en el siglo XX


La Primera Guerra Mundial (1914-1918) supuso un inmenso cambio en la cultura Europea: la destrucción, pérdidas y depresiones que sufrieron muchos países llevó a éstos a replantear su situación artística. Si nos atenemos a un punto de vista materialista y estilista, este cambio era obvio debido a la escasez de dinero para construir obras extravagantes y recargadas. Pero no podemos quedarnos en eso; tenemos que fijarnos en la situación ideológica del momento. La primera guerra mundial supuso el fin de los imperios decimonónicos, la aparición de nuevos estados, el uso de nuevo instrumental bélico más rápido y destructivo... Pero no todo fue malo: permitió un avance de la medicina (ante la curación de las nuevas heridas) y los transportes (fue en esta época cuando se crearon las ambulancias). En general, fue el escenario donde se mostraron los progresos de la técnica decimonónica, y en muchos casos encontramos un sentimiento de entusiasmo ante lo que deparaba este nuevo orden: una nueva “era”, en la que las máquinas invadirían todos los aspectos de la vida del hombre y éste viviría en armonía con ellas. Esta nueva vida en comunión con las máquinas requiere un compromiso por ambas partes: en primer lugar, la vida del hombre debe adaptarse a la de la máquina, rápida, simple y eficiente, luego su modo de vida ya no será tan extravagante y recargado, sino que se simplificará y agilizará (esto se aprecia tanto en los vestidos como en la decoración de todo tipo de objetos). Por otro lado, las máquinas, al convivir con el hombre, han de seguir una estética para hacerlas adaptables a su entorno cotidiano, no sólo del trabajo.

Éste es el punto de partida de los movimientos de vanguardia. En el empeño de todas ellas está el armonizar la convivencia de la máquina con el hombre y la creación de una estética común para ambos. Así, estas son las premisas que definen movimientos tales como el Werkbund y la Bauhaus. Pero lo que comúnmente entendemos como vanguardias (neoplasticismo, futurismo...) suponen un paso más, pues serán las que verdaderamente acaben creando un nuevo lenguaje universal para el arte. En sus manifiestos, rechazan radicalmente toda conexión con el pasado (esto también se observa en la Bauhaus) y la consiguiente creación de un lenguaje universal. Al igual que Descartes, estos vanguardistas, crearon un sistema nuevo sin ninguna conexión con el pasado y que sentaría las bases del pensamiento posterior. Por otro lado, también suponen una superación de las ideas del eclecticismo: por vez primera se encontraba un estilo completamente universal y libre de trabas. Los eclécticos estaban equivocados cuando intentaban encontrar un lenguaje universal en la mezcla del pasado (el esperanto es una buena muestra de ello): en la “era de la máquina” el lenguaje era el de las máquinas y las ciencias que los fundamentaban, las matemáticas y la física. En definitiva, un lenguaje abstracto y de fácil comprensión por cualquier individuo del planeta; un lenguaje abstracto debía expresarse con símbolos también abstractos, de ahí el nacimiento de las nuevas formas totalmente rompedoras. Así, el periodo de las vanguardias supuso una época de renovación y optimismo para las artes, que encontraban así nuevas formas para su desarrollo, en perfecta consonancia con la situación sociopolítica del momento. Claro ejemplo de este nuevo lenguaje es el constructivismo ruso

La historiografía suele situar el culmen de las vanguardias con la exposición del Estilo Internacional, realizada en 1932 por Hitchock y Johnsons. Pero este muestrario, que teóricamente abarcaba todas las referencias de esta nueva arquitectura internacional y moderna, no fue sino el intento de definir un nuevo estilo, eso sí, totalmente desvinculado del repertorio tradicionalista anterior. Lo resultante fue un estilo “ecléctico” en el que la arquitectura será entendida como volumen, habrá un predominio de la regularidad en la composición y ausencia de decoración. A esto se le unió un marcado resentimiento hacia el tradicionalismo aunque no con los planteamientos de la arquitectura vernácula (en algunos casos). Este “estilo internacional” aglutinó a su alrededor todas las tendencias del Movimiento Moderno, aunque escogiendo sólo aquellas obras que representaban los principios que se consideraban como definitorios de un estilo internacional. Por otro lado, las monumentales monografías que de estos grandes maestros se editaron contribuyeron a su difusión por todo el mundo y, ante la falta de la antigüedad como referencia, sirvió de referencia a las nuevas generaciones, que acabaron imitándolas como cien años antes se imitaba el gótico o el renacimiento.

Además de esta exposición, los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna) sirvieron como punto de encuentro e intercambio de ideas de esta nueva arquitectura; de ellos salieron documentos tan importantes como la Carta de Atenas del Urbanismo de 1933 (que no se debe confundir con la de 1931 de Conservación e Intervención en el Patrimonio). Las ideas del urbanismo y arquitectura de los CIAM se difundieron rápidamente, si bien sus contenidos fueron malinterpretados a favor de la especulación, y desembocaron en uno de los elementos más típicos del crecimiento urbano de la segunda mitad del siglo XX: las urbanizaciones de bloques de pisos, auténticas colmenas humanas donde sólo importaba introducir al mayor número de gente sin preocuparse por crear un entorno con las debidas dotaciones. Esto último es quizá el elemento más característico y popular de la Arquitectura Española Contemporánea, donde los esfuerzos de Sert, Coderch, De la Sota y muchos otros, sucumbieron ante estos fríos bloques de pisos cuyos propietarios cierran los balcones con las características ventanas de aluminio en un intento de crear salones más grandes en los que mostrar la opulencia de una clase obrera que aspira a ser alta burguesía. Hay que matizar que esto último no es la esencia del Movimiento Moderno, sino su malinterpretación y adaptación estandarizada con fines especulativos. Con todo, el trasfondo de esta malinterpretación quedó latente y poco a poco se van aboliendo los principios de la arquitectura tradicional, y se ve como un triunfo del progreso la destrucción de los cascos históricos, cuyos espacios se reciclan con nuevas piezas estandarizadas sin tener en cuenta la posibilidad de la rehabilitación.

Sin embargo, no todo es negativo, pues hubo intentos de sistematizar esta nueva arquitectura, intentos siempre teóricos que fracasaron ante el nuevo e impositivo poder económico y especulativo: los trazados reguladores y el Modulor de Le Corbusier fueron el último intento por crear un sistema de proporciones que diera al edificio una escala y proporciones humanas. Pero, herido de muerte el gigante del clasicismo, las teorías de Le Corbusier no fueron sino una transfusión incompatible, que no hizo sino acelerar su proceso de degradación hasta el coma latente en el que se encuentra hoy día.

Los postulados de esta arquitectura internacional y funcionalista entran en crisis a partir de los años sesenta, cuando una nueva generación, criada y educada en estos principios, tiene la suficiente capacidad crítica como para revisar esta arquitectura, ponerla en crisis, y plantear alternativas. De esta revisión surgirán las corrientes que, en gran medida, han definido la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX: High Tech, Posmodernidad y Deconstructivismo. Las tres plantean una alternativa al Movimiento Moderno; el High Tech, tecnificándolo; la Posmodernidad, negándolo y apostando por una nueva arquitectura que tenga en cuenta las necesidades reales de la sociedad; y el Decosntructivismo, efectuando una trasgresión manierista de los principios de la Modernidad.

La primera variante viene de la mano del grupo Archigram, que va más allá del maquinismo y pretende que la ya clásica arquitectura funcional se adecue a las nuevas tecnologías; de hecho, el nombre de esta corriente significa “alta tecnología”, y sus intenciones son sobre todo, crear una arquitectura tecnificada e industrial. Esta corriente ha sido la que más aportaciones ha realizado en los últimos años, pues ha permitido un gran avance en las instalaciones de los edificios (calefacción, aire acondicionado…), y hoy día tiende a traducir a arquitectura los principios de la ecología y el desarrollo sostenible, con la introducción de la domótica y la arquitectura bioclimática, que por primera vez en la historia, son capaces de crear una arquitectura directamente derivada de la naturaleza y sus características ambientales.

La posmodernidad surge en sus inicios como una crítica hacia el carácter poco humano del Movimiento Moderno. Sus grandes teóricos hacen una valoración negativa de la arquitectura del siglo XX, pues la definen como “univalente” y “reduccionismo elitista”. La modernidad plantea una gramática universal que implica un desprecio por el lugar y la función, donde todo es intercambiable. Es más, esta gramática no supone ninguna liberación, en todo caso ha creado un estado de anarquía en el que todo vale, y que, según las tesis de Venturi, queda reflejado en dos iconos: el pato (forma simbólica que se apropia completamente de la arquitectura) y la caja decorada (bloque decorado en cuanto a su función y casi independientemente de la arquitectura).

La posmodernidad pretende una vuelta a los valores tradicionales, una nueva y verdadera oportunidad de crear una arquitectura para y del pueblo, a diferencia de la Moderna, que hacía gala de Despotismo Ilustrado. Los impulsores de este movimiento intentaron crear una tendencia hacia lo misterioso, lo equívoco y lo sensual y hacia un eclecticismo radical, como el resultado naturalmente desarrollado de una cultura de posibilidades de elección de los diferentes códigos arquitectónicos. Acepta y admite la necesidad de un código lleno de neologismos y cambios rápidos en la tecnología, el arte y la moda, pero que a la vez acepte, admita y conviva con otro popular, tradicional, de lenta transformación como una lengua viva, lleno de clichés y que hunde sus raíces en la vida familiar.

Quizá la gran aportación de la posmodernidad sea el redescubrimiento de las posibilidades de la arquitectura vernácula, y la aplicación de nuevas teorías a la restauración e intervención en el patrimonio arquitectónico. Con todo, este movimiento se banalizó demasiado y acabó sumido en la práctica en un caos y descontrol que convirtió en poco creíble y anda riguroso el esforzado intento por reabrir el dialogo con la clasicidad al que aludíamos en la introducción. Aún así, la posmodernidad supo dar grandes figuras teóricas como Venturi, Rossi, Zevi, Jencks, Rowe… y un genio en la nueva introducción de la clasicidad: Quintlan Terry.

Las causas del fracaso de este movimiento hay que encontrarlas en el hecho que la cultura arquitectónica estaba demasiado atrofiada y se había convertido en un debate elitista con mucha forma pero poco contenido, que discutía sobre temas intrascendentales para la vida cotidiana, y cuya implantación desembocaba en el fracaso de las ideas. Se construye para la sociedad pero sin ella, pues el hombre de a pie, el vulgo inculto arquitectónicamente hablando, no está a la altura de entender los planteamientos de la nueva arquitectura, que quiere regular e imponer sus formas sobre una sociedad que en su mayoría mira con nostalgia hacia la clasicidad y hacia lo kitsh como ideales de vida. Y en esta ambiente, la posmodernidad es medianamente acogida por la sociedad, pero totalmente rechazada por las elites artísticas.

Por último, el Deconstructivismo, el manierismo del siglo XX. Al igual que en el siglo XVI, este movimiento no rechaza la arquitectura del Movimiento Moderno, simplemente la trasgrede, la distorsiona y la traduce, al igual que Miguel Ángel, a términos escultóricos. Esta interpretación se hace a base de duros trazos y cortes en ángulo y caprichosas curvas, todo materializado en complicadas plantas y alzados a diferentes alturas, volumetrías irregulares, donde no se puede hablar propiamente de diferenciación, aunque a su vez todo está diferenciado. Como materialización teórica y práctica de la evolución del Movimiento Moderno, el Deconstructivismo supone una de las más ingeniosas innovaciones arquitectónicas de finales del siglo XX. Pero como heredera de la Modernidad, cae en su mismo error: los planteamientos del deconstructivismo son elitistas y selectivos, no están al alcance de cualquiera, y, al igual que en el arte contemporáneo lo que convierte a unos manchurrones de pintura en arte es un panel explicativo donde se cuente la vida licenciosa del autor, no todos están capacitados para entender una arquitectura que es muy libre y desinhibida en apariencia, pero donde todas las partes encajan con rigurosa exactitud y donde es imposible mover una pieza sin estropear todo el conjunto. En ese aspecto, está demasiado ligado a si mismo, a su reconstrucción, tanto o más lo estaba el manierismo y el renacimiento de Alberti o Bramante a la proporción del orden.

Sin embargo, el balance general del siglo XX en arquitectura debe ser positivo, quizá no tanto en cuanto a los debates formales y compositivos, sino a los soportes materiales que necesitaron para su construcción. Las técnicas constructivas han revolucionado y mejorado la vida del hombre, y día a día construcción y tecnología unen sus fuerzas explotando al máximo las capacidades ambientales y naturales del entorno para crear espacios habitables de calidad, más allá de las consideraciones formales.

jueves, 8 de mayo de 2008

Las licencias del eclecticismo

El siglo XIX es el siglo del triunfo de la burguesía. Tras la Revolución Francesa, serán las clases acomodadas y emprendedoras (que deben sus privilegios económicos a su esfuerzo personal y no al nacimiento) las que lleven las riendas del estado ya sea en forma de Repúblicas o en forma de Monarquías Parlamentarias y Constitucionalistas. Este ascenso de poder queda reflejado en un cambio en los conceptos de mecenazgo artístico: el arte se considera un producto cuya oferta o demanda depende del mercado y no de los caprichos de un aristócrata. Aparece el concepto de vida bohemia, donde el artista trabaja tanto por encargo como por iniciativa propia. Honore de Balzac, en su obra La Prima Bette, retrata las miserias de estos artistas y del mundo de altibajos profesionales en los que se movían. Sin embargo, este arte pronto se convierte en lucrativa fuente de ingresos al adaptarse a la producción industrial.

Ahora bien, esta producción industrializada del arte no es exclusivamente clásica, sino que comienza a combinarse en un alocado barajar de estilos, donde cada objeto, cada estancia y cada tipología edificatoria tenía un estilo predefinido en el que ser definido. Quizá esa este el principal problema del eclecticismo, el libre y descontextualizado empleo de los estilos arquitectónicos. Pero para la mentalidad decimonónica, este periodo fue asumido por muchos de sus contemporáneos como la verdadera consecución de las aspiraciones de la ilustración por crear un lenguaje universal.

Todo este debate sobre la multiplicidad de los estilos se inicia en Inglaterra, donde nunca había existido una ruptura total con el repertorio formal gótico (el llamado gothic survival del renacimiento –tudor- y barroco secular inglés), es en el siglo XVIII cuando se le da a este la misma categoría de importancia que las ruinas clásicas; ahora, además de los templos y basílicas, se estudiarán y se publicarán planimetrías de catedrales y monasterios ingleses. En ambos tipos de publicaciones se apreciaba la misma estética pintoresquista que en Piranesi, pero que aquí influyó de una manera inmediata en la concepción del edifico y el paisaje: éste ahora deberá identificarse con el entorno, luego todo el repertorio clasicista, con su perfecta simetría y elementos repetitivos, es sustituido progresivamente por formas asimétricas y repertorio formal basado en el gótico (pasaremos en breve a tratar su evolución). Las primeras apariciones de este neogótico tuvieron lugar en villas rurales a las que sus propietarios preferían dar un toque pintoresco en vez del monumental propio del palladianismo. Así, se comenzaron a construir villas de planta asimétrica, con un aspecto exterior abigarrada por la presencia de saledizos y entrantes, frontones, torres, pináculos, arcos ojivales, ventanas treboleadas y corona de almenas, que debía imitar la estructura progresiva de una construcción medieval. Sin embargo, el repertorio formal empleado era menos riguroso que el del también contemporáneo greek revival (versión más depurada del neoclásico basada en todos los estudios publicados en Inglaterra sobre los templos clásicos). Los criterios seguidos eran puramente decorativos; se tomaban elementos pertenecientes a diferentes obras y periodos del estilo gótico inglés o francés, todo a escala reducida y fabricado con revoque, madera ó papel maché, pintado en vivos colores y completado con la colocación de espejos –un mudo artificial y frívolo que aún tenía mucho que ver con el rococó y poco con la seriedad arqueológica que iba a caracterizar a este estilo ya en el siglo XIX. Brillantes ejemplos de los inicios de este estilo son las villas de Strawberry Hill y Arbury Hall, inmensos complejos que representaban también la proyección real de los relatos de las novelas góticas, auténticos best-sellers de la época. Al igual que la novela de caballería española (pero con una proyección mucho más fuerte, por cuanto los lectores podían imitar sin dificultad la vida y costumbres de los personajes), este género encontró su auge en una brillante novela que a su vez le sirvió de fin: La abadía de Northanger, de Jane Austen, en la que, de un modo muy irónico, narra la peripecias de una joven aficionada a las novelas góticas que pasa una temporada en una pintoresca propiedad con todas las características de este castle style.

Este contraste de impresiones entre la novedosa clasicidad y el tradicional gótico quedaba aún más agravado tras las experiencias adquiridas en el Grand Tour, una completa gira por Europa que se consideraba necesaria para la formación intelectual de la época. De esta forma, el viajero inglés, francés o alemán quedaba impresionado al visitar Italia o España y observar admirado que, además de las ruinas de la Antigüedad Romana (más impresionantes en vivo que en los simplificados grabados de los libros de arquitectura) y los grandes edificios del Renacimiento, también existían monumentos medievales, griegos o árabes (sobre todo en España, punto de escala facilitado por la presencia Británica en Gibraltar). Y si, buscando aventura, se adentraba en las tierras del Imperio Otomano (Los Balcanes, Asia Menor y Egipto), se le abrían las puertas de los misterios del Arte Bizantino y Egipcio, y la fastuosidad de las construcciones de los sultanes Turcos. Todo esto, visto desde la óptica racionalista y compendiadora de la Ilustración, desembocaba en monumentales monografías artísticas y diccionarios de ornamentación que poco a poco irán conviviendo con la clasicidad, al principio como alternativa caprichosa, y posteriormente como parte de un catálogo de decoración arquitectónica.

Esta ampliación de los términos del lenguaje arquitectónico más allá de la clasicidad se traduce en el intento de crear estilos nacionales. En el siglo XIX surgen los nacionalismos, que, fomentados por las aspiraciones románticas, buscan crear una identidad exclusiva para cada país ó región de Europa sin importarles la modificación de las tradiciones o la creación de otras nuevas sin fundamento racional. De esta forma, como alternativa al academicismo clasicista o conviviendo con éste, cada país intentará exaltar artísticamente el periodo más significativo de su historia: Inglaterra el Gótico; Francia el Barroco; Italia una mezcla entre Antigüedad Clásica y Renacimiento; España combinará las influencias musulmanas con el Renacimiento; Grecia mirará a la Antigüedad grecohelenística y al periodo bizantino… Y en países con tradición artística o protagonismo histórico de menor entidad, como los recién creados Estados Unidos, será donde se empleen las más alocadas y caprichosas combinaciones (a pesar de ser en este país, más que en ningún otro, donde el clasicismo se identifique con la democracia y el gobierno).

Pero el problema real de los eclecticismos no era tanto la irreflexiva combinación de estilos, como la nula adecuación entre estos estilos históricos y las nuevas técnicas constructivas. Aunque las críticas desde el mundo del arte eran muchas, en arquitectura sólo tres personajes supieron grosso modo aunar ambas tendencias: John Ruskin (1819-1900), Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc (1814-1879) y William Morris (1834-1896). En un extremo tenemos las teorías de Ruskin, quien defendía a ultranza el empleo de los nuevos materiales sin afectaciones ni florituras; en todo caso, aboga por una sinceridad estilítica y constructiva, acudiendo a materiales antiguos si se quiere hacer algo antiguo (con todo, no es partidario de la restauración). Y por otro, Morris y Viollet-le-Duc, quienes pretenden aunar los nuevos materiales con las formas estilísticas antiguas. Morris plantea una revisión de la producción industrial para crear una industria artística de calidad que combine lo mejor de las técnicas tradicionales con lo último en avances tecnológicos. Viollet-le-Duc aporta la creación del racionalismo estructural, un sistema basado en el gótico que pretende crear una estética medieval a partir del empleo de los nuevos materiales.

En una línea paralela a estos planteamientos teóricos está la crítica que en las academias realizaban quienes abogaban por una reforma de la enseñanza. Esta reforma en la enseñanza concierne, aparentemente, a la orientación estilística y a la oportunidad de incluir los programas de estudio de la Edad, Media, además de la Antigüedad y el Renacimiento, pero el verdadero problema reside en la enseñanza técnica y sus relaciones con la formación artística. Los grandes logros técnicos y constructivos tienen su mejor referente en las exposiciones universales, aunque en lo que respecta a control arquitectónico encontramos un problema cada vez mayor, pues las teorías racionalistas de Viollet-le-Duc no solían aplicarse, y los edificios que se construían en los múltiples estilos tradicionales seguían técnicas constructivas tradicionales. Incluso aquellos edificios que empleaban las técnicas modernas dejaban mucho que desear en lo que a decoración se refiere, pues ésta se utilizaba como vestido del edificio, siendo éste un amplio muestrario de los diccionarios de ornamentación a los que antes aludíamos. Esto supuso el mayor fallo de la “era de los eclecticismos”, y su condena a muerte y definitiva desaparición tras la Primera Guerra Mundial por parte de las nuevas vanguardias y el Movimiento Moderno.