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sábado, 29 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (VI)



The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Conclusión

Tom Wolfe muestra, en el caso de la pintura, una opinión contraria a los críticos más influyentes de mediados del siglo XX, quienes pretenden orientar el gusto del público hacia los suyos propios. Los pintores quedan relegados a un segundo plano frente sus valoraciones de los críticos de arte. Wolfe incide en el valor excesivo que se concede a la palabra escrita como vehículo de explicación de la obra pictórica, así como los mecanismos que siguen los críticos para evaluar las obras emergentes y elevarlas a categorías de interés o relegarlas en el olvido. Para describir todo ello el autor recurre a una serie de términos que configuran un discurso fresco y mordaz que contrasta con la gravedad con la que la crítica artística había sentado cátedra respecto al arte de mediados del siglo XX. Sin embargo, en el caso de la arquitectura el objetivo son los propios arquitectos que han configurado el Movimiento Moderno, generalmente europeos que emigraron a América entre 1920-1950 y que cambiaron radicalmente el modo de entender la arquitectura en Estados Unidos. Estos nuevos arquitectos además erradicaron la docencia tradicional de la arquitectura basada en el estudio del pasado, impidiendo por tanto cualquier vuelta atrás desde las propias escuelas. 

En ambos casos podemos hacer una analogía entre Wolfe y el cuento “El traje nuevo del Emperador”. Wolfe pretende actuar como el niño que denuncia la desnudez del soberano mientras los cortesanos adulan el traje invisible. Para ello emplea un lenguaje rápido y directo, sin concesiones a la retórica ni a las reflexiones elevadas, pues busca obtener rápidamente la complicidad de un público ya de por sí hastiado en las cuestiones del arte y la arquitectura moderna. Sus destinatarios, por tanto, no son las élites culturales que critica, sino un amplio espectro de la sociedad conservadora americana que nunca vio con buenos ojos estos experimentos. Es a ellos a quienes anima a denunciar la desnudez del emperador a través de un texto ácido que mueva a la hilaridad. 

Este propósito queda bien claro en el epílogo de “La Palabra Pintada”, donde predice un futuro donde el entramado de artistas y críticos que retrata acaben siendo curiosidades de museo a los cuales los visitantes acudirán sorprendidos a comprobar el poder de la crítica y del texto en el entendimiento del arte. De esto se puede deducir que Wolfe auguraba un futuro en el que esta forma de producir, entender y difundir el arte hubiera desaparecido, pero tampoco muestra cuál sería la alternativa a ese arte que critica. Probablemente deja esta puerta abierta y se reserva la alternativa que él preferiría personalmente en aras de dar un tono objetivo a su argumento. Así pues, no importa qué pudiere venir después mientras que sea diferente a lo que Wolfe critica. 

En “From Bauhaus to our House” no ofrece ninguna predicción en cuanto al desarrollo de la arquitectura, y el texto termina de forma un tanto abrupta con el edificio para la AT&T de Phillip Johnson. Podemos considerar que es otra manera pretender dar un discurso objetivo, pues a pesar de la enorme carga de opinión personal mordaz que contiene, no quiere mostrar abiertamente qué opción arquitectónica defendería. La experiencia de la pintura, las exposiciones y los críticos era mucho más inmediata y directa, pues el contacto con el público es mucho más continuo que el de los arquitectos y los edificios en cuanto a reflexiones teóricas. La última parte del texto toma la línea argumental de Charles Jencks en “El lenguaje de la Arquitectura Posmoderna” y aunque se pueda traslucir una cierta añoranza por las formas arquitectónicas del pasado, este ensayo de Wolfe no hace a los arquitectos de la época que plantean un retorno a las formas clásicas y tradicionales, como podría ser el caso de Quilan Terry por estar directamente referenciado en el texto de Jencks. 

Podemos considerar estas corrosivas valoraciones como un toque de atención hacia las élites culturales del siglo XX, una especie de memento mori con el que recuerda que al igual que la figuración y el clasicismo dieron paso a la abstracción y a la modernidad, éstas a su vez también sucumben al paso del tiempo. La vanidad de los esquemas teóricos que pretendieron redefinir el panorama cultural del siglo XX corren el riesgo de ser desbancados por otros esquemas igualmente vanidosos. Los artistas, críticos de arte y arquitectos modernos dinamitaron los cimientos de una tradición con el propósito de reinar sobre sus escombros y edificar un nuevo corpus conceptual. En cierto modo Wolfe escribe para recordarles que, tarde o temprano, su elaborado corpus también colapsará, y la vanguardia sufrirá el mismo escarnio que el kitsch.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (V)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Tom Wolfe ante la arquitectura

“From Bauhaus to our House” fue escrito seis años después que “La Palabra Pintada”, y Wolfe hace uso de los mismos recursos que en ese ensayo para describir la situación de la arquitectura estadounidense desde la década de 1930. El texto está organizado en siete capítulos más un prólogo. El título de cada capítulo es en sí mismo un resumen de su contenido y aunque el estilo es similar al del anterior ensayo comentado, la estructura argumental debe mucho del libro “El lenguaje de la Arquitectura posmoderna” de Charles Jencks, publicado 1977. De él toma Wolfe la idea del fracaso de la arquitectura moderna a la hora no ya de dar respuesta material a las necesidades de la sociedad tras la Primera Guerra Mundial, sino de ser capaz de transmitir un sentimiento de pertenencia a quienes la habitaban. A esta arquitectura, ejemplificada en el denominado “Estilo internacional”, se le opondría otra nueva que juega con el contraste, el guiño al pasado y la ironía hacia la modernidad. Sin embargo, se omite toda la carga teórica con la que Jencks justifica tanto el fracaso de la Modernidad como el surgimiento del nuevo lenguaje Posmoderno. Probablemente esto se deba a la necesidad de crear un texto breve que usa todo el entramado teórico de Jencks como hechos consumados sobre los que ejercer su propia crítica. 

La introducción es un breve alegato nostálgico y patriótico, donde recuerda la arquitectura anterior a la progresiva introducción de la modernidad en Estados Unidos, constatando cómo incluso los edificios construidos de acuerdo a esos nuevos cánones, necesitan dotarse en su interior de repertorios tradicionales. Al mostrar esto como una realidad objetiva, el autor consigue llamar la atención de quien lee y buscar su complicidad. Nuevamente nos encontramos con que no se está escribiendo para las élites culturales sino para un amplio espectro social que sigue vinculado a la estética de la arquitectura tradicional norteamericana. Wolfe se propone antes de iniciar el primer capítulo averiguar el por qué de ese cambio.

El primer capítulo hace un breve repaso por la arquitectura europea anterior a la primera Guerra Mundia. Su título, “Príncipe de Plata” hace referencia al apodo con que Paul Klee denominaba a Walter Gropius, el cual será mantenido por el autor a lo largo de todo el texto. Wolfe describe la admiración norteamericana por el nuevo panorama artístico y arquitectónico que se estaba gestando en la Alemania de la República de Weimar, con especial atención al radical sistema de enseñanza de la Bauhaus, que eludía cualquier influencia histórica para “partir de cero”. Esta expresión es usada por el autor a lo largo de todo el texto como forma de ridiculizar los principios de dicha escuela en particular y la arquitectura moderna en general. Sus vicios y virtudes se justifican únicamente a partir de ese deseo de hacer tabula rasa y “partir de cero”, lo cual era algo deseable en el contexto posterior a la Primera Guerra Mundial, pues un nuevo orden socio-político había emergido como consecuencia de la misma. A diferencia de la pintura, en cuyos cimientos teóricos estaba la lucha contra la sociedad, la arquitectura contaba con el apoyo institucional de la Escuela de la Bauhaus, si bien Wolfe se refiere a la Bauhaus y otros movimientos arquitectónicos de vanguardia como “camarillas”, en clara alusión a lo que en el anterior texto denominó “danza de los bohemios”. Le Corbusier es retratado como paradigma del arquitecto de la época, que se introduce en una de esas “camarillas”, la cual acaba liderando. 

Estas “camarillas” defendían, a través de sus manifiestos, una determinada forma de entender la arquitectura y el mundo que les rodeaba, aspecto tratado por Wolfe en el segundo capítulo, donde se nos muestra la estandarización de esas arquitecturas de vanguardia tas la exposición “Estilo Internacional” de 1932. El autor incide en la ironía que supone que una arquitectura surgida en Europa como forma de oposición a unas clases dominantes y a un orden que consideran superado tras la Gran Guerra, triunfe en Estados Unidos precisamente gracias a esas élites que han denostado. Así pues, unos principios que nacen para dar respuesta a los sectores sociales más desfavorecidos en oposición a la arquitectura opulenta de las clases dominantes (con una consiguiente carga ideológica), acaban teniendo éxito al otro lado del océano como arquitectura exclusiva de unas élites que siempre han mirado a Europa con admiración y envidia. 

La introducción y triunfo del Movimiento Moderno en Estados Unidos fue un proceso dilatado que fue acelerándose a medida que los grandes arquitectos de la vanguardia europea, sobre todo alemanes vinculados en mayor o menor medida con la Bauhaus, emigran a Norteamérica debido al ascenso de los diversos totalitarismos en Europa. Este es el propósito del tercer capítulo, donde estos arquitectos son denominados “dioses blancos”, entre quienes destacan Gropius y Mies van der Rohe, y a quienes Wolfe opone a Wright. Aunque el autor profesa cierta admiración por éste último, elogiando los desplantes que hizo a los arquitectos europeos que empezaban a hacerle sombra, incluye su actitud y su forma de entender la arquitectura dentro de las “camarillas”. 

De esta forma los arquitectos modernos irían “conquistando” las grandes escuelas del país y formando a nuevas generaciones en los nuevos principios. Sin embargo, estas nuevas generaciones, al igual que ocurrió con los que sucedieron a Greenberg, Rosenberg y el expresionismo abstracto, se revelaron contra sus maestros. Esto era reflejo a su vez de la oposición de amplias capas de la sociedad a esta nueva arquitectura, hecho al que el autor dedica el cuarto capítulo, titulado “huida a Islip”, en referencia a uno de los barrios residenciales preferidos por los neoyorquinos y cuya estética era la contraria a la que se pregonaba desde las escuelas de arquitectura. Wolfe concede especial importancia a la cubierta inclinada a dos aguas como símbolo de la arquitectura tradicional, frente al tejado plano característico de los modernos. Además, en este capítulo el autor arremete contra uno de los puntos en los que se apoyaba la difusión del Movimiento Moderno: se lamenta de que en virtud de la reducción de costes, la arquitectura se ha despojado de todo elemento no accesorio y como resultado sus usuarios se vean obligados a “decorar” esta arquitctura para poder “habitarla”. Wolfe replica los argumentos empleados tradicionalmente (no existen artesanos capaces de producir detalles ornamentales de calidad; y estos son demasiado caros), afirmando por una parte que ha sido la propia arquitectura moderna la que los ha avocado a la desaparición y por otra que la brutal reducción de costes de la misma hace que cualquier accesorio resulte caro. 

En este contexto pronto surgieron voces disidentes contra la sencillez de la ortodoxia modernas, a quienes Wolfe dedica el quinto capítulo y califica de “apóstatas”. El autor nos narra las vicisitudes de estos arquitectos, a quienes considera “demasiado americanos” y con ello intenta establecer una relación entre los orígenes europeos de los maestros emigrados, que nunca olvidaron sus experiencias y debates ideológicos en el viejo continente, con los nuevos arquitectos formados plenamente en la modernidad, nacidos en Estados Unidos y con una visión diferente. Estos arquitectos gozaron de éxito profesional, pero fueron denostados desde las universidades por sus profesores, pero a la vez aquellos asimilan las formas de éstos para generar sus propias camarillas y empezar a escribir un nuevo capítulo en la historia de la arquitectura del siglo XX. 

A esta nueva etapa está dedicado el séptimo capítulo, titulado “La Escolástica”. En él se nos habla de los arquitectos conformaron el corpus teórico de la posmodernidad, tal como fue entendida por Charles Jencks. Wolfe destaca por un lado la obra de Robert Venturi, y por otra la de los “blancos”, o los “Cinco de Nueva York”: Peter Eisenman, Robert Graves, John Hejduk, Richard Meier y Charles Gwathmey. Wolfe sigue aquí la misma línea argumental que Jencks y, comparado con el resto de capítulos, su estilo no es tan directo ni mordaz. Podría decirse que el autor entra en un campo que no domina con la soltura con la que dominaba, por ejemplo, la teoría del Expresionismo Abstracto o el Movimiento Moderno. Esto le lleva a ser mucho más cauteloso en sus afirmaciones y a que este capítulo sea más sosegado y de una mayor impresión de objetividad. 

Esta es también la tónica con la que se inicia el último capítulo. Su título hace referencia a los sucesivos debates que hubo entre los partidarios de Venturi y los de los “Blancos”. Los términos “plateado” y “argentino” del título hacen referencia a la todavía fuerte presencia de los arquitectos europeos que emigraron a EEUU, con Gropius, el Príncipe de Plata, a la cabeza. Wolfe introduce la figura de Rossi con la misma cautela que ha presentado a las anteriores y el tono del texto no cambia hasta las últimas páginas, cuando entra en escena Phillip Jhonson. El autor considera que su edificio para la AT&T en Nueva York como toda una declaración de intenciones de la modernidad, de la que este arquitecto se libera como si de un yugo se tratase. Wolfe había mencionado anteriormente a Phillip Johnson como un fiel discípulo de Gropius y Mies, a cuyos bies había estado (de rodillas, según el autor), hasta ese preciso momento. El texto concluye ironizando con la supuesta “apostasía” de Johnson ante la “camarilla” de arquitectos modernos, quienes a pesar de sus críticas contra este edificio, y de los elogios al mismo por sectores ajenos a las “camarillas”, continuarían ostentando la hegemonía de la arquitectura de los últimos años del siglo XX. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (IV)



The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982

Tom Wolfe ante el arte

“La Palabra pintada” se divide en seis breves capítulos, con un prólogo y un epílogo. Todos ellos tienen un estilo literario muy directo y rápido, casi como si Wolfe estuviera delante del lector contándole una anécdota. Esto contribuye a crear en cierto un ambiente de confianza que relaja al lector y le invita a asimilar rápidamente toda la carga conceptual que el autor suelta desde las primeras líneas. 

Los tres primeros capítulos están dedicados a mostrar el panorama de los artistas y las élites culturales en la ciudad de Nueva York, bautizada por Wolfe como “Culturburgo”, descritos desde el punto de vista del autor, quien cita a menudo a la prensa escrita como fuente a consultar o como mero recurso argumental con el que reforzar sus opiniones. Los tres últimos se centran en la progresiva relevancia que van adquiriendo críticos como Clement Greenberg y Harold Rosenberg como garantes del expresionismo abstracto, así como la pérdida de su hegemonía a medida que surgen nuevos movimientos artísticos. 

El prólogo es una breve introducción al tema que se pretende tratar. Wolfe muestra el panorama cultural en la prensa neoyorquina de mediados de la década de 1970 y se sorprende de la enorme carga teórica que necesita el arte contemporáneo para ser entendido. Esto, que se nos muestra como una revelación, es lo que da inicio a todo el discurso posterior. 

En un brevísimo repaso histórico por el arte de la primera mitad del siglo XX, el autor reduce la génesis y evolución de las vanguardias artísticas a dos términos: “Danza de los Bohemios” y “Consumación”. El primer término hace referencia a los entornos en los artistas se mueven, alejados de la oficialidad del arte académico, hasta cierto punto todavía predominante, y vinculados políticamente a movimientos de izquierda o progresistas. Este es un mundo cerrado, ensimismado, que en principio reniega del resto de la sociedad y proclama su aislamiento. Sin embargo, esos circuitos, denominados por el autor bohemios ( ambientes culturales marginales, en clara referencia a la acepción habitual del término), necesitan del resto de la sociedad para su propia subsistencia a través de la venta de sus cuadros. Es aquí donde entra el segundo término, referido al momento en que un determinado artista consigue reconocimiento social. Pero este reconocimiento no es extensible a la totalidad de la sociedad, sino que es exclusivo de unos pocos, denomiados por Wolfe le monde. 

De esta forma, el arte contemporáneo obtiene fama únicamente a través del mecenazgo de un reducido sector de la sociedad, que no necesariamente está interesado en la difusión y entendimiento masivo de este arte. Con esto se nos introduce en el segundo capítulo, que ahonda en el carácter elitista y en cierto modo “iniciático” que tiene el arte contemporáneo. Tanto los artistas como las élites culturales que los patrocinan conforman un espectro social separado, que en el caso norteamericano queda bien diferenciado por la enorme dicotomía que existe entre las grandes metrópolis del país y el carácter rústico del resto de su geografía. Así, los artistas pueden seguir clamando contra las convenciones de la sociedad y a la vez obtener el beneplácito de las élites. 

Pero estas élites culturales que ejercen su mecenazgo sobre los artistas contemporáneos han necesitado una formación para entender y apreciar ese arte exclusivo. Aquí es donde Wolfe introduce a los críticos, a quienes reconoce el mérito de hacer de intermediarios conceptuales entre el artista y el mecenas. Estos críticos, con Clement Greenberg y Harold Rosenberg a la cabeza, no opinan a posteriori, sino que se vinculan activamente al proceso de creación pictórica, de forma que son capaces tanto de dar una explicación, desde la teoría del arte, al acto que realiza el pintor, y transmitirlo a los posibles receptores de esas obras. Con ello no sólo explica, sino que también educa, y ahí es donde Wolfe descarga toda su crítica, en el poder que progresivamente van adquiriendo estos críticos. Según su razonamiento, puesto que únicamente ellos son capaces de entender estas expresiones artísticas, también está en sus manos seleccionar qué artistas son más adecuados para las teorías que defienden. Y por tanto, no divulgan una visión objetiva del arte contemporáneo, sino que han adquirido el poder suficiente para que se divulguen únicamente aquellos artistas que se amoldan a las teorías que, en muchas ocasiones, preceden a los cuadros. 

La teoría artística adquiere entonces un valor aún mayor que el producto artístico final y aunque en los siguientes capítulos el autor muestre cómo Greenberg y Rosenberg perdieron su hegemonía, también cuenta cómo su legado continúa. Las nuevas expresiones artísticas no descartan la figuración y otros recursos rechazados por estos críticos, pero no por ello dejan de necesitar una teoría artística que les de una explicación que ellas no pueden dar por sí mismas. Wolfe dedica los dos últimos capítulos del libro a mostrar ejemplos de cómo, los movimientos artísticos que siguieron al expresionismo abstracto también hicieron uso de la teoría y de la crítica para explicar lo que hacían, hasta el punto de que cada vez era necesario más teoría y menos producto artístico. Incluso Greenberg y Rosenberg pusieron el grito en el cielo ante estos abusos, pero Wolfe los despacha rápidamente considerándolos como unos progenitores que han perdido el control de sus vástagos, convertidos en monstruos. 

El autor concluye su ensayo con un breve epílogo en el que hace referencia al nacimiento de nuevas corrientes artísticas que vuelven a la figuración y que, según él, no necesitarían de elaboradas teorías para entenderse. Por tanto augura un futuro en el que el arte de mediados del siglo XX y sus elaboradas teorías serán vistos como una pintoresca curiosidad. 

sábado, 8 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (III)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.


Metodología

El estudio de estos textos se ha basado en tres líneas de actuación: por un lado se han identificado los temas comunes en ambos textos, y luego los específicos de cada uno, tanto en terminología como en conceptos. 

Para “La Palabra pintada” se han usado como textos de referencia los propuestos en la primera parte del curso, ya que buena parte de este ensayo hace referencia a sus autores y a la teoría artística que se infiere de los mismos. 

En “From Bauhaus to our House” los textos de referencia han sido tres: “Historia de la Arquitectura Moderna”, de Leonardo Benévolo (Gustavo Gili, 2010); “Historia crítica de la arquitectura Moderna”, de Kenneth Frampton (Gustavo Gili, 1994); y “El lenguaje de la Arquitectura Posmoderna”, de Charles Jencks (Gustavo Gili, 1980). Los dos primeros se han tomado como bibliografía general; sus textos se han considerado como objetivos al ser obra de obligada lectura para entender la arquitectura del siglo XX. De esta forma se puede contrastar lo descrito objetivamente por Benévolo y Frampton con las opiniones subjetivas de Wolfe. El tercer libro influenció bastante la redacción de la obra que comentamos y el propio Wolfe lo cita directamente y toma de él la idea de la arquitectura posmoderna como heredera de una modernidad agonizante y abocada al fracado. 


Estilo. Aspectos en común y contrastes

Tom Wolfe es uno de los fundadores de la corriente del “Nuevo Periodismo”, que se caracteriza, entre otras cosas, por aportar una dimensión estética a sus textos, de forma que éstos sean algo más que meras crónicas descriptivas y se asemejen a relatos, en los que se insertan diálogos realistas, descripciones detalladas, caracterizaciones y un lenguaje similar al hablado. Además, el periodista de esta corriente asume un mayor protagonismo y aporta una visión directa y personal de los hechos que narra. 

Los dos textos que analizamos ofrecen esas características. No se trata de un texto descriptivo en el que se establezca una cronología objetiva y lo más completa posible de las obras o conceptos más relevantes que han caracterizado el arte y la arquitectura de los años centrales del siglo XX. Wolfe aporta su particular punto de vista a lo largo de todo el texto, que efectivamente tiene más de relato contado a modo de experiencia propia del autor que de enumeración de unos hechos históricos. Así pues, la carga subjetiva es considerable en ambos textos, si bien se intenta enmascarar dentro de expresiones que aluden a una supuesta generalidad, de forma que parezca que no es Wolfe quien nos da su propia opinión sino que a través de sus palabras se transmite una impresión generalizada en toda la sociedad. Sin embargo, la manera de mostrar esa subjetividad es diferente en ambos textos. En “La Palabra Pintada”, Wolfe nos habla en primera persona de su experiencia directa en el contexto en el que se desarrollan los acontecimientos (la ciudad de Nueva York, bautizada como “Culturburgo”); la narración es dinámica, como si estuviera rememorando acontecimientos vividos sin solución de continuidad. Por contra, en “From Bauhaus to our House” el estilo es un poco más sosegado; Wolfe habla en primera persona pero no para contar su experiencia sino para dar su opinión. La narración sigue siendo rápida, pero al abarcar un ámbito geográfico mucho mayor, se hace más complicado expresar la experiencia directa, toda vez que es patente que para Wolfe es más sencillo describir una obra pictórica que un edificio. 

Además de estas similitudes en estilo, la línea argumental de ambos se basa en una dialéctica: el arte y la arquitectura modernos surgen como respuesta a un nuevo orden político y social surgido de las cenizas de la Primera Guerra Mundial. Este nuevo orden se plantea ideológicamente por oposición al anterior, de forma que desde el arte se veía a las clases dominantes hasta el momento como un sujeto a escandalizar con sus provocaciones e innovaciones estéticas como forma de concienciación. El nuevo arte adquiere por tanto un carácter revolucionario al cuestionar el orden establecido; sin embargo continúa necesitando que las clases dominantes actúen como mecenas. La única forma de conseguir que las clases dominantes continúen con su mecenazgo es convencerlas de las bondades de unas manifestaciones artísticas surgidas en principio para oponérseles. Ésta será la labor divulgadora del crítico en el caso de la pintura y la escultura, y la de los arquitectos que actúan como sus propios críticos y teóricos en el caso de la arquitectura. 

Por último, Wolfe desarrolla en ambos textos un universo de términos propios que usa como apoyo y énfasis de su crítica. Ésta va dirigida a colectivos concretos perfectamente definidos: los críticos y algunos artistas en el caso del arte, y los propios arquitectos en el caso de la arquitectura. Personajes, situaciones y conceptos e ideas claves dentro de la teoría del arte y la arquitectura de mediados del siglo XX son renombrados de forma que puedan expresar por sí mismos las ideas del autor. Como la valoración que se realiza en ambos ensayos es bastante peyorativa, la terminología de Wolfe en ambos textos tiende a exagerar y ridiculizar. En “La Palabra Pintada” estos términos tienden a englobar colectivos y costumbres más amplias relativas al mundo artístico de Nueva York, mientras que en “From Bauhaus to our House” Wolfe sobre todo renombra o pone apodos a los principales arquitectos de su discurso. 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (II)




The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.


Justificación de los textos elegidos.

Es en este contexto en el que hay que situar las dos obras de Tom Wolfe. La influencia Greenberg y Rosenberg trasciende los límites temporales y artísticos en los que escribieron y supone una forma de entender el arte contemporáneo y a su vez una nueva manera de ver el arte anterior al siglo XX con los mismos ojos que ellos nos han acostumbrado a ver el expresionismo abstracto. A partir de ese momento la labor del crítico será necesaria para controlar y contrastar el progreso del arte; no bastará con el simple genio del artista, sino que éste necesita ser entendido, explicado y difundido por la crítica a partir de unas herramientas lo suficientemente genéricas como para no haber perdido vigencia desde que fueron propuestas hace más de setenta años. 

A partir de la década de 1960 el panorama artístico cambia y con él la aparente hegemonía de la que estos críticos gozaban dentro del mismo. Aunque éstos se resistieron a perder ese papel, bien a través de la negación de estas nuevas experiencias, bien a través de su asimilación, lo cierto es que la puesta en duda de esa autoridad es síntoma del cambio que se produciría. Los nuevos artistas producen unas obras diferentes y en cierto modo opuestas a las anteriores pero que no podrían entenderse sin éstas ni los métodos que la crítica usó para encumbrarlas. “La palabra pintada” hace un recorrido irónico por el panorama artístico de esos años de nacimiento, hegemonía y decadencia de la crítica artística del expresionismo abstracto. En esta obra, Wolfe hace especial hincapié en el poder que habían alcanzado estos críticos a la hora no ya de explicar y entender qué estaba pasando, sino de marcar las pautas de lo que debería ocurrir y justificarlo por escrito. Junto a ellos hace un repaso a los artistas más vinculados a estos críticos y al panorama cultural que rodea a la pintura norteamericana de esos años. 

En el caso de la arquitectura, la crítica no fue tan poderosa y quienes ejercieron el papel de árbitros del gusto fueron los propios arquitectos europeos emigrados a Estados Unidos. A diferencia de los pintores encumbrados por los críticos de arte, relativamente jóvenes o con trayectorias en cierto modo endógenas (por ser productos genuinamente americanos), los arquitectos que introducen el Movimiento Moderno en Europa ya tenían fama y experiencia al llegar a Estados Unidos, por lo que no necesitaban a nadie que ejerciera de intermediario entre ellos y la sociedad. En cierto modo, estos arquitectos eran sus propios críticos y consiguieron cambiar el panorama arquitectónico estadounidense en apenas veinte años. 

Cuando se publica “From Bauhaus to our House” (hemos preferido dejar aquí el título original), los grandes maestros del Movimiento Moderno ya han fallecido y los arquitectos de la segunda generación han visto como el camino propio que ellos abrieron también ha sido cuestionado por otros arquitectos para quienes la ortodoxia de la modernidad no era capaz por sí misma de dar respuesta a los nuevos problemas de la sociedad post-industrial. Wolfe arremete aquí directamente contra los arquitectos más importante del siglo XX, sus teorías y sus edificios, a los que en cierto modo parece considerar opuestos a lo que debería ser la verdadera arquitectura norteamericana (sin que por ello plantee una alternativa). 

El interés de estos dos breves ensayos de Tom Wolfe radica en ofrecernos el punto de vista de alguien no formado específicamente en el arte y la arquitectura del segundo tercio del siglo XX desde; además muestra una visión contraria al elogio convencional al arte y arquitectura de esos años. Su estilo desprejuiciado y heterodoxo resulta interesante por cuando el panorama cultural norteamericano de mediados del siglo XX queda retratado bajo un punto de vista que huye del “culto a la personalidad” de los grandes artistas y arquitectos del momento. Además suponen una forma de adentrarse en la crítica de arte y arquitectura desde un enfoque que es, valga la redundancia, crítico con la crítica existente hasta el momento.

sábado, 25 de agosto de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (I)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 
From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Introducción. 

El siglo XX fue un siglo de progreso. Los avances científicos y tecnológicos mejoraron enormemente las condiciones de vida, y su uso con fines bélicos, además de matar a millones de seres humanos, cambió fronteras y regímenes políticos. El arte no podía permanecer ajeno a todos estos cambios y desde la Primera Guerra Mundial hemos asistido a un nuevo escenario donde las convenciones (figuración en la pintura y la escultura; arquitectura clásica y tradicional en arquitectura; melodías tonales en música) se revelaron obsoletas y dieron paso a una nueva forma de expresión con la que el artista y el arquitecto mostraban su visión de este mundo nuevo. Estas nuevas formas de expresión artística sufrieron en sus inicios el rechazo de una parte de los mecenas europeos y americanos, si bien la situación cambia con el tiempo y tras la Segunda Guerra Mundial asistimos a la plena aceptación de estas manifestaciones artísticas por parte de la élite cultural pública y privada. El papel de la crítica fue fundamental como herramienta docente con la que enseñar al público las virtudes de lo que poco tiempo atrás habían sido movimientos marginales. 

Hasta ese momento, gracias a que las convenciones artísticas habían permanecido más o menos inmutables desde el Renacimiento, era posible establecer un diálogo directo entre artista y mecenas desde el momento en que se iniciaba el proceso artístico, de forma que el resultado final también tenía una comprensión directa por parte de la sociedad receptora. Cuando los artistas inician nuevos caminos de expresión, la sociedad tiene dificultades para seguirlos conforme más se alejan de las convenciones. Es ahí precisamente donde, casi a la vez que el arte de vanguardia, surge la crítica de arte de vanguardia, mediante la cual se orienta al público por estos caminos. Pero esta orientación no siempre es desinteresada por parte del crítico; en ocasiones juega un papel fundamental su gusto o sus inclinaciones artísticas. Acabará convirtiéndose en un personaje importante vinculado a movimientos artísticos en general o a artistas concretos, aliado y enemigo por igual; su opinión será en algunos casos la que diferencie el éxito del fracaso. 

Ese es el ambiente que se da en Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. El no haber sufrido directamente los estragos de la Guerra mantuvo los tejidos sociales y productivos intactos e incluso durante los años en los que Europa intentaba liberarse del yugo del nazismo, las ciudades americanas contaban con una vida cultural muy activa en la que cada vez cobraban más importancia los denominados artistas americanos de vanguardia, quienes a partir del testimonio de las vanguardias europeas siguieron caminos propios en los que superaron a sus homólogos del viejo continente. Uno de esos movimientos artísticos que pronto alcanzaría fama y renombre internacional es el denominado “expresionismo abstracto”, que debe a la crítica buena parte de su génesis como manifestación artística genuinamente norteamericana. Críticos como Clement Greenberg o Harold Rosenberg contribuyeron con sus escritos a crear toda una teoría del arte contemporáneo que sirviera para fomentar la difusión de este nuevo estilo pictórico como para sentar los parámetros base sobre los que se pudiera asentar cualquier expresión artística posterior digna de ser considerada “moderna” o “vanguardista”. 

Mientras que desde el punto de vista de la pintura y la escultura, los artistas americanos crearon su propio camino que después sería exportado a Europa, la introducción de la arquitectura moderna en Estados Unidos es un producto importado directamente del otro lado del Océano. En los años en los que la Bauhaus o los constructivistas rusos contribuían a aportar el punto de vista arquitectónico al nuevo orden socio-político surgido de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos en particular, a excepción de algunos casos aislados como Wright, Schindler o Neutra, y América en general, continuaban con la tradición clásica en arquitectura, heredera directa de las enseñanzas de las Escuela de Bellas Artes de París. La exposición del Estilo Internacional de 1932 fue un primer y tímido intento de introducir los principios de la arquitectura moderna en Estados Unidos y durante los años posteriores, debido al ascenso de los totalitarismos en Europa, tendentes en líneas generales a perpetuar modelos artísticos convencionales, muchos arquitectos europeos de renombre a emigrarán a América. Una vez en Estados Unidos obtendrán importantes encargos y accederán a puestos docentes en las principales universidades, formando a nuevas generaciones en los principios del Movimiento Moderno. Estas generaciones, al igual que ocurría con pintores y escultores, marcarán sus propios caminos de la modernidad, en ocasiones separados pero siempre indisolubes a la estela marcada por sus maestros. 

Este es, en líneas generales, el estado del arte y la arquitectura norteamericanos entre 1940 y 1970. Durante la década de 1960 la segunda generación de artistas y arquitectos modernos empieza a cuestionar los fundamentos aprendidos de sus maestros, dando inicio a lo que se ha conocido como “crisis de la modernidad”. Esta crisis acabaría desembocando diez años más tarde en la denominada “posmodernidad”, en la cual el cuestionamiento de los principios modernos ha dado lugar a nuevos paradigmas. El sustento teórico del arte y la arquitectura de los años 40 y 50 se considera demasiado dogmático y empieza a resquebrajarse mientras se buscan nuevas alternativas, muchas de ellas basadas en las tradiciones negadas por la vanguardia.

domingo, 14 de agosto de 2011

Robert A. M. Stern, la presencia del pasado.

La televisión pública de Chicago ha preparado un interesante reportaje sobre el arquitecto Robert A. M. Stern con motivo de su reciente Premio Driehaus 2011. Este interesante video nos muestra la actividad de su estudio, sus obras, el testimonio de otros arquitectos, y el suyo propio. 


Para saber más sobre Robert A. M. Stern:






lunes, 8 de agosto de 2011

Robert A. M. Stern, ganador del Premio Driehaus 2011


Aunque de forma tardía, nos hacemos eco de la noticia del galardonado con el premio Richard H. Direhaus en 2011, que le fue entregado en una ceremonia el pasado mes de marzo en la Universidad de Notre Dame en Indiana. Como en entregas anteriores, el señor Stern recibió una maqueta en bronce del Monumento Corégico de Lisícrates y un premio en metálico de 200.000 dólares. 

Robert A. M. Stern fue uno de los primeros arquitectos que se sacudieron del yugo de la modernidad y volvieron la vista atrás hacia la senda perdida del clasicismo y la tradición. Además contribuyó a la génesis teórica de este movimiento con la definición del clasicismo moderno y sus cinco variantes: irónico, latente, esencialista, canónico y tradicionalismo moderno. El arquitecto se incluye a sí mismo en esta última categoría, que define como “el más pluralista de los enfoques del clasicismo moderno, imbuido en la convicción de que, aunque lo clásico sigue siendo un ideal permanente, al interactuar con lo vernáculo adquiere un sentido de realidad circunstancial, de lugar y de relación con unas tecnologías y programas en continua evolución, y también un sentido de oportunidad temporal. En otras palabras, un edificio tradicional puede producir la impresión de haber pertenecido siempre a un conjunto más amplio, y al mismo tiempo, en virtud de su tecnología y diseño concretos, transmitir una determinada identidad estética y un determinado momento histórico. En el tradicionalismo moderno no se idealizan ni se desprecian los lenguajes vernáculos de origen artesanal e industrial, sino que se adoptan por lo que son, u se deja que las cuestiones morales de la arquitectura se diriman en el ámbito político o ideológico, no en el estructural. El resultado es que el tradicionalismo moderno, aunque muchos arquitectos serían reacios a admitirlo, posee muchas de las cualidad del eclecticismo que vivificó la arquitectura del siglo XIX y principios del XX. El tradicionalista moderno no actúa de una manera general, sino que decide en cada caso cuál es el lenguaje arquitectónico que debe aplicar. El renovado interés de los arquitectos por utilizar estilos, ya sea modificados de acuerdo con un ideal romántico de individualismo artístico o en función de nuevas técnicas constructivas o de nuevos programas, ya sea de una manera pura y auténtica, pone de manifiesto su victoria sobre una de las mayores falacias del movimiento moderno: la idea de que la tecnología, la cultura y la política del siglo XX obligan a desarrollar una forma singular y universal de expresión artística, un estilo internacional único y distinto de todos los anteriores”. (1) 

Robert A. M. Stern se graduó en la Universidad de Columbia (B. A. Bachelor of Arts, 1960) y en la Universidad de Yale (Master in Architecture, 1965). Es miembro del Instituto Americano de Arquitectos (AIA, American Institute of Architects) y recibió la Medalla de Honor del Capítulo de Nueva York de la AIA en 1984 y el Premio del Presidente del Capítulo en 2001. Entre 1992 y 2003 formó parte del Consejo de Administración de la Compañía Walt Disney. En 2007 recibió el Premio Athena del Congreso para el Nuevo Urbanismo y fue nombrado Miembro de Honor de la directiva del Instituto de Arquitectura Clásica y América Clásica. En 2008 recibió el décimo Premio Vincent Scully del Museo Nacional de la Construcción. Como fundador y socio más antiguo de Robert A. M. Stern Arquitectos dirige personalmente el diseño de cada uno de los proyectos de la firma. 

El Sr. Stern es decano de la Escuela de Arquitectura de Yale. Previamente fue profesor de Arquitectura y director del Programa de Preservación Histórica en la Escuela de Arquitectura, Planeamiento y Preservación de la Universidad de Columbia. Entre 1984 y 1988 fue el primer director del Centro Temple Hoyne Buell de Columbia para el Estudio de la Arquitectura Americana. Ha dado multitud de conferencias en Estados Unidos y en el extranjero tanto en temas de arquitectura histórica como contemporánea. Es el autor de varios libros, y se han publicado quince libros sobre su obra. 

La obra del Sr. Stern se ha expuesto en numerosas galerías y universidades y forma parte de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Museo Metropolitano de Bellas Artes de Nueva York, el Museo Alemán de Arquitectura de Frankfurt, el Centro Pompidou de París, el Museo de Bellas Artes de Denver y el Instituto de Bellas Artes de Chicago. Fue seleccionado para representar la arquitectura de Estados Unidos en la Bienal de Venecia de 1976, 1980 y 1996. 

Los ganadores de las dos últimas ediciones, Rafael Manzano Martos en 2010 y Abdel-Wahed el-Wakil en 2009, pertenecían a ámbitos profesionales no anglosajones, por lo que esta entrega vuelve a premiar al “núcleo duro” del nuevo clasicismo, al ser Reino Unido y Estados Unidos las dos naciones donde este movimiento que busca recuperar el clasicismo para la arquitectura contemporánea. No obstante, es significativo que, al igual que el año anterior con Rafael Manzano, algunas revistas de arquitectura moderna y el propio Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España se hayan hecho eco de la noticia, demostrando cierto interés por la trayectoria profesional de estos “nuevos palladianos” a la vez que por el premio, asentado ya como equivalente al Pritzker de la arquitectura clásica. 

Para saber más sobre Robert A. M. Stern:







(1) Stern, Robert A. M. El clasicismo moderno. Ed. Nerea. Madrid, 1988. p. 187

jueves, 4 de noviembre de 2010

Columna posmoderna


Esta columna “ática” forma parte de las pérgolas del Parque del Tercer Depósito del Canal de Isabel II en Madrid, remodelado en 2007. Es un elemento muy sencillo, con una basa de hormigón prefabricado, un fuste de ladrillo visto, un capitel metálico mínimo y una viga metálica a modo de entablamento.


A pesar de que los prejuicios que se instauran desde las Escuelas de Arquitectura llevarían a muchos a considerarlas pastiche, lo cierto es que estamos ante un magnífico ejemplo de los caminos que debería haber tomado ese clasicismo posmoderno que pronto perdió el norte entre referencias irónicas y semióticas.

Sin embargo, aquí nos encontramos con elementos más característicos de la modernidad al servicio del clasicismo: el hormigón para la basa, que se convierte en un elemento clásico producido en serie con uno de los símbolos de la audacia estructural moderna; el fuste de ladrillo visto parece ocultar un núcleo de hormigón armado o metálico, lo que refuerza la idea de cerramiento independiente de la estructura a la vez que el propio diseño decide integrarse en el paisaje urbano más castizo de Madrid con su vivo ladrillo rojo llagueado; el capitel, metálico, también está producido en serie y cumple su doble función de remate de la columna y goterón para impedir que el agua de lluvia corra por el fuste; y por último la viga metálica IPN, símbolo absoluto del dominio tecnológico del Movimiento Moderno, nuevo orden para la nueva arquitectura, queda aquí convertido en entablamento de esta suerte de orden toscano moderno que, siguiendo la clasificación que estableció Robert A. M. Stern hace treinta años, queda encuadrada de pleno derecho en el tradicionalismo moderno.



viernes, 27 de agosto de 2010

Discurso de SAR el Príncipe de Gales en el 150º aniversario del Real Instituto de Arquitectos Británicos (1984)

Autor: SAR Príncipe Carlos
Traducción: Pablo Álvarez Funes

Discurso de SAR el Príncipe de Gales en el 150º aniversario del Real Instituto de Arquitectos Británicos (RIBA), Real Noche de Gala en el Palacio de Hampton Court. 30 de mayo 1984

Señoras y señores, parece totalmente apropiado para este año de aniversario que el Real Instituto de Arquitectos Británicos nombrara a D. Charles Correa a la Reina para recibir la Real Medalla de Oro de Arquitectura. He oído que es un genial arquitecto moderno, responsable de una arquitectura moderna espléndidamente brillante y sensible, invariablemente de bajo costo. Pero es su imaginativa preocupación para aquellos que sufren el impedimento de la pobreza en Bombay, y el tercer mundo en general, lo que le ha hecho justamente famoso. Es por ello, así como por su suprema capacidad como arquitecto, que se le está homenajeando noche.
Parece que los sesquicentenarios vienen seguidos en nuestro tiempo. El año pasado fui invitado a ser Presidente de la Asociación Médica Británica por su 150 aniversario y disfruté gratamente con esa función. Estoy enormemente agradecido, debo decir, por que no me hayan pedido que sea Presidente de la RIBA este año porque si bien es relativamente fácil ser un hipocondríaco es probable que sea mucho más difícil llegar a ser su equivalente arquitectónico. Por otra parte, el padre de mi tatarabuelo, El príncipe Consorte, se complacía con una especie de hipocondría arquitectónica tan a menudo como podía.

Osborne y Balmoral son, por supuesto, los ejemplos más evidentes de su compromiso personal con el diseño de los edificios pero también se ocupó del diseño de edificios agrícolas e interiores domésticos. Ningún detalle era demasiado pequeño como para escapar a su atención y, como resultado, nos dejó una serie de edificios que no dejan de fascinar y que muestran gran individualidad (aunque siempre originalmente inspirados en algún estilo arquitectónico anterior). Por lo que el príncipe Alberto se refería, el embellecimiento parece haber sido un ingrediente vital para cualquier edificio y lo mejor a más simbólico.
A veces no puedo dejar de preguntarme si alguno de sus diseños obtendría permiso de construcción en estos días. En la actualidad, con la reacción al movimiento moderno que parece estar teniendo lugar en nuestra sociedad, sería posible. Al fin el público está empezando a ver que es posible, e importante en términos humanos, respetar edificios antiguos, tramas urbanas y escalas tradicionales y, al mismo tiempo, no sentirse culpable por una preferencia para las fachadas, ornamentos y materiales blandos. Por fin, después de presenciar la total destrucción de la vivienda victoriana y georgiana en la mayoría de nuestras ciudades, el público ha empezado a darse cuenta de que es posible restaurar edificios antiguos y, lo que es más, que hay arquitectos dispuestos a emprender tales proyectos.
Me parece que, durante demasiado tiempo, algunos urbanistas y arquitectos han ignorado los sentimientos y los deseos de la masa de la gente común en este país. Tal vez, cuando se piensa sobre ello, no es de extrañar cómo los arquitectos tienden se han capacitado para diseñar edificios desde cero, a derribar y reconstruir. Salvo en los cursos de Diseño del Interior, a los estudiantes no se les enseña a rehabilitar, ni nunca se reúnen con los usuarios finales de los edificios durante su formación – de hecho, a menudo pueden pasar por toda su carrera sin hacerlo. Por consiguiente, un gran número de nosotros hemos desarrollado un sentimiento de que los arquitectos tienden a diseñar casas para la aprobación de sus colegas arquitectos y los críticos, no para sus propietarios. Los mismos sentimientos, por cierto, han sido compartidos por personas con discapacidad que consideran que con un poco más de pensamiento, consulta y planificación, su vida ya de por sí difícil podría hacerse mucho menos complicada. Dicho esto, me han dicho que el Departamento de Medio Ambiente está preparando una enmienda al Reglamento de Construcciones lo que permitirá en un futuro que los edificios tengan que ser proyectados de forma que sean accesibles, lo que a su vez será más fácil para los arquitectos que trabajan para sus clientes. Esta es una excelente noticia y, finalmente, podría transformar la vida de más de dos millones de personas en todo el país.

Quiero aprovechar esta oportunidad también para expresar mi gratitud al Presidente de la RIBA por su disposición a unirse a un grupo de arquitectos, planificadores, funcionarios gubernamentales, periodistas y personas discapacitadas que vinieron a almorzar conmigo en marzo para discutir este gran problema. También me gustaría decir lo impresionado que estoy de ver cómo la RIBA ha superado la dificultad de acceso a su sede en Londres por medio de una ingeniosa combinación de escaleras y rampas. Sé que muchos arquitectos son ahora plenamente conscientes de las necesidades de las personas con discapacidad y de su comprensible deseo de vivir lo más cerca de una vida “normal” como sea posible. Debido a esta toma de conciencia cada vez mayor por parte de arquitectos y planificadores, estoy seguro de que habrá un progreso considerable en este campo. Pero hay un problema particular a superar y ése es la normativa contra incendios que se aplican a todos los edificios públicos. Selwyn Goldsmith escribió sobre esto en su “Diseño para las Personas con Discapacidad”, a cuya redacción contribuyó la RIBA en 1961. En referencia a los riesgos que para las personas con discapacidad tienen los edificios y las exigencias existentes para un control estricto, dice: “Para aquellos que administran la normativa contra incendios el camino más fácil siempre es decir, ‘sí, tenemos que imponer más controles porque se preocupan de personas que mueren’. La alternativa más difícil es decir ‘no, no deberíamos, porque estamos preocupados por las personas que viven’”.

Estar preocupado por la forma en que viven las personas; por el medio ambiente que habitan y el tipo de comunidad que se crea ese ambiente sin duda debe ser uno de los requisitos principales de un buen arquitecto. Ha sido muy alentador ver el desarrollo de la arquitectura de comunidades como una reacción natural a la política de desplazar a la gente a nuevas ciudades y urbanizaciones hacinadas donde el se destruyeron las redes de apoyo de la familia extendida y se perdió la vida comunitaria. Ahora, además, estamos asistiendo a la expansión gradual de las cooperativas de vivienda, particularmente en las áreas interiores del centro de la ciudad de Liverpool, donde los inquilinos son capaces de trabajar con su propio arquitecto, quien escucha sus comentarios e ideas y trata de diseñar el tipo de entorno que desean, en lugar del arquitecto que tiende a imponerse sobre ellos sin ninguna capacidad de elección. Este tipo de desarrollo, en cuya vanguardia están personas como el Vicepresidente de la RIBA, Rod Hackney, y Ted Cullinan – un hombre tras mi propio corazón, pues cree firmemente que el arquitecto debe producir algo que sea visualmente hermoso así como socialmente útil- ofrece algo muy prometedor en términos de renovación del centro urbano y la vivienda urbana, por no mencionar el diseño del jardín comunitario.

Estoy seguro de que el tipo de desarrollo que deberíamos examinar más de cerca consiste en invitar a la comunidad de clientes a participar en el proceso detallado de proyección en lugar de exclusivamente la autoridad local. Aparte de esto, tenemos la suposición de que si las personas han desempeñado un papel en la creación de algo probablemente la tratarán como su propia posesión y cuidarán de ella, reduciendo así el problema del vandalismo. Lo que creo que es importante acerca de la arquitectura de comunidades es que se ha mostrado a la gente “normal” que sus opiniones son relevantes; que los arquitectos y los planificadores no tienen necesariamente el monopolio del gusto, el estilo y la planificación; que no necesitan sentirse culpables o ignorantes si su preferencia natural es para los más diseños “tradicionales” – para un jardín pequeño, patios, arcos y pórticos; y que hay un número creciente de arquitectos dispuestos a escuchar y ofrecer ideas imaginativas.

En ese sentido, no puedo evitar pensar en lo mucho más valioso que habría resultado un enfoque comunitario sobre el proyecto de Mansion House Square. Sería una tragedia si el carácter y el perfil urbano de nuestra capital siguiera en ruinas y San Pablo fuera eclipsada por otro enorme muñón de vidrio, más propio del centro de Chicago que de la ciudad de Londres.

Es difícil imaginar que Londres antes de la última guerra debía tener uno de los perfiles urbanos más bellos, si creemos a quienes lo recuerdan. Quienes lo hacemos, decimos que la afinidad entre los edificios y la tierra, a pesar de inmenso tamaño de la ciudad, era tan estrecha y orgánica de las casas parecían casi haber surgido de la tierra y impuesto sobre ella - surgidas por otra parte, de tal manera que el menor número de árboles fueran arrojados del camino.
Quienes lo sabían entonces y la amaban, como muchos británicos aman Venecia sin muñones de hormigón y torres de vidrio, y quienes puede imaginar cómo era, deben asociarlo con los sentimientos expresados en una de las primeras y más exitosas novelas de Aldous Huxley, Antic Hay , donde el personaje principal, un arquitecto fracasado, descubre una maqueta de Londres tan como Christopher Wren la quería reconstruir después del Gran Incendio, y describe cómo Wren estaba obsesionado con la oportunidad que el fuego dio a la ciudad para reconstruirla con una visión mayor y más gloriosa.

Entonces, ¿qué estamos haciendo a nuestra ciudad capital ahora? ¿Qué le hemos hecho desde los bombardeos durante la guerra? ¿Qué vamos a hacer en breve a una de sus zonas más famosas, Trafalgar Square? En lugar de proyectar una ampliación de la elegante fachada de la Galería Nacional, que complemente y siga el concepto de las columnas y las cúpulas, parece como si estuviéramos delante de una especie de estación de bomberos municipal, rematada por la torre que contiene la sirena. Entendería mejor este tipo de enfoque de alta tecnología si demolieran la totalidad de Trafalgar Square y se proyectara de nuevo con un solo arquitecto responsable del proyecto completo, pero lo que se propone es como un monstruoso furúnculo en la cara de un amigo muy querido y elegante.

Además, me supera por qué alguien que desee mostrar los cuadros del Renacimiento temprano pertenecientes a la galería deberían hacerlo en una nueva galería tan manifiestamente en desacuerdo con todo el espíritu de esa época de divina proporción. ¿Por qué no podemos tener esas curvas y arcos que expresan sensibilidad en el diseño? ¿Qué pasa con ellos? ¿Por qué todo tiene que ser vertical, recta, inflexible, sólo en ángulo recto - y funcional?

Como si la extensión de la Galería Nacional no fuera suficiente ahora al parecer se está planificando la ampliación del gran edificio ovalado del siglo 19, conocido como el Gran Hotel, que se levanta en la esquina suroeste de Trafalgar Square y que se salvó de la demolición en 1974 después de una campaña para rescatarlo. Al igual que con la Galería Nacional, creo que el plan es convocar un concurso para esta reforma, en cuyo caso sólo podemos criticar a los jueces y no a los arquitectos, pues sospecho que habrá algunas entradas representante de la actual escuela de pragmatismo romántico, y que podría ofrecer al menos una alternativa.

Goethe dijo una vez: "no hay nada más terrible que la imaginación sin gusto". En este año del 150 aniversario, que ofrece una oportunidad para una mirada fresca a la trayectoria a seguir y teniendo en cuenta que probablemente se estén ahora arrepintiendo de haberme pedido que participara, me permito expresar la sincera esperanza de que los próximos 150 años verán una nueva armonía entre imaginación y gusto y en las relaciones entre los arquitectos y las gentes de este país.
El "monstruoso furúnculo" del estudio Ahrends, Burton & Koralek. Propuesta ganadora del concurso de ampliación de la Galería Nacional de Londres (1982).

El "Ala Sainsbury" de la Galería Nacional, tal como fue consturida por Robert Venturi (tras un nuevo concurso convocado en 1984).

Fachada del "Ala Sainsbury" de la Galería Nacional. Arq: Robert Venturi.

Maqueta del "Ala Sainsbury" de la Galería Nacional. Arq: Robert Venturi.

domingo, 15 de agosto de 2010

Regreso al Futuro: El Arte Eclesiástico tras la Posmodernidad.

Autor: Dr. Janet Rutherford.
Traducción: Pablo Álvarez Funes.

“El viejo arte Cristiano debería renacer: en su espiritualidad, no en sus formas” – Peter Lenz, La estética de Beuron.

¿Existe un futuro para el arte eclesiástico que continúa con las tradiciones del pasado, sin ser meramente imitativo: reciclando antiguos modelos y estilos? Me gustaría pensar que sí, pero sólo redescubriendo los principios en los que se basaba el arte del pasado tendrán los artistas la comprensión necesaria para crear el arte del futuro. Por supuesto, la arquitectura occidental está basada en principios físicos y geométricos conocidos desde la Antigüedad. Por esta razón los arquitectos que continúan la tradición gótica o clásica son capaces de hacerlo de forma tan creativa, sin reducirla a la simple copia de edificios existentes. Por contraste, las artes decorativas están en crisis. Los árbitros de la moda artística han omitido deliberadamente los principios de la estética occidental de la docencia artística, del mismo modo que nunca se enseñó a deletrear o puntuar a muchos niños de la década de 1960. A menos que los artistas occidentales recuperen los principios estéticos del clasicismo, nos espera el gran vacío blanco del minimalismo, como se puede apreciar en el “renovado” monasterio de Novy Dvur en la República Checa, legado a la posteridad por John Pawson.

Estética y simbolismo Sacramental en los Padres de la Iglesia.

Pero para crear un arte eclesiástico no es suficiente el conocimiento de principios estéticos y compositivos. En un contexto teológico y litúrgico la estética no es un asunto aislado. Como los Pitagóricos y Platónicos de la Antigüedad, los Padres de la Iglesia consideraron la estética como clave de toda la estructura doctrinal y simbólica de la teología – inseparable, por ejemplo, de la teología moral y sacramental, o del simbolismo de la liturgia. Por esta razón, formar un arte eclesiástico para el futuro sólo es en parte cuestión de enseñar a los artistas principios de composición clásica. Fundamentalmente comprende un acuerdo entre las partes implicadas en decisiones sobre decoración de iglesias, de teología litúrgica y sacramental de la cual la estética Cristiana es una parte. Una parte vital de lo que los Padres tienen que enseñarnos surgió de la primera gran controversia iconoclasta en los siglos VIII y IX. Aunque la crisis afectó principalmente a las Iglesias Orientales, permitió el desarrollo de una teología estética alrededor del Séptimo Concilio Ecuménico y constituye de hecho un buen punto de inicio.

La nueva capilla monasterio de Novy Dvur en la República Checa. Fotografía: Monasterio de Novy Dvur.

La importancia doctrinal de la imaginería.

El principio iconográfico principal que se deriva de los eventos en torno al Séptimo Concilio Ecuménico (787) es que la imaginería de la Iglesias Cristianas no sólo es permisible, sino necesaria. Creando imágenes de Cristo y los Santos afirmamos la unidad de la Persona de Cristo y la completa realidad de su naturaleza humana Encarnada. Hoy día le restamos relevancia a este importante principio. De hecho, la capilla del monasterio de Novy Dvur podría haber contado con la completa aprobación de los emperadores inconoclastas del siglo VIII, quienes sostenían que los únicos elementos materiales que tienen carácter sacramental eran los Eucratísticos, y el único símbolo Cristiano permitido era la cruz. Los únicos objetos sagrados en esta capilla son la Hostia en el Sagrario y la cruz en el altar. La necesidad doctrinal de representar a Cristo y a los Santos en las Iglesias es parte de la ortodoxia Cristiana, y sobre estas bases debemos construir.

La Unidad Esencial entre Arquitectura, Arte y Liturgia.

Otro importante principio que surge de la crisis iconoclasta Oriental era que debía haber una unidad esencial entre el edificio de la iglesia, su arte interior y el simbolismo sacramental del rito que santifican. En las iglesias Ortodoxas esta unidad se representa en parte por la imagen individual que ocupa un determinado lugar en el esquema general del interior de la iglesia, de la misma forma que cada santo y ser celestial ocupa su lugar particular en el Reino de los Cielos. Pero no estoy sugiriendo que el esquema de las iglesias Ortodoxas debiera ser impuesto a las iglesias Occidentales. Un esquema organizativo proporciona una narración que se extiende según el ojo se mueve por la iglesia. La planta centralizada de las iglesias Ortodoxas (derivadas del antiguo martyria), con su planta cuadrangular combinada con una cúpula central, mueve el ojo por un camino diferente al de la planta cruciforme de muchas iglesias Occidentales. Existen en efecto iglesias centralizadas neoclásicas en las que el patrón hierático de la iconografía bizantina siempre ha sido apropiado, dirigiendo el ojo alrededor y hacia la cúpula. Pero incluso aquí, debido la ausencia del iconostasio, con la consecuente invisibilidad del altar en las iglesias Ortodoxas, hace que la adopción exacta de este esquema sea inadecuada. En una iglesia cruciforme el ojo se dirige al fondo de la nave, hacia el altar, y en última instancia hacia cualquier elemento del muro occidental; y la organización de la imaginería debería respetar este recorrido. El principio de integridad iconográfica no es por tanto cuestión de imponer un esquema concreto en todas las iglesias, sino que en integra la comprensión del simbolismo subyacente a la liturgia y el edificio eclesiástico.

Lo importante aquí es que el arte y arquitectura de una iglesia debería afirmar la completa unidad de la naturaleza humana y divina de Cristo, igual que es santificada en la liturgia Eucarística. La iconografía Ortodoxa lo consigue con imágenes bidimensionales (relativas a la naturaleza divina de la resurrección de la carne), pero usando el lenguaje simbólico de los iconos para enseñar la naturaleza humana de Cristo y la vulnerabilidad de su verdadera encarnación. Afirmar ambas naturalezas de Cristo también es inherente en las dos comprensiones simbólicas complementaras que sobre la liturgia tiene la Ortodoxia. Por un lado somos llamados a la anamnesis de la vida temprana, ministerio, sacrificio y Resurrección de Cristo. Pero también se nos llama a ver el lugar que ocupan la Encarnación y Resurrección de Cristo en la historia de la salvación, desde la Creación al banquete escatológico. Estos dos simbolismos Eucarísticos complementarios deberían, según el principio de integridad, informar de la organización simbólica y la forma de la imaginería interior de una iglesia.

Entonces, con este principio podemos decidir la organización de la imaginería bajo las bases de un tipo arquitectónico de iglesia determinado. El contenido de esa imaginería está abierto a un amplio campo de elección y estará inevitablemente relacionado por la dedicación de la iglesia. Lo esencial es que todas las imágenes deberían coexistir en un simbolismo unificado que hiciera referencia a una de estas dos (o a ambas) narrativas simbólicas: la de la vida de Cristo (y sus santos) y la historia de la salvación como un todo. Si se adoptan estos principios, lo único a prescribir es que, en cualquier narrativa, el altar simbolice la Pasión, ya sea en la historia de la vida de Cristo o en la totalidad de la historia de la salvación. Las imágenes de la Resurrección, Ascensión, Cristo entronado en su gloria, el banquete escatológico, etc., deberían ser las más apropiadas para los lugares hacia donde se dirige la vista: el muro oriental o el techo (si no en ambos).

Nuestra Señora, Asiento de de Sabiduría en el santuario de la Iglesia de la Anunciación en Praga-Smíchov, en la Escuela de Beuron.

Forma y estilo de la representación artística.

Derivado de la necesidad de tener un arte integrado con la arquitectura y hacer justicia a la naturaleza humana y divina de Cristo, podemos preguntar: ¿Qué forma o estilo de representación arquitectónica y artística es apropiada para una iglesia concreta? Desde el principio de integridad simbólica, me gustaría derivar el principio de complementariedad estilística. Habiendo afirmado la unidad de las naturalezas humana y divina de Cristo en el simbolismo del esquema organizativo de la imaginería, necesitamos crear espacios litúrgicos en los que honrar a Dios como personas enteramente íntegras, es decir, con nuestras facultades de razón e intuición, o pensamientos y sentimientos. Del mismo modo que afirmamos la integridad de Cristo como una Persona, humana y divina, para ser conformados a su imagen, necesitamos acercarnos a Dios como seres humanos íntegros, cuyos pensamientos son informados por sus sentimientos y cuyos sentimientos son razonables. Aquí podemos recurrir a la enseñanza del asceta del siglo V, Diadocos de Fótice. Él creía que como resultado de la caída de Adán y Eva, nuestros sentimientos estaban desconectados de nuestra razón; y que sólo la Encarnación y Resurrección de Cristo posibilitaría a los seres humanos la recuperación de su integridad. Esto me resulta muy similar al pensamiento de Benedicto XVI sobre la necesaria integridad de pensamiento y sentimiento. Adorar a dios con sólo con nuestra mente nos reduciría al estado de los iconoclastas, a dividirnos en dos y al mismo tiempo renunciar a la Unidad de la naturaleza humana y divina de Cristo. Por otro lado, confiar sólo en nuestras emociones no nos lleva a ninguna parte, pues no seremos capaces de emitir juicios críticos sobre la bondad o maldad innata que nos traen nuestros sentimientos. La forma arquitectónica del edificio, por tanto, junto con el esquema y tupo de su imaginería, debe, como unidad simbólica, arrastrarnos en su conjunto e integrar a las personas de forma que centren su atención sobre lo que pasa en la liturgia.

Creo que visto de esta forma, el estilo arquitectónico y artístico de una iglesia deben tratar de ser complementarios antes que idénticos, ayudando a unir, como pueblo, nuestras naturalezas racional e intuitiva en una atención integrada a Dios. Una forma de hacer esto podría ser combinar arte realista y emotivo con una arquitectura ordenada y simétrica, y en ese sentido “racional”. La arquitectura neoclásica se combinaba con arte altamente representativo, como atestiguan muchas iglesias del Alto Renacimiento.

La arquitectura gótica por otro lado siempre ha intentado elevar la imaginación y el espíritu a niveles de contemplación inaccesibles al razonamiento verbal. Siguiendo el principio de complementariedad, sostengo que en las iglesias neogóticas el arte más apropiado es aquel que es figurativo pero no representativo, como el arte idealizado y abstracto de la Edad Media.

Pero ¿podemos quedarnos simplemente con la opción de replicar los estilos medieval y renacentista? Precisamente por tener una compresión de los principios de integridad y complementariedad, el diseñador puede liberarse y explorar una amplia variedad de expresiones artísticas para crear un espacio litúrgico apropiado: un espacio que incorpore el simbolismo de la vida de Cristo y la Historia de la Salvación, e integre para lograrlo un arte representativo aplicado a una arquitectura austera y simétrica. El problema más urgente es saber cómo crear un arte moderno idealizado que se complemente con una arquitectura emotivamente edificante. Lo que necesitamos es un arte occidental que consagre los mismos principios que los que se encuentran en la iconografía oriental a la vez que permanecen en la tradición artística occidental. Así, no estoy sugiriendo la adopción servil de los principios compositivos de la iconografía Ortodoxa. Esta iconografía – literalmente “escritura de iconos”- necesita ser interpretada por aquellos formados en la tradición Ortodoxa. No podemos sacarla de su contexto y colocarlo en otra cultura eclesiológica (particularmente porque el arte tiene un significado sacramental en la Ortodoxia que no se tiene en Occidente).

El uso de composiciones en perspectivas sencillas, por ejemplo, es típicamente Occidental, y creo que debería seguir siendo normativo. Pero hay principios compositivos comunes al arte idealizado de Oriente y Occidente, y sobre esa base se puede crear arte nuevo. En aras de la conveniencia voy a denominar a este nuevo arte geométrico adecuado para las iglesias góticas no “bizantino” o incluso “medieval”, sino “platónico”, ya que estará compuesto de principios ecuclidianos/platónicos en combinación con el uso de la perspectiva sencilla. Pero, al igual que el arte bizantino y medieval, no debería tener mucho relieve sino parecer relativamente “plano” (o en el caso de la escultura, “rígido”). Entonces, ¿dónde deberíamos comenzar nuestro camino hacia un arte eclesiástico platónicamente moderno?

La Madre de Dios entronada en la Gloria con San Benito y Santa Escolástica. Capilla de San Mauro, Beuron, Alemania. Arquitecto Desiderius Lenz, artista Gabriel Wüger. Fotografía: Andreas Praefcke.

Peter Lenz y "La Estética de Beuron".

Dejo las observaciones anteriores para aquellos que deseen desarrollar la iconografía interior de las iglesias neoclásicas, además de la sugerencia de que el modelo completo, integrado por arte naturalista compuesto en esquemas de dinámica compleja debería ser el mejor punto de partida, ya que se complementaría con el orden y la simetría de la arquitectura. Pero me gustaría centrarme en el futuro del arte neogótico. Las ideas medievales del arte neogótico y la arquitectura formaron parte del movimiento cultural más amplio del Romanticismo Europeo. El Movimiento Tractarista de la Iglesia Anglicana formaba parte de este movimiento, y la conversión al catolicismo de Pugin legó a Gran Bretaña el neogótico como influencia dominante para ambas Iglesias Anglicana y Católica. Desde Gran Bretaña se extendió por Europa y el Imperio Británico. A mediados del siglo XIX el pintor y escultor Peter (en religión, Desiderius) Lenz, que había iniciado su aprendizaje en la fabricación de muebles neogóticos, no estaba satisfecho con el arte naturalista del Renacimiento. Mediante el estudio del arte clásico y paleocristiano descubrió exactamente lo que el artista Jay Hambidge encontró a principios del siglo XX: los principios de la geometría Euclidiana que sustenta el arte egipcio, griego y bizantino. Significativamente, tanto Lenz como Hambidge, con sus ojos de artistas “entrenados”, distinguieron en primer lugar las características geométricas compositivas en el estudio de los vasos griegos. Lo que encontraron fue la aplicación de la proporción áurea (la letra griega “phi”, j) en superficies y volúmenes que no habían sido conocidos por los pensadores del Renacimiento, porque en la traducción al latín de los escritos de geometría de Euclides y Platón, la palabra griega para “área” había sido mal traducida en “línea”. El redescubrimiento de rectángulos raíz reveló los principios compositivos de los esquemas egipcios y griegos. Pero mientras Hambidge continuó sus investigaciones para incorporar los principios de la phylotaxis, y llegó a concentrarse tanto en la simetría dinámica de los rectángulos de raíz como de la espiral logarítmica, Lenz fue dominado por las proporciones presentes en los dibujos que encontró de arte egipcio. Su reacción fue tan fuerte que para él constituyó una conversión artística. Rechazó el arte naturalista del Renacimiento y estaba convencido de haber encontrado el canon universal de proporciones y composición que había estado presente en el arte Paleocristiano pero se había perdido en las generaciones siguientes. Al mismo tiempo seguía comprometido con la estética medieval que incorporan tanto la arquitectura gótica como el “arte plano”. El resultado artístico del pensamiento de Lenz puede observarse en su propia obra y en general en el arte de la Escuela de Beuron. Sus principios geométricos se encuentran en su obra inacabada “La estética de Beuron”. Lenz fue en muchos sentidos un visionario, como William Blake, y su canon es tan esotérico que es difícil entender sus principios. Pero resulta evidente la presencia en su arte de los rectángulos raíz (en particular √5), también importante para Hambidge debido a su especial relación con la sección aúrea junto con la composición simétrica y la representación abstracta simplificada. Podemos basarnos en estos principios, o en la totalidad del canon de Lenz, para nuestro futuro arte platónico.

Es significativo que, al igual que Pitágoras descubrió la relación 1:0.618 observando en primer lugar la relación entre la longitud relativa de las cuerdas de un instrumento musical y su tono musical; así, Lenz quedó absorbido por la relación entre estas proporciones mediante la experimentación musical con un instrumento conocido como monocordio. Esta relación fue primero elaborada en el monasterio benedictino de Beuron a través del libro “Música Coral y Liturgia”de Benedikt Sauter, quien había pasado un tiempo en Solesmes y estaba convencido de la existencia de principios inherentes de unidad armónica que representan relaciones numéricas universales. Este es un argumento del platonismo, y a través de su extensa lectura de platónicos tanto paganos como cristianos (en particular San Agustín), Lenz se convenció de que los universales expresados en los cantos de Solesmes y Beuron eran los mismos que él estaba tratando de incorporar en su arte. Para Platón y la tradición Platónica, el arte más puro es el que se ajusta plenamente a la mayoría de los principios subyacentes en la geometría fundamental: no se precisa la observación y representación de objetos naturales que se buscaba en el arte renacentista. Lo que tanto Sauter como Lenz estaban haciendo era, de hecho, volver a la creencia pitagórica y platónica que, habida cuenta de los principios geométricos inherentes a todas las cosas, las propias características que la forma tiene de por sí es un efecto moral. De hecho los ocho antiguos “modos” (escalas) de la música, en la que se basan los “tonos” (escalas) del canto ortodoxo, se pensaron para tener una influencia moral cuando se interpretaban, una creencia aceptada por muchos Padres de la Iglesia.

El vínculo entre arte platónico (Beuron), platonismo del canto gregoriano (Solesmes), y la orden benedictina, no sólo es cercano, sino intrínseco. A través de su estudio del canto gregoriano Lenz cosiguió destacar los números enteros más cercanos a la unidad, es decir, 1-6. Desde el “hexacordo” del canto gregoriano desarrolló su “senarium”, en el cual cada número estaba representado por una forma diferente, con el seis (considerado tanto por Vitruvio como por San Agustín como el número perfecto) expresado como una estrella de seis puntas, la componente clave del sistema de Lenz.

Albert Gleizes y el Arte Platónico en el siglo XXI.

El legado teórico de Lenz llegó a un público más amplio gracias a la traducción de “La estética de Beuron” al francés por el artista Paul Sérusier, discípulo de Paul Gauguin. Sérusier también dio una explicación más práctica a los escritos casi esotéricos en su “Manual ABC de la Pintura” (1921). A través de las obras de Sérusier, las teorías de Lenz sobre al arte litúrgico y la música llamaron la atención al artista esotérico Albert Gleizes. Gleizes estaba tan convencido como Lenz lo había estado del carácter sagrado del arte platónicamente proporcionado. También coincidió en que el canto gregoriano tiene la misma relación platónica. En este punto surgen las tensiones entre las tradiciones platónicas y aristotélicas. Dicho crudamente, la distinción entre platonismo y aristotelismo se ve forma manifiesta entre nuestra distinción entre artes y ciencias. Los procesos de pensamiento del platonismo tienen a la síntesis de las observaciones dispares en un tono unificado. Esto implica identificar los principios universales subyacentes, de la misma forma que lo hace la iconografía bizantina/ortodoxa, y que ensayaron Lenz y Glezies. Los aristotélicos en cambio prefieren identificar, analizar y clasificar objetos y fenónemos discretos. Gleizes cree que la dicotomía platónica/aristotélica está presente en el canto gregoriano benedictino “plantónico” y el arte de Beuron, en contraste con la aproxiación aristotélica/tomista dominicana al arte representado por el Padre Pie-Raymond Régamey, quien era responsable de dar encargos a artistas como Henri Matisse y Le Corbusier. La animadversión de Régamey hacia Gleizes era de hecho parte de su desaprobación más general de la tradición del arte de Beuron y una hostilidad completamente tomista al platonismo.

Pero de acuerdo con el principio de complementariedad que he esbozado, sugiero que la tensión entre las tradiciones platónica y aristotélica debería ser vista como una manifestación humana corporativa de la “esquizofrenia” descrita por Diadocos de Fótice: la disyunción entre la capacidad analítica racional de los seres humanos y su capacidad para sintetizar las percepciones en un todo unificado. Sobre el principio de complementariedad tal como lo he descrito, me gustaría añadir que el arte renacentista “científico”, con su base en la observación de la naturaleza, no debe considerarse como la antítesis del arte platónico abstracto, sino como su complemento. Ambos deberían a la vez ser empleados a la vez en las iglesias, cuyo estilo arquitectónico les es complementario. Combinando el principio de complementariedad con un esquema general que siga la narración ya sea de la Vida de Cristo o la Historia de la Salvación (afirmando ellas mismas la complementariedad de la naturaleza divina y humana de Cristo) podríamos satisfacer el principio de la necesaria unidad simbólica de la iglesia como edificio, el arte y la liturgia.

La cúpula de la Iglesia Ortodoxa Griega de San Nicolás en Cardiff, Gales. Foto: Martin Crampin,

El futuro del Arte Eclesiástico en Occidente.

Entonces, ¿cómo hacemos para crear un arte platónico “para hoy”? La propia pregunta es errónea y deriva de la posmodernidad. Nos hemos visto obligados a tal grado de autoconciencia histórica que nos ha hecho “esforzarnos demasiado” por pertenecer a nuestra época. Pero todo arte refleja el periodo histórico al que pertenece el artista, siempre y cuando se base en principios comprensibles y no se limite a copiar estilos del pasado. Una vez que los artistas aprenden los principios estéticos y teológicos en los que se basa el arte del pasado, no puede dejar de crear un arte que es “de su tiempo”. Este fenómeno puede observarse en varias iglesias ortodoxas de nueva planta. Sus principios arquitectónicos e iconográficos no han cambiado desde el siglo XIV, pero nadie que vea, por ejemplo, la Iglesia Ortodoxa Griega de San Nicolás en Cardiff, Gales, podrá dudar que fue construida a finales del siglo XX. Debemos volver al pasado, para estudiar tanto el gran arte del Renacimiento y la tradición platónica, para crear un nuevo arte a incorporar a las iglesias de hoy. Pero sólo con un conocimiento tanto de los principios estéticos, como del simbolismo litúrgico del arte del pasado podremos captar su espíritu, para que podamos crear nuevas formas para el futuro.


La Doctora Janet Rutherford está especializada en Historia de la Iglesia y Patrística, habiéndose especializado en los Padres Orientales. Es secretaria honorífica del Simposio Patrístico en Maynooth, Irlanda, corresponsal irlandés para la Asociación Internacional de Estudios Patrísticos, y editora de la serie Conferencias Litúrgias Fota.