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domingo, 13 de abril de 2014

Julio Anguita y el Clasicismo



En este video, el antiguo dirigente comunista aporta una visión muy elocuente del clasicismo. Ante la pregunta de si era clásico o renovador, en referencia a su ideología, Anguita responde:

"Yo soy un clásico; no soy un antiguo. Lo clásico es la columna dórica y jónica, que nunca perderán virtualidad. Soy un clásico, lo constante, lo permanente".

Constancia, permanencia, inmutabilidad son términos que, sacados del contexto político de esta breve exposición, sirven perfectamente para ilustrar los valores eternos del clasicismo y su función como garante no sólo de una tradición digna de conservarse, sino también de su proyección hacia un futuro sostenible y consecuente con la realidad del entorno. 

Véase:


domingo, 27 de octubre de 2013

Contra Clement Greenberg: Vanguardia y Kitsch

Clement Greenberg (1909-1994). Fuente: Wikipedia.

En 1939 Clement Greenberg publica un artículo que le catapulta a la fama y acabaría siendo considerado como uno de los textos clave del arte u ña crítica artística del siglo XX. Vanguardia y Kitsch es un texto fundamental para entender cómo se desarrolló el arte con posterioridad a las Vanguardias y cómo Greenberg actuó en clave de árbitro del gusto en los ambientes norteamericanos de mediados de siglo, controlando el panorama de la crítica y pretendiendo “domesticar” la bestia desbocada que él mismo había contribuido a crear. La incisiva pluma de Tom Wolfe retrata con comicidad y elocuencia las vicisitudes de artistas y críticos durante aquellos años y cómo la generación de críticos de Greenberg, que había encumbrado al expresionismo abstracto, sucumbió ante sus propios principios cuando fue desplazado por el arte pop y la posmodernidad. Sin embargo, la huella de Greenberg sigue siendo patente en nuestra consideración de lo que es Arte Contemporáneo, de lo que es el kitsch o pastiche, e incluso de nuestra apreciación de lo antiguo para justificar lo moderno.

Pues Greenberg es un escritor sutil y astuto, que define los términos en su justa medida para que éstos puedan considerarse tanto de forma genérica como concreta. Cuando Greenberg habla de Vanguardia no habla de una vanguardia concreta, sino de cómo debe desarrollarse un movimiento artístico para ser considerado como tal, y qué criterios debe cumplir un objeto para ser considerado Kitsch. Greenberg rara vez hablará de aspectos concretos del arte, sino que diluirá sus definiciones de forma que éstas parezcan principios lógicos a aplicar por cualquiera que pretenda considerarse artista.

Estas consideraciones, que parecen lógicas y objetivas, esconden tas de sí una consecuencia nefasta. Para definir lo que es vanguardia Greenberg necesita destruir todo atisbo de dignidad en el Arte Occidental, y prácticamente reducirlo en su totalidad a un kitsch figurativo del que únicamente se libran las obras cuyo reconocimiento es tan universal que resultaría ridículo considerarla como tal pastiche. A ese respecto, la reflexión que hace este autor sobre el campesino ruso que debiera sentir más atracción hacia Picasso que hacia Repin, pues la obra del primero guarda más analogía con el lenguaje pictórico de los iconos, es muy significativo de su concepción del arte. A lo largo de sus escritos, Greenberg considerará el arte anterior a las vanguardias como una superposición de planos y formas de color que accidentalmente tienen un resultado figurativo. No importan las cuestiones iconográficas o representativas, y su análisis crítico valora por igual una obra de Velázquez y una de Pollock, no en términos de calidad artística, sino de aplicación de los mismos principios a ambas obras. Este igualitarismo tiene por doble objetivo elevar la categoría artística del moderno y por otro familiarizar al ojo no iniciado con la obra moderna a partir de su comprensión igualitaria con el antiguo, de forma que la diferencia sea más difusa. Este propósito, que podría ser loable si estuviéramos hablando de la vinculación con la Antigüedad pagana que consigue el Arte del Renacimiento, cobra aquí un precio muy alto que implica la destrucción del Arte y la imposibilidad de recuperar su legado. Esta imposibilidad viene determinada por la acelerada potencia que Greenberg imprime al concepto de Vanguardia, siempre combatiente, siempre cambiante, y cuestionando todo lo anterior como un amplio kitsch. De esta forma, durante más de veinte años se pudo dinamitar con total tranquilidad los principios que regían el Arte, reducir lo que no convenía a la categoría de kitsch, y alterar el resto para definir y justificar el expresionismo abstracto y su licitud, no ya como continuador, sino como sustituto permanente de lo antiguo.

Pero la teoría de Greenberg implicaba que toda vanguardia tenía una fecha de caducidad, y él mismo calificó en varias ocasiones de kitsch la producción artística que se salía de esa ortodoxia no enunciada que había contribuido a crear. Cuando el Arte Pop entra en escena Greenberg no duda en calificarlo de kitsch, sin embargo obvió que era un kitsch contra una vanguardia transmutada en academicismo que no toleraba cambios. Y puesto que con ello no era en la forma donde se hallaba la esencia de la vanguardia, ésta debería mudarse del contenido al concepto.


Pero el arte conceptual escapa del propósito de este escrito, que no es otro que mostrar los peligros de un texto tan importante para entender el arte del siglo XX, pero a la vez tan peligroso. Casi setenta y cinco años después de la publicación de “Vanguardia y Kitsch” ya no es necesario señalar con inquisidora moralidad los defectos de un kitsch que sigue teniendo una labor redentora frente al esnobismo académico de la vanguardia. Y es hora de valorar el arte en su justa medida y en función de los valores que genera por sí mismos. Sólo así la modernidad podrá liberarse de la tiranía de la dudosa huida hacia delante en la que la sumió la vanguardia, y la tradición continua la senda que nunca debió abandonar sin que el dedo acusador la califique como kitsch.  

jueves, 26 de septiembre de 2013

La modernidad como academicismo

El Arquitecto en casa: antes y ahora. Fuente: The Telegraph

Existen flores cuya belleza supera el fruto que las sucede. Del mismo modo, existen situaciones en las que el proceso resulta más apasionante y constructivo que el resultado mismo. A efectos arquitectónicos, podemos considerar la Ilustración como una hermosa y exuberante flore cuyo fruto, picado por los gusanos, no podría resultar más contrario e inadecuado a sus principios. Baste comparar la sencilla elegancia de la arquitectura georgiana con la recargada pomposidad del eclecticismo victoriano. O la elocuencia con la que Ortiz y Sanz o Durand dieron una expresión racional al clasicismo, con el erial de erudición ornamentalista en el que acabó convirtiéndose la Historia de la Arquitectura.

Los frutos de la arquitectura ilustrada maduraron al calor del Romanticismo, y el torrente creativo de la arquitectura parlante de un Ledoux fue encauzado y domesticado para el beneficio de las artes por un Shinckel. Sin embargo, la poda secó al árbol y lo que perduró hasta la llegada de la modernidad no fue otra cosa que un moribundo academicismo, estéril, incapaz de procrear, sino únicamente de imitar. Los que fueron ejemplos de excelencia se convirtieron en moldes y los textos que codificaban y racionalizaban la tratadística clásica, en una estéril retórica memorizada y repetida hasta la saciedad.

A pesar de que la degeneración a la que había sometido los principios de la Arquitectura Ilustrada privó al Academicismo de lo esencial de la génesis creativa del clasicismo, éste fue capaz de progresar, si bien no por generación, sino por repetición. El Academicismo de la arquitectura decinomónica fue capaz así de dar respuesta a muchos de los nuevos planteamientos surgidos tras la Revolución Industrial, pero no fue mediante la reflexión conjunta de Viruvio y la Antigüedad, como era el propósito ilustrado.

En Artes Plásticas puede observarse una evolución similar; se produjo una mejora en el grado de realismo pictórico en detrimento del idealismo de las artes plásticas anteriores. La pintura y la escultura, aunque técnicamente precisas e impecables, perdieron la virtud de representar simbólicamente la realidad a través de la idealización. La Naturaleza deja de ser modelo de inspiración y el canon de belleza pasa de ser una aspiración de representación ideal d la realidad a ser una normativa dogmática a la que la copia servil de la realidad debe remitirse.

Esta progresiva decadencia y degeneración acabaría dando origen a una reacción contrario al asentado Academicismo, el cual, enrocado en la repetición mal entendida de los cánones ilustrados, no era capaz de tolerar cambios ni variaciones en su anquilosada ortodoxia. Todo asomo de creatividad había sido ahogado por unos cánones que en su momento surgieron precisamente para lo contrario de lo que se usaban.

Así pues, las Vanguardias en las Artes Plásticas y también en la Arquitectura, canalizaron la reacción ante la Academia, mostrando un torrente creativo similar al que mostrara la Ilustración doscientos años antes. El ímpetu de las Vanguardias, unido a su idoneidad tras la Primera Guerra Mundial por representar un arte nuevo para un mundo nuevo, acabaría desplazando al propio academicismo y ocupando definitivamente su lugar tras la Segunda Guerra Mundial, cuando las opciones artísticas clásicas y figurativas quedarían desacreditadas debido a su uso por regímenes totalitarios.

Sin embargo, la modernidad así establecida acabó padeciendo el mismo mal academicista que la arquitectura ilustrada, y se rodeó de una suerte de nueva ortodoxia que, no por oponerse a la anterior, no dejaba de ser dogmática e intransigente. Y de la misma forma que la flor ilustrada se marchitó y dio lugar a un fruto ecléctico que copiaba servilmente, también la flor moderna maduró en un fruto que se copiaba a sí mismo bajo las premisas de la abstracción y el denominado estilo internacional. Ni siquiera las reacciones surgidas en contra del estancamiento de la modernidad fueron capaces de salir de su espiral de dudosa huida hacia delante que ha desembocado en la situación actual del arte y la arquitectura, confundiendo originalidad con extravagancia y mostrándose intolerante ante todo aquello que no emane de su propia ortodoxia.


Las causas de la cristalización de la otrora libre vanguardia en un academicismo más intransigente aún que el anterior (pues ése al menos acabó cediendo su sitio) quedaron retratadas, entre otros, por Tom Wolfe en “La PalabraPintada” y “¿Quién teme al Bauhaus feroz?”: un triunfo conjunto de la vanidad y el desprecio a la historia, unido a la acción sutil y oportunista de quienes se erigieron en árbitros de ese nuevo gusto, a veces sin entenderlo. Es por ello que la vuelta a la senda de la tradición arquitectónica, tomando del progreso lo que éste tenga de bueno, deba considerarse seriamente como una posibilidad frente a la modernidad transmutada en académica y dogmática ortodoxia. 

El nuevo Academicismo Moderno. Fuente: Architecture MMXII

sábado, 13 de julio de 2013

Todo lo que no es tradición es plagio

Todo lo que no es tradición es plagio (Eugenio D'Ors)

Sentencia grabada en una de las paredes del Casón del Buen Retiro. 
Fuente de la fotografía: La habitación del Hipnal

sábado, 29 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (VI)



The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Conclusión

Tom Wolfe muestra, en el caso de la pintura, una opinión contraria a los críticos más influyentes de mediados del siglo XX, quienes pretenden orientar el gusto del público hacia los suyos propios. Los pintores quedan relegados a un segundo plano frente sus valoraciones de los críticos de arte. Wolfe incide en el valor excesivo que se concede a la palabra escrita como vehículo de explicación de la obra pictórica, así como los mecanismos que siguen los críticos para evaluar las obras emergentes y elevarlas a categorías de interés o relegarlas en el olvido. Para describir todo ello el autor recurre a una serie de términos que configuran un discurso fresco y mordaz que contrasta con la gravedad con la que la crítica artística había sentado cátedra respecto al arte de mediados del siglo XX. Sin embargo, en el caso de la arquitectura el objetivo son los propios arquitectos que han configurado el Movimiento Moderno, generalmente europeos que emigraron a América entre 1920-1950 y que cambiaron radicalmente el modo de entender la arquitectura en Estados Unidos. Estos nuevos arquitectos además erradicaron la docencia tradicional de la arquitectura basada en el estudio del pasado, impidiendo por tanto cualquier vuelta atrás desde las propias escuelas. 

En ambos casos podemos hacer una analogía entre Wolfe y el cuento “El traje nuevo del Emperador”. Wolfe pretende actuar como el niño que denuncia la desnudez del soberano mientras los cortesanos adulan el traje invisible. Para ello emplea un lenguaje rápido y directo, sin concesiones a la retórica ni a las reflexiones elevadas, pues busca obtener rápidamente la complicidad de un público ya de por sí hastiado en las cuestiones del arte y la arquitectura moderna. Sus destinatarios, por tanto, no son las élites culturales que critica, sino un amplio espectro de la sociedad conservadora americana que nunca vio con buenos ojos estos experimentos. Es a ellos a quienes anima a denunciar la desnudez del emperador a través de un texto ácido que mueva a la hilaridad. 

Este propósito queda bien claro en el epílogo de “La Palabra Pintada”, donde predice un futuro donde el entramado de artistas y críticos que retrata acaben siendo curiosidades de museo a los cuales los visitantes acudirán sorprendidos a comprobar el poder de la crítica y del texto en el entendimiento del arte. De esto se puede deducir que Wolfe auguraba un futuro en el que esta forma de producir, entender y difundir el arte hubiera desaparecido, pero tampoco muestra cuál sería la alternativa a ese arte que critica. Probablemente deja esta puerta abierta y se reserva la alternativa que él preferiría personalmente en aras de dar un tono objetivo a su argumento. Así pues, no importa qué pudiere venir después mientras que sea diferente a lo que Wolfe critica. 

En “From Bauhaus to our House” no ofrece ninguna predicción en cuanto al desarrollo de la arquitectura, y el texto termina de forma un tanto abrupta con el edificio para la AT&T de Phillip Johnson. Podemos considerar que es otra manera pretender dar un discurso objetivo, pues a pesar de la enorme carga de opinión personal mordaz que contiene, no quiere mostrar abiertamente qué opción arquitectónica defendería. La experiencia de la pintura, las exposiciones y los críticos era mucho más inmediata y directa, pues el contacto con el público es mucho más continuo que el de los arquitectos y los edificios en cuanto a reflexiones teóricas. La última parte del texto toma la línea argumental de Charles Jencks en “El lenguaje de la Arquitectura Posmoderna” y aunque se pueda traslucir una cierta añoranza por las formas arquitectónicas del pasado, este ensayo de Wolfe no hace a los arquitectos de la época que plantean un retorno a las formas clásicas y tradicionales, como podría ser el caso de Quilan Terry por estar directamente referenciado en el texto de Jencks. 

Podemos considerar estas corrosivas valoraciones como un toque de atención hacia las élites culturales del siglo XX, una especie de memento mori con el que recuerda que al igual que la figuración y el clasicismo dieron paso a la abstracción y a la modernidad, éstas a su vez también sucumben al paso del tiempo. La vanidad de los esquemas teóricos que pretendieron redefinir el panorama cultural del siglo XX corren el riesgo de ser desbancados por otros esquemas igualmente vanidosos. Los artistas, críticos de arte y arquitectos modernos dinamitaron los cimientos de una tradición con el propósito de reinar sobre sus escombros y edificar un nuevo corpus conceptual. En cierto modo Wolfe escribe para recordarles que, tarde o temprano, su elaborado corpus también colapsará, y la vanguardia sufrirá el mismo escarnio que el kitsch.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (V)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Tom Wolfe ante la arquitectura

“From Bauhaus to our House” fue escrito seis años después que “La Palabra Pintada”, y Wolfe hace uso de los mismos recursos que en ese ensayo para describir la situación de la arquitectura estadounidense desde la década de 1930. El texto está organizado en siete capítulos más un prólogo. El título de cada capítulo es en sí mismo un resumen de su contenido y aunque el estilo es similar al del anterior ensayo comentado, la estructura argumental debe mucho del libro “El lenguaje de la Arquitectura posmoderna” de Charles Jencks, publicado 1977. De él toma Wolfe la idea del fracaso de la arquitectura moderna a la hora no ya de dar respuesta material a las necesidades de la sociedad tras la Primera Guerra Mundial, sino de ser capaz de transmitir un sentimiento de pertenencia a quienes la habitaban. A esta arquitectura, ejemplificada en el denominado “Estilo internacional”, se le opondría otra nueva que juega con el contraste, el guiño al pasado y la ironía hacia la modernidad. Sin embargo, se omite toda la carga teórica con la que Jencks justifica tanto el fracaso de la Modernidad como el surgimiento del nuevo lenguaje Posmoderno. Probablemente esto se deba a la necesidad de crear un texto breve que usa todo el entramado teórico de Jencks como hechos consumados sobre los que ejercer su propia crítica. 

La introducción es un breve alegato nostálgico y patriótico, donde recuerda la arquitectura anterior a la progresiva introducción de la modernidad en Estados Unidos, constatando cómo incluso los edificios construidos de acuerdo a esos nuevos cánones, necesitan dotarse en su interior de repertorios tradicionales. Al mostrar esto como una realidad objetiva, el autor consigue llamar la atención de quien lee y buscar su complicidad. Nuevamente nos encontramos con que no se está escribiendo para las élites culturales sino para un amplio espectro social que sigue vinculado a la estética de la arquitectura tradicional norteamericana. Wolfe se propone antes de iniciar el primer capítulo averiguar el por qué de ese cambio.

El primer capítulo hace un breve repaso por la arquitectura europea anterior a la primera Guerra Mundia. Su título, “Príncipe de Plata” hace referencia al apodo con que Paul Klee denominaba a Walter Gropius, el cual será mantenido por el autor a lo largo de todo el texto. Wolfe describe la admiración norteamericana por el nuevo panorama artístico y arquitectónico que se estaba gestando en la Alemania de la República de Weimar, con especial atención al radical sistema de enseñanza de la Bauhaus, que eludía cualquier influencia histórica para “partir de cero”. Esta expresión es usada por el autor a lo largo de todo el texto como forma de ridiculizar los principios de dicha escuela en particular y la arquitectura moderna en general. Sus vicios y virtudes se justifican únicamente a partir de ese deseo de hacer tabula rasa y “partir de cero”, lo cual era algo deseable en el contexto posterior a la Primera Guerra Mundial, pues un nuevo orden socio-político había emergido como consecuencia de la misma. A diferencia de la pintura, en cuyos cimientos teóricos estaba la lucha contra la sociedad, la arquitectura contaba con el apoyo institucional de la Escuela de la Bauhaus, si bien Wolfe se refiere a la Bauhaus y otros movimientos arquitectónicos de vanguardia como “camarillas”, en clara alusión a lo que en el anterior texto denominó “danza de los bohemios”. Le Corbusier es retratado como paradigma del arquitecto de la época, que se introduce en una de esas “camarillas”, la cual acaba liderando. 

Estas “camarillas” defendían, a través de sus manifiestos, una determinada forma de entender la arquitectura y el mundo que les rodeaba, aspecto tratado por Wolfe en el segundo capítulo, donde se nos muestra la estandarización de esas arquitecturas de vanguardia tas la exposición “Estilo Internacional” de 1932. El autor incide en la ironía que supone que una arquitectura surgida en Europa como forma de oposición a unas clases dominantes y a un orden que consideran superado tras la Gran Guerra, triunfe en Estados Unidos precisamente gracias a esas élites que han denostado. Así pues, unos principios que nacen para dar respuesta a los sectores sociales más desfavorecidos en oposición a la arquitectura opulenta de las clases dominantes (con una consiguiente carga ideológica), acaban teniendo éxito al otro lado del océano como arquitectura exclusiva de unas élites que siempre han mirado a Europa con admiración y envidia. 

La introducción y triunfo del Movimiento Moderno en Estados Unidos fue un proceso dilatado que fue acelerándose a medida que los grandes arquitectos de la vanguardia europea, sobre todo alemanes vinculados en mayor o menor medida con la Bauhaus, emigran a Norteamérica debido al ascenso de los diversos totalitarismos en Europa. Este es el propósito del tercer capítulo, donde estos arquitectos son denominados “dioses blancos”, entre quienes destacan Gropius y Mies van der Rohe, y a quienes Wolfe opone a Wright. Aunque el autor profesa cierta admiración por éste último, elogiando los desplantes que hizo a los arquitectos europeos que empezaban a hacerle sombra, incluye su actitud y su forma de entender la arquitectura dentro de las “camarillas”. 

De esta forma los arquitectos modernos irían “conquistando” las grandes escuelas del país y formando a nuevas generaciones en los nuevos principios. Sin embargo, estas nuevas generaciones, al igual que ocurrió con los que sucedieron a Greenberg, Rosenberg y el expresionismo abstracto, se revelaron contra sus maestros. Esto era reflejo a su vez de la oposición de amplias capas de la sociedad a esta nueva arquitectura, hecho al que el autor dedica el cuarto capítulo, titulado “huida a Islip”, en referencia a uno de los barrios residenciales preferidos por los neoyorquinos y cuya estética era la contraria a la que se pregonaba desde las escuelas de arquitectura. Wolfe concede especial importancia a la cubierta inclinada a dos aguas como símbolo de la arquitectura tradicional, frente al tejado plano característico de los modernos. Además, en este capítulo el autor arremete contra uno de los puntos en los que se apoyaba la difusión del Movimiento Moderno: se lamenta de que en virtud de la reducción de costes, la arquitectura se ha despojado de todo elemento no accesorio y como resultado sus usuarios se vean obligados a “decorar” esta arquitctura para poder “habitarla”. Wolfe replica los argumentos empleados tradicionalmente (no existen artesanos capaces de producir detalles ornamentales de calidad; y estos son demasiado caros), afirmando por una parte que ha sido la propia arquitectura moderna la que los ha avocado a la desaparición y por otra que la brutal reducción de costes de la misma hace que cualquier accesorio resulte caro. 

En este contexto pronto surgieron voces disidentes contra la sencillez de la ortodoxia modernas, a quienes Wolfe dedica el quinto capítulo y califica de “apóstatas”. El autor nos narra las vicisitudes de estos arquitectos, a quienes considera “demasiado americanos” y con ello intenta establecer una relación entre los orígenes europeos de los maestros emigrados, que nunca olvidaron sus experiencias y debates ideológicos en el viejo continente, con los nuevos arquitectos formados plenamente en la modernidad, nacidos en Estados Unidos y con una visión diferente. Estos arquitectos gozaron de éxito profesional, pero fueron denostados desde las universidades por sus profesores, pero a la vez aquellos asimilan las formas de éstos para generar sus propias camarillas y empezar a escribir un nuevo capítulo en la historia de la arquitectura del siglo XX. 

A esta nueva etapa está dedicado el séptimo capítulo, titulado “La Escolástica”. En él se nos habla de los arquitectos conformaron el corpus teórico de la posmodernidad, tal como fue entendida por Charles Jencks. Wolfe destaca por un lado la obra de Robert Venturi, y por otra la de los “blancos”, o los “Cinco de Nueva York”: Peter Eisenman, Robert Graves, John Hejduk, Richard Meier y Charles Gwathmey. Wolfe sigue aquí la misma línea argumental que Jencks y, comparado con el resto de capítulos, su estilo no es tan directo ni mordaz. Podría decirse que el autor entra en un campo que no domina con la soltura con la que dominaba, por ejemplo, la teoría del Expresionismo Abstracto o el Movimiento Moderno. Esto le lleva a ser mucho más cauteloso en sus afirmaciones y a que este capítulo sea más sosegado y de una mayor impresión de objetividad. 

Esta es también la tónica con la que se inicia el último capítulo. Su título hace referencia a los sucesivos debates que hubo entre los partidarios de Venturi y los de los “Blancos”. Los términos “plateado” y “argentino” del título hacen referencia a la todavía fuerte presencia de los arquitectos europeos que emigraron a EEUU, con Gropius, el Príncipe de Plata, a la cabeza. Wolfe introduce la figura de Rossi con la misma cautela que ha presentado a las anteriores y el tono del texto no cambia hasta las últimas páginas, cuando entra en escena Phillip Jhonson. El autor considera que su edificio para la AT&T en Nueva York como toda una declaración de intenciones de la modernidad, de la que este arquitecto se libera como si de un yugo se tratase. Wolfe había mencionado anteriormente a Phillip Johnson como un fiel discípulo de Gropius y Mies, a cuyos bies había estado (de rodillas, según el autor), hasta ese preciso momento. El texto concluye ironizando con la supuesta “apostasía” de Johnson ante la “camarilla” de arquitectos modernos, quienes a pesar de sus críticas contra este edificio, y de los elogios al mismo por sectores ajenos a las “camarillas”, continuarían ostentando la hegemonía de la arquitectura de los últimos años del siglo XX. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (IV)



The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982

Tom Wolfe ante el arte

“La Palabra pintada” se divide en seis breves capítulos, con un prólogo y un epílogo. Todos ellos tienen un estilo literario muy directo y rápido, casi como si Wolfe estuviera delante del lector contándole una anécdota. Esto contribuye a crear en cierto un ambiente de confianza que relaja al lector y le invita a asimilar rápidamente toda la carga conceptual que el autor suelta desde las primeras líneas. 

Los tres primeros capítulos están dedicados a mostrar el panorama de los artistas y las élites culturales en la ciudad de Nueva York, bautizada por Wolfe como “Culturburgo”, descritos desde el punto de vista del autor, quien cita a menudo a la prensa escrita como fuente a consultar o como mero recurso argumental con el que reforzar sus opiniones. Los tres últimos se centran en la progresiva relevancia que van adquiriendo críticos como Clement Greenberg y Harold Rosenberg como garantes del expresionismo abstracto, así como la pérdida de su hegemonía a medida que surgen nuevos movimientos artísticos. 

El prólogo es una breve introducción al tema que se pretende tratar. Wolfe muestra el panorama cultural en la prensa neoyorquina de mediados de la década de 1970 y se sorprende de la enorme carga teórica que necesita el arte contemporáneo para ser entendido. Esto, que se nos muestra como una revelación, es lo que da inicio a todo el discurso posterior. 

En un brevísimo repaso histórico por el arte de la primera mitad del siglo XX, el autor reduce la génesis y evolución de las vanguardias artísticas a dos términos: “Danza de los Bohemios” y “Consumación”. El primer término hace referencia a los entornos en los artistas se mueven, alejados de la oficialidad del arte académico, hasta cierto punto todavía predominante, y vinculados políticamente a movimientos de izquierda o progresistas. Este es un mundo cerrado, ensimismado, que en principio reniega del resto de la sociedad y proclama su aislamiento. Sin embargo, esos circuitos, denominados por el autor bohemios ( ambientes culturales marginales, en clara referencia a la acepción habitual del término), necesitan del resto de la sociedad para su propia subsistencia a través de la venta de sus cuadros. Es aquí donde entra el segundo término, referido al momento en que un determinado artista consigue reconocimiento social. Pero este reconocimiento no es extensible a la totalidad de la sociedad, sino que es exclusivo de unos pocos, denomiados por Wolfe le monde. 

De esta forma, el arte contemporáneo obtiene fama únicamente a través del mecenazgo de un reducido sector de la sociedad, que no necesariamente está interesado en la difusión y entendimiento masivo de este arte. Con esto se nos introduce en el segundo capítulo, que ahonda en el carácter elitista y en cierto modo “iniciático” que tiene el arte contemporáneo. Tanto los artistas como las élites culturales que los patrocinan conforman un espectro social separado, que en el caso norteamericano queda bien diferenciado por la enorme dicotomía que existe entre las grandes metrópolis del país y el carácter rústico del resto de su geografía. Así, los artistas pueden seguir clamando contra las convenciones de la sociedad y a la vez obtener el beneplácito de las élites. 

Pero estas élites culturales que ejercen su mecenazgo sobre los artistas contemporáneos han necesitado una formación para entender y apreciar ese arte exclusivo. Aquí es donde Wolfe introduce a los críticos, a quienes reconoce el mérito de hacer de intermediarios conceptuales entre el artista y el mecenas. Estos críticos, con Clement Greenberg y Harold Rosenberg a la cabeza, no opinan a posteriori, sino que se vinculan activamente al proceso de creación pictórica, de forma que son capaces tanto de dar una explicación, desde la teoría del arte, al acto que realiza el pintor, y transmitirlo a los posibles receptores de esas obras. Con ello no sólo explica, sino que también educa, y ahí es donde Wolfe descarga toda su crítica, en el poder que progresivamente van adquiriendo estos críticos. Según su razonamiento, puesto que únicamente ellos son capaces de entender estas expresiones artísticas, también está en sus manos seleccionar qué artistas son más adecuados para las teorías que defienden. Y por tanto, no divulgan una visión objetiva del arte contemporáneo, sino que han adquirido el poder suficiente para que se divulguen únicamente aquellos artistas que se amoldan a las teorías que, en muchas ocasiones, preceden a los cuadros. 

La teoría artística adquiere entonces un valor aún mayor que el producto artístico final y aunque en los siguientes capítulos el autor muestre cómo Greenberg y Rosenberg perdieron su hegemonía, también cuenta cómo su legado continúa. Las nuevas expresiones artísticas no descartan la figuración y otros recursos rechazados por estos críticos, pero no por ello dejan de necesitar una teoría artística que les de una explicación que ellas no pueden dar por sí mismas. Wolfe dedica los dos últimos capítulos del libro a mostrar ejemplos de cómo, los movimientos artísticos que siguieron al expresionismo abstracto también hicieron uso de la teoría y de la crítica para explicar lo que hacían, hasta el punto de que cada vez era necesario más teoría y menos producto artístico. Incluso Greenberg y Rosenberg pusieron el grito en el cielo ante estos abusos, pero Wolfe los despacha rápidamente considerándolos como unos progenitores que han perdido el control de sus vástagos, convertidos en monstruos. 

El autor concluye su ensayo con un breve epílogo en el que hace referencia al nacimiento de nuevas corrientes artísticas que vuelven a la figuración y que, según él, no necesitarían de elaboradas teorías para entenderse. Por tanto augura un futuro en el que el arte de mediados del siglo XX y sus elaboradas teorías serán vistos como una pintoresca curiosidad. 

sábado, 8 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (III)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.


Metodología

El estudio de estos textos se ha basado en tres líneas de actuación: por un lado se han identificado los temas comunes en ambos textos, y luego los específicos de cada uno, tanto en terminología como en conceptos. 

Para “La Palabra pintada” se han usado como textos de referencia los propuestos en la primera parte del curso, ya que buena parte de este ensayo hace referencia a sus autores y a la teoría artística que se infiere de los mismos. 

En “From Bauhaus to our House” los textos de referencia han sido tres: “Historia de la Arquitectura Moderna”, de Leonardo Benévolo (Gustavo Gili, 2010); “Historia crítica de la arquitectura Moderna”, de Kenneth Frampton (Gustavo Gili, 1994); y “El lenguaje de la Arquitectura Posmoderna”, de Charles Jencks (Gustavo Gili, 1980). Los dos primeros se han tomado como bibliografía general; sus textos se han considerado como objetivos al ser obra de obligada lectura para entender la arquitectura del siglo XX. De esta forma se puede contrastar lo descrito objetivamente por Benévolo y Frampton con las opiniones subjetivas de Wolfe. El tercer libro influenció bastante la redacción de la obra que comentamos y el propio Wolfe lo cita directamente y toma de él la idea de la arquitectura posmoderna como heredera de una modernidad agonizante y abocada al fracado. 


Estilo. Aspectos en común y contrastes

Tom Wolfe es uno de los fundadores de la corriente del “Nuevo Periodismo”, que se caracteriza, entre otras cosas, por aportar una dimensión estética a sus textos, de forma que éstos sean algo más que meras crónicas descriptivas y se asemejen a relatos, en los que se insertan diálogos realistas, descripciones detalladas, caracterizaciones y un lenguaje similar al hablado. Además, el periodista de esta corriente asume un mayor protagonismo y aporta una visión directa y personal de los hechos que narra. 

Los dos textos que analizamos ofrecen esas características. No se trata de un texto descriptivo en el que se establezca una cronología objetiva y lo más completa posible de las obras o conceptos más relevantes que han caracterizado el arte y la arquitectura de los años centrales del siglo XX. Wolfe aporta su particular punto de vista a lo largo de todo el texto, que efectivamente tiene más de relato contado a modo de experiencia propia del autor que de enumeración de unos hechos históricos. Así pues, la carga subjetiva es considerable en ambos textos, si bien se intenta enmascarar dentro de expresiones que aluden a una supuesta generalidad, de forma que parezca que no es Wolfe quien nos da su propia opinión sino que a través de sus palabras se transmite una impresión generalizada en toda la sociedad. Sin embargo, la manera de mostrar esa subjetividad es diferente en ambos textos. En “La Palabra Pintada”, Wolfe nos habla en primera persona de su experiencia directa en el contexto en el que se desarrollan los acontecimientos (la ciudad de Nueva York, bautizada como “Culturburgo”); la narración es dinámica, como si estuviera rememorando acontecimientos vividos sin solución de continuidad. Por contra, en “From Bauhaus to our House” el estilo es un poco más sosegado; Wolfe habla en primera persona pero no para contar su experiencia sino para dar su opinión. La narración sigue siendo rápida, pero al abarcar un ámbito geográfico mucho mayor, se hace más complicado expresar la experiencia directa, toda vez que es patente que para Wolfe es más sencillo describir una obra pictórica que un edificio. 

Además de estas similitudes en estilo, la línea argumental de ambos se basa en una dialéctica: el arte y la arquitectura modernos surgen como respuesta a un nuevo orden político y social surgido de las cenizas de la Primera Guerra Mundial. Este nuevo orden se plantea ideológicamente por oposición al anterior, de forma que desde el arte se veía a las clases dominantes hasta el momento como un sujeto a escandalizar con sus provocaciones e innovaciones estéticas como forma de concienciación. El nuevo arte adquiere por tanto un carácter revolucionario al cuestionar el orden establecido; sin embargo continúa necesitando que las clases dominantes actúen como mecenas. La única forma de conseguir que las clases dominantes continúen con su mecenazgo es convencerlas de las bondades de unas manifestaciones artísticas surgidas en principio para oponérseles. Ésta será la labor divulgadora del crítico en el caso de la pintura y la escultura, y la de los arquitectos que actúan como sus propios críticos y teóricos en el caso de la arquitectura. 

Por último, Wolfe desarrolla en ambos textos un universo de términos propios que usa como apoyo y énfasis de su crítica. Ésta va dirigida a colectivos concretos perfectamente definidos: los críticos y algunos artistas en el caso del arte, y los propios arquitectos en el caso de la arquitectura. Personajes, situaciones y conceptos e ideas claves dentro de la teoría del arte y la arquitectura de mediados del siglo XX son renombrados de forma que puedan expresar por sí mismos las ideas del autor. Como la valoración que se realiza en ambos ensayos es bastante peyorativa, la terminología de Wolfe en ambos textos tiende a exagerar y ridiculizar. En “La Palabra Pintada” estos términos tienden a englobar colectivos y costumbres más amplias relativas al mundo artístico de Nueva York, mientras que en “From Bauhaus to our House” Wolfe sobre todo renombra o pone apodos a los principales arquitectos de su discurso. 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (II)




The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.


Justificación de los textos elegidos.

Es en este contexto en el que hay que situar las dos obras de Tom Wolfe. La influencia Greenberg y Rosenberg trasciende los límites temporales y artísticos en los que escribieron y supone una forma de entender el arte contemporáneo y a su vez una nueva manera de ver el arte anterior al siglo XX con los mismos ojos que ellos nos han acostumbrado a ver el expresionismo abstracto. A partir de ese momento la labor del crítico será necesaria para controlar y contrastar el progreso del arte; no bastará con el simple genio del artista, sino que éste necesita ser entendido, explicado y difundido por la crítica a partir de unas herramientas lo suficientemente genéricas como para no haber perdido vigencia desde que fueron propuestas hace más de setenta años. 

A partir de la década de 1960 el panorama artístico cambia y con él la aparente hegemonía de la que estos críticos gozaban dentro del mismo. Aunque éstos se resistieron a perder ese papel, bien a través de la negación de estas nuevas experiencias, bien a través de su asimilación, lo cierto es que la puesta en duda de esa autoridad es síntoma del cambio que se produciría. Los nuevos artistas producen unas obras diferentes y en cierto modo opuestas a las anteriores pero que no podrían entenderse sin éstas ni los métodos que la crítica usó para encumbrarlas. “La palabra pintada” hace un recorrido irónico por el panorama artístico de esos años de nacimiento, hegemonía y decadencia de la crítica artística del expresionismo abstracto. En esta obra, Wolfe hace especial hincapié en el poder que habían alcanzado estos críticos a la hora no ya de explicar y entender qué estaba pasando, sino de marcar las pautas de lo que debería ocurrir y justificarlo por escrito. Junto a ellos hace un repaso a los artistas más vinculados a estos críticos y al panorama cultural que rodea a la pintura norteamericana de esos años. 

En el caso de la arquitectura, la crítica no fue tan poderosa y quienes ejercieron el papel de árbitros del gusto fueron los propios arquitectos europeos emigrados a Estados Unidos. A diferencia de los pintores encumbrados por los críticos de arte, relativamente jóvenes o con trayectorias en cierto modo endógenas (por ser productos genuinamente americanos), los arquitectos que introducen el Movimiento Moderno en Europa ya tenían fama y experiencia al llegar a Estados Unidos, por lo que no necesitaban a nadie que ejerciera de intermediario entre ellos y la sociedad. En cierto modo, estos arquitectos eran sus propios críticos y consiguieron cambiar el panorama arquitectónico estadounidense en apenas veinte años. 

Cuando se publica “From Bauhaus to our House” (hemos preferido dejar aquí el título original), los grandes maestros del Movimiento Moderno ya han fallecido y los arquitectos de la segunda generación han visto como el camino propio que ellos abrieron también ha sido cuestionado por otros arquitectos para quienes la ortodoxia de la modernidad no era capaz por sí misma de dar respuesta a los nuevos problemas de la sociedad post-industrial. Wolfe arremete aquí directamente contra los arquitectos más importante del siglo XX, sus teorías y sus edificios, a los que en cierto modo parece considerar opuestos a lo que debería ser la verdadera arquitectura norteamericana (sin que por ello plantee una alternativa). 

El interés de estos dos breves ensayos de Tom Wolfe radica en ofrecernos el punto de vista de alguien no formado específicamente en el arte y la arquitectura del segundo tercio del siglo XX desde; además muestra una visión contraria al elogio convencional al arte y arquitectura de esos años. Su estilo desprejuiciado y heterodoxo resulta interesante por cuando el panorama cultural norteamericano de mediados del siglo XX queda retratado bajo un punto de vista que huye del “culto a la personalidad” de los grandes artistas y arquitectos del momento. Además suponen una forma de adentrarse en la crítica de arte y arquitectura desde un enfoque que es, valga la redundancia, crítico con la crítica existente hasta el momento.

sábado, 25 de agosto de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (I)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 
From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Introducción. 

El siglo XX fue un siglo de progreso. Los avances científicos y tecnológicos mejoraron enormemente las condiciones de vida, y su uso con fines bélicos, además de matar a millones de seres humanos, cambió fronteras y regímenes políticos. El arte no podía permanecer ajeno a todos estos cambios y desde la Primera Guerra Mundial hemos asistido a un nuevo escenario donde las convenciones (figuración en la pintura y la escultura; arquitectura clásica y tradicional en arquitectura; melodías tonales en música) se revelaron obsoletas y dieron paso a una nueva forma de expresión con la que el artista y el arquitecto mostraban su visión de este mundo nuevo. Estas nuevas formas de expresión artística sufrieron en sus inicios el rechazo de una parte de los mecenas europeos y americanos, si bien la situación cambia con el tiempo y tras la Segunda Guerra Mundial asistimos a la plena aceptación de estas manifestaciones artísticas por parte de la élite cultural pública y privada. El papel de la crítica fue fundamental como herramienta docente con la que enseñar al público las virtudes de lo que poco tiempo atrás habían sido movimientos marginales. 

Hasta ese momento, gracias a que las convenciones artísticas habían permanecido más o menos inmutables desde el Renacimiento, era posible establecer un diálogo directo entre artista y mecenas desde el momento en que se iniciaba el proceso artístico, de forma que el resultado final también tenía una comprensión directa por parte de la sociedad receptora. Cuando los artistas inician nuevos caminos de expresión, la sociedad tiene dificultades para seguirlos conforme más se alejan de las convenciones. Es ahí precisamente donde, casi a la vez que el arte de vanguardia, surge la crítica de arte de vanguardia, mediante la cual se orienta al público por estos caminos. Pero esta orientación no siempre es desinteresada por parte del crítico; en ocasiones juega un papel fundamental su gusto o sus inclinaciones artísticas. Acabará convirtiéndose en un personaje importante vinculado a movimientos artísticos en general o a artistas concretos, aliado y enemigo por igual; su opinión será en algunos casos la que diferencie el éxito del fracaso. 

Ese es el ambiente que se da en Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. El no haber sufrido directamente los estragos de la Guerra mantuvo los tejidos sociales y productivos intactos e incluso durante los años en los que Europa intentaba liberarse del yugo del nazismo, las ciudades americanas contaban con una vida cultural muy activa en la que cada vez cobraban más importancia los denominados artistas americanos de vanguardia, quienes a partir del testimonio de las vanguardias europeas siguieron caminos propios en los que superaron a sus homólogos del viejo continente. Uno de esos movimientos artísticos que pronto alcanzaría fama y renombre internacional es el denominado “expresionismo abstracto”, que debe a la crítica buena parte de su génesis como manifestación artística genuinamente norteamericana. Críticos como Clement Greenberg o Harold Rosenberg contribuyeron con sus escritos a crear toda una teoría del arte contemporáneo que sirviera para fomentar la difusión de este nuevo estilo pictórico como para sentar los parámetros base sobre los que se pudiera asentar cualquier expresión artística posterior digna de ser considerada “moderna” o “vanguardista”. 

Mientras que desde el punto de vista de la pintura y la escultura, los artistas americanos crearon su propio camino que después sería exportado a Europa, la introducción de la arquitectura moderna en Estados Unidos es un producto importado directamente del otro lado del Océano. En los años en los que la Bauhaus o los constructivistas rusos contribuían a aportar el punto de vista arquitectónico al nuevo orden socio-político surgido de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos en particular, a excepción de algunos casos aislados como Wright, Schindler o Neutra, y América en general, continuaban con la tradición clásica en arquitectura, heredera directa de las enseñanzas de las Escuela de Bellas Artes de París. La exposición del Estilo Internacional de 1932 fue un primer y tímido intento de introducir los principios de la arquitectura moderna en Estados Unidos y durante los años posteriores, debido al ascenso de los totalitarismos en Europa, tendentes en líneas generales a perpetuar modelos artísticos convencionales, muchos arquitectos europeos de renombre a emigrarán a América. Una vez en Estados Unidos obtendrán importantes encargos y accederán a puestos docentes en las principales universidades, formando a nuevas generaciones en los principios del Movimiento Moderno. Estas generaciones, al igual que ocurría con pintores y escultores, marcarán sus propios caminos de la modernidad, en ocasiones separados pero siempre indisolubes a la estela marcada por sus maestros. 

Este es, en líneas generales, el estado del arte y la arquitectura norteamericanos entre 1940 y 1970. Durante la década de 1960 la segunda generación de artistas y arquitectos modernos empieza a cuestionar los fundamentos aprendidos de sus maestros, dando inicio a lo que se ha conocido como “crisis de la modernidad”. Esta crisis acabaría desembocando diez años más tarde en la denominada “posmodernidad”, en la cual el cuestionamiento de los principios modernos ha dado lugar a nuevos paradigmas. El sustento teórico del arte y la arquitectura de los años 40 y 50 se considera demasiado dogmático y empieza a resquebrajarse mientras se buscan nuevas alternativas, muchas de ellas basadas en las tradiciones negadas por la vanguardia.

lunes, 6 de agosto de 2012

El poder representativo del clasicismo en la exaltación nacional tras la guerra civil española: del “Sueño arquitectónico” de Luis Moya al concurso para la Cruz del Valle de los Caídos. (V)


Conclusión: el clasicismo como generador de contenidos simbólicos. 

A través de estas propuestas podemos intuir que el clima arquitectónico de la inmediata posguerra propició una serie de debates que, no por parecernos anacrónicos, resultan menos interesantes. Es cierto que las depuraciones profesionales y los exilios privaron a España de profesionales que habían avanzado mucho en la arquitectura moderna, y que los que quedaron se plegaron a las circunstancias, desarrollando un lenguaje acorde con la retórica franquista de la autarquía. Esa propia retórica que buscaba exaltar las glorias pasadas como referencia y motor de futuro se materializó arquitectónicamente, como hemos mencionado, en obras que miraban a la arquitectura herreriana y villanovesca del pasado como referencia. El clasicismo se usa para representar los atributos del nuevo poder, pues con ello pretendía buscar legitimidad dentro de la historia española. Este uso no es ajeno a la arquitectura española y otros regímenes totalitarios, como la Alemania Nazi o la Unión Soviética de Stalin también recurrieron a las formas clásicas. De esta forma podemos decir que el estado totalitario usa a los arquitectos para que, a través del clasicismo, puedan dar forma a los edificios del nuevo régimen y así representar su poder. 

Pero además de esta visión directa esta arquitectura clásica ofrece una segunda lectura a través de la cual entendemos que esos debates y esas propuestas clásicas también intentaban dar continuidad a la tradición arquitectónica, quizá no desde el punto de vista historicista y ecléctico pero sí de una visión del clasicismo como esencia y símbolo mismo de la arquitectura occidental. 

Por tanto, el uso del clasicismo por parte de la retórica de la posguerra tiene como fin inmediato la propia representatividad del estado, a la vez que algunos arquitectos, con Luis Moya a la cabeza, vieron ahí una oportunidad de demostrar que estos valores arquitectónicos clásicos, lejos de suponer una regresión, podrían insertarse dentro de la modernidad arquitectónica y representarla tan bien como los propios principios del Movimiento Moderno.


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Bibliografía 

Capitel, Antón. La Arquitectura de Luis Moya Blanco. Madrid, COAM, 1982. 

Domènech, Lluis. Arquitectura de siempre. Los años 40 en España. Barcelona, Tusquets, 1978. 

Chueca Goitia, Fernando. Invariantes castizos de la arquitectura española.  Madrid, Dossat Bolsillo, 1981. 

Méndez, Diego. El Valle de los caídos: idea, proyecto y construcción. Madrid, Alberti, 2009. 

Reina de la Muela, Diego. Ensayo sobre las Directrices Arquitectónicas de un Estilo Imperial. Madrid, Verdad, 1944. 

Ruiz Cabrero, Gabriel. Francisco de Asís Cabrero. Madrid, COAM, 2007. 

Ureña, Gabriel. Arquitectura y urbanística civil y militar en el periodo de la autarquía. Madrid, ISTMO, 1979. 

Urrutia Núñez, Ángel. Arquitectura española s. XX. Madrid, Cátedra, 1997. 

VV.AA. Arquitectura para después de una guerra: 1939-1949. Barcelona, Colegio de Arquitectos de Cataluña y Baleares, 1977. 

VV.AA. Ideas generales sobre un plan nacional de ordenación y reconstrucción. Madrid, Servicios Técnicos de FET y de las JONS. Sección de Arquitectura, 1939.

sábado, 4 de agosto de 2012

El poder representativo del clasicismo en la exaltación nacional tras la guerra civil española: del “Sueño arquitectónico” de Luis Moya al concurso para la Cruz del Valle de los Caídos. (IV)



El Concurso para la Cruz del Valle de los Caídos.

El Valle de los Caídos tiene su origen en un decreto fundacional (13) mediante el cual el general Francisco Franco encomienda al arquitecto pedro Muguruza la construcción del mismo en 1940. Muguruza se encarga de la construcción de la basílica subterránea, la explanada y el monasterio benedictino (14), mientras que para la erección de la cruz se convoca un concurso de anteproyectos en 1942 (15). Se trata del primer gran concurso de Arquitectura después de la Guerra Civil y cuyo propósito no iba encaminado a la mera reconstrucción sino al levantamiento del monumento más significativo del nuevo régimen. Al concurso se presentan veintiuna propuestas firmadas por los arquitectos más prestigiosos de la época, a la que habría que añadir la de Francisco de Asís Cabrero, la cual fue rechazada por no haber finalizado la tramitación de su título en el momento de presentarla (16). Sin embargo, ninguna de las propuestas se juzga adecuada (17) y se encarga nuevamente a Muguruza la elaboración diversas propuestas que son sucesivamente rechazadas por Francisco Franco, quien incluso elaboró un boceto con su propia idea de la cruz. Una vez que Muguruza abandona la dirección de las obras por enfermedad en 1949 se convoca un nuevo concurso de Anteproyectos, donde por fin se elige la propuesta del arquitecto Diego Méndez como ganadora (18). 

Mientras que el Sueño Arquitectónico surge de la iniciativa personal de Luis Moya durante la Guerra Civil, quien usa la exaltación nacional para representar los valores que justifican la continuidad de la arquitectura clásica, los proyectos para la cruz del Valle de los Caídos siguen el camino contrario. Todas las propuestas presentadas emplean el lenguaje clásico para representar la Cruz con la que se quería honrar a todos los muertos de la Guerra Civil. No obstante este clasicismo ofrece una variedad formal que nos habla de la continuidad de ese debate sobre el estilo nacional que se retomó tras la guerra, donde el clasicismo juega un papel definitorio. Las propuestas oscilan entre las que siguen el ideal propuesto por Moya de dar continuidad a la tradición hispánica (19) y las que optan por un clasicismo más depurado (20) y que podrían relacionarse con la arquitectura alemana e italiana de la época, cuyas publicaciones eran las únicas accesibles en una España aislada internacionalmente. De todas las propuestas, la única que sí parece tener una influencia directa con la arquitectura del racionalismo italiano es la de Francisco de Asís Cabrero, quien realizó un viaje a Italia en 1941 y pudo observar de forma directa la arquitectura que allí se hacía, como el Palacio de la Civilización Italiana (Giovanni Guerrini, Ernesto La Padula y Mario Romano, 1938-1943) además de haber mantenido contactos con artistas como Giorgio De Chirico dada la afición del arquitecto por la pintura (21). Además de esa influencia directa de las experiencias italianas, Cabrero, al igual que Moya, pretende entroncar su propuesta con el pasado arquitectónico de España, al vincular la superposición de arcadas de su propuesta con el Acueducto de Segovia (22).

Diferentes propuestas para la Cruz del Valle de los Caídos: 1.- Luis Moya, Enrique Huidobro y Manuel Thomas (Primer Premio). 2.- Juan del Corro, Fco. Bellosillo y Federico Faci Iribarren (Segundo Premio). 3.- Javier Barroso y Sánchez Guerra (áccesit). 4.- Manuel Muñoz Monasterio y Manuel Herrero Palacios (áccesit). 5.- Luis Martínez Feduchi y Eduardo Rodríguez Arial (áccesit). 6.- Javier García Lomas, Carlos Roa y Fco. González Quijano. 7.- Francisco de Asís Cabrero Torres-Quevedo. 8.- Boceto de Francisco Franco. 9.- Pedro Muguruza Otaño (primer anteproyecto). 10- Pedro Muguruza Otaño (segundo anteproyecto). 11.- Antonio de Mesa y Ruiz Mateos (Anteproyecto de 1949). 12.- Diego Méndez (Anteproyecto de 1949). 

Fuente de las imágenes: 
1-6 y 8-12. Méndez, Diego. El Valle de los caídos: idea, proyecto y construcción. Ed. Alberti. Madrid, 2009. 
7. Ruiz Cabrero, Gabriel. Francisco de Asís Cabrero. Ed. COAM. Madrid, 2007 p. 19.

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Notas

(13) Decreto de 1 de abril de 1940, disponiendo se alcen Basílica, Monasterio y Cuartel de , Juventudes, en la finca situada en las vertientes de la Sierra del Guadarrama (El Escorial), conocida por Cuelgamuros, para perpetuar la memoria de los caídos en nuestra Gloriosa Cruzada. Boletín Oficial del Estado nº 93, 2 de Abril de 1940, p. 2240.

(14) Muguruza Otaño, Pedro; Muñoz Salvador, Antonio; Oyarzabal, Francisco Javier. Monumento Nacional a los Caídos. Revista Nacional de Arquitectura nº 10-11 (1942), p. 55-63.

(15) Dirección General de Arquitectura.- Anuncio de concurso de anteproyectos para una gran Cruz Monumental, convocado por el Patronato del Monumento Nacional a los Caídos con arreglo a las bases que se indican. Boletín Oficial del Estado nº 37, 6 de Febrero de 1942, p. 930. 

(16) No obstante, su propuesta se expuso el la Sala Macarrón de Madrid en 1943 junto con otras obras suyas. Ver: Notas Gráficas de Actualidad. ABC, 23 de Junio de 1943.

(17) Acta del Jurado del Concurso de Anteproyectos para una gran Cruz Monumental, convocado por el Patronato del Monumento Nacional a los Caídos. Publicado en Revista Nacional de Arquitectura nº 18-19 (1943). p. 23-24.

(18) Méndez, Diego. El Valle de los caídos: idea, proyecto y construcción. Ed. Alberti. Madrid, 2009. p. 23 y p.39

(19) La propia propuesta de Luis Moya, Enrique Huidobro y Manuel Thomas (Primer premio), D. Javier Barroso y Sánchez Guerra (áccesit), Manuel Muñoz Monasterio y Manuel Herrero Palacios (áccesit), el boceto de Francisco Franco, los dos Anteproyectos de Pedro Muguruza y la propuesta de Antonio de Mesa y Ruiz Mateos para el concurso de 1949. Méndez, Diego. Ibid. p. 24-43. 

La Revista Nacional de Arquitectura dedicó un número monográfico a las propuestas ganadoras, con abundante documentación gráfica. Ver: Revista Nacional de Arquitectura nº 18-19 (1943).

(20) Propuestas de Juan del Corro, Fco. Bellosillo y Federico Faci Iribarren (Segundo Premio), Luis Martínez Feduchi y Eduardo Rodríguez Arial (áccesit), Javier García Lomas, Carlos Roa y Fco. González Quijano (áccesit), además de la de Franciso de Asís Cabrero. 

(21) Ruiz Cabrero, Gabriel. Francisco de Asís Cabrero. Ed. COAM. Madrid, 2007 p. 19.

(22) Ruiz Cabrero, Gabriel. Ibid. p. 20.

jueves, 2 de agosto de 2012

El poder representativo del clasicismo en la exaltación nacional tras la guerra civil española: del “Sueño arquitectónico” de Luis Moya al concurso para la Cruz del Valle de los Caídos. (III)




Antes de que se sentaran las bases teóricas para la arquitectura del nuevo régimen franquista, el arquitecto Luis Moya Blanco planteó un conjunto urbano con el que pretendía plasmar sus ideales arquitectónicos más allá de su adscripción política al nuevo régimen, o la utilidad de su proyecto dentro del mismo. Iniciado a finales de 1936 junto con el escultor Manuel Álvarez Laviada; en febero de 1937 se incorpora el Teniente de Caballería Gonzalo Serrano y Fernández de Vilavicencio, Vizconde de Uzqueta. Tituló a este conjunto urbano como “sueño arquitectónico” tanto por la imposibilidad de su materialización como por la carga idealista que éste contiene. La imposibilidad de materializar el proyecto no fue reñida con su viabilidad constructiva y Luis Moya determinó tanto el emplazamiento (ubicado entre el Hospital Clínico y en antiguo cementerio de San Martín, actual Estadio Vallehermoso, y cuyos cipreses reutiliza) como la configuración constructiva de todos sus elementos, prestando cuidado incluso a sus detalles. El conjunto se organiza a partir de dos ejes sobre los que destacan dos elementos principales: un arco triunfal y una pirámide hueca en torno a los cuales se estructuran varias plazas con edificios militares y administrativos. 

Esta obra admite una lectura simbólica a dos niveles no excluyentes: el primero, obtenido del clima bélico y de la posterior victoria del bando nacional, nos muestra un edificio destinado a celebrar ese triunfo. Las propias ideas usadas como punto de partida por los autores: “exaltación fúnebre, nacida de lo que sucedía alrededor y amenazaba; la idea triunfal, que producía lo que se oía y lo que se esperaba; una forma militar, contra la disciplina ambiente” (10), muestran sus inclinaciones políticas favorables al bando sublevado así como a la incertidumbre que en el Madrid republicano podría causar esa adscripción. Es por ello que el texto con el que Moya presenta su Sueño en 1940 tiene un cierto tono sombrío del que a duras penas sale a relucir alguna esperanza. En esta primera lectura el Sueño simboliza una victoria lejana y con la que por tanto se sueña; y al soñar con ella el arquitecto se permite la erección de esa fantasía. Una vez finalizada la guerra y presentado el conjunto a la sociedad, éste cobra un nuevo significado como representación del orden que trae el nuevo régimen, de ahí que en ocasiones se le haya vinculado con la posterior construcción del Valle de los Caídos, auténtico monumento a la exaltación de las víctimas de la Guerra Civil. Pero bajo esa primera lectura al calor de las circunstancias políticas del momento subyace una segunda ligada a la trayectoria del arquitecto y en coherencia con su defensa tanto teórica como profesional del clasicismo como modelo proyectual válido en el mundo moderno. De esta forma el sueño se convierte en la recreación onírica de la continuidad clasicista de una arquitectura española que pudo ser y también que podría ser. Moya desdeña tanto la influencia de la arquitectura francesa como los diferentes regionalismos y la arquitectura posterior a 1850 y mira hacia la arquitectura italiana y española consideradas en su totalidad, sin separaciones por periodos ni estilos para plantear una arquitectura nueva que de continuidad a la tradición española a la vez que responde a las nuevas necesidades (11). 

El arco triunfal y la pirámide, como elementos claves del conjunto, admiten ambas lecturas si se los considera de forma independiente. El Arco del triunfo representaría en la primera lectura la historia de España estructurada a modo de retablo presidido por Santiago Apóstol y en el que la victoria franquista se coloca a modo de coronación de las grandes proezas nacionales. Pero con la propia forma del arco del triunfo, Moya pretende entroncar con las arquitecturas efímeras barrocas y darles continuidad con una forma permanente que ahora puede ser tal gracias a los avances técnicos, de los que no reniega y emplea activamente. 

La pirámide se elige deliberadamente para representar la exaltación fúnebre y en su interior contiene un monumento que emerge de una cripta como si tratase de materializar la Resurrección de Cristo a la vez que contiene estatuas de los Caídos en la Guerra y un sepulcro al “Héroe único” (probablemente Jose Antonio Primo de Rivera) que es contrapuesto al habitual Soldado Desconocido. Esta es otra de las razones por las que se considera al Sueño Arquitectónico un antecedente del Valle de los Caídos, pues éste también alberga la tumba de Jose Antonio Primo de Rivera en un lugar preeminente. A su vez, Moya considera la pirámide un elemento habitual en la arquitectura española a través de los pináculos herrerianos y otros monumentos funerarios y conmemorativos de finales del siglo XVIII y primera mitad del XIX, por lo que su forma queda justificada en su propósito continuativo (12).

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Notas:

(9) Moya Blanco, Luis. Sueño Arquitectónico para una exaltación nacional. Publicado en Vértice nº 36 (1940) p. 7-11. Publicado también en Arquitectura nº 64 (1964). En Arquitectura nº 99 (1976). En Catálogo de la exposición Arquitectura para después de una guerra. 1939-1949, Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña y Baleares, Barcelona, 1977. 


(10) Moya Blanco, Luis. Ibid. p. 7 

(11) Nótese la diferencia de planteamiento con el Arco de la Victoria (Modesto López Otero, 1950-56), que sigue el esquema convencional de arco del triunfo romano. 

(12) Antón Capitel relaciona además esta pirámide con la arquitectura de Ledoux. Ver: Capitel, Antón. La Arquitectura de Luis Moya Blanco. Madrid, COAM, 1982. p. 55 y ss.














Moya Blanco, Luis. Sueño Arquitectónico para una exaltación Nacional. Vista de la cripta bajo la Pirámide, Vistas frontal y trasera del Arco del triunfo, Vistas de la Pirámide, Alzado, Planta y Secciones de la Pirámide, Axonometría Seccionada de la pirámide, Planta general.
Fuente de las imágenes:
Vistas y planta general: Archivo Luis Moya Blanco. Colección Digital Politénica.
Axonometría seccionada: Capitel, Antón. La Arquitectura de Luis Moya Blanco. Ed. COAM. Madrid, 1982. p. 70.