The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976.
From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982
Tom Wolfe ante el arte
“La Palabra pintada” se divide en seis breves capítulos, con un prólogo y un epílogo. Todos ellos tienen un estilo literario muy directo y rápido, casi como si Wolfe estuviera delante del lector contándole una anécdota. Esto contribuye a crear en cierto un ambiente de confianza que relaja al lector y le invita a asimilar rápidamente toda la carga conceptual que el autor suelta desde las primeras líneas.
Los tres primeros capítulos están dedicados a mostrar el panorama de los artistas y las élites culturales en la ciudad de Nueva York, bautizada por Wolfe como “Culturburgo”, descritos desde el punto de vista del autor, quien cita a menudo a la prensa escrita como fuente a consultar o como mero recurso argumental con el que reforzar sus opiniones. Los tres últimos se centran en la progresiva relevancia que van adquiriendo críticos como Clement Greenberg y Harold Rosenberg como garantes del expresionismo abstracto, así como la pérdida de su hegemonía a medida que surgen nuevos movimientos artísticos.
El prólogo es una breve introducción al tema que se pretende tratar. Wolfe muestra el panorama cultural en la prensa neoyorquina de mediados de la década de 1970 y se sorprende de la enorme carga teórica que necesita el arte contemporáneo para ser entendido. Esto, que se nos muestra como una revelación, es lo que da inicio a todo el discurso posterior.
En un brevísimo repaso histórico por el arte de la primera mitad del siglo XX, el autor reduce la génesis y evolución de las vanguardias artísticas a dos términos: “Danza de los Bohemios” y “Consumación”. El primer término hace referencia a los entornos en los artistas se mueven, alejados de la oficialidad del arte académico, hasta cierto punto todavía predominante, y vinculados políticamente a movimientos de izquierda o progresistas. Este es un mundo cerrado, ensimismado, que en principio reniega del resto de la sociedad y proclama su aislamiento. Sin embargo, esos circuitos, denominados por el autor bohemios ( ambientes culturales marginales, en clara referencia a la acepción habitual del término), necesitan del resto de la sociedad para su propia subsistencia a través de la venta de sus cuadros. Es aquí donde entra el segundo término, referido al momento en que un determinado artista consigue reconocimiento social. Pero este reconocimiento no es extensible a la totalidad de la sociedad, sino que es exclusivo de unos pocos, denomiados por Wolfe le monde.
De esta forma, el arte contemporáneo obtiene fama únicamente a través del mecenazgo de un reducido sector de la sociedad, que no necesariamente está interesado en la difusión y entendimiento masivo de este arte. Con esto se nos introduce en el segundo capítulo, que ahonda en el carácter elitista y en cierto modo “iniciático” que tiene el arte contemporáneo. Tanto los artistas como las élites culturales que los patrocinan conforman un espectro social separado, que en el caso norteamericano queda bien diferenciado por la enorme dicotomía que existe entre las grandes metrópolis del país y el carácter rústico del resto de su geografía. Así, los artistas pueden seguir clamando contra las convenciones de la sociedad y a la vez obtener el beneplácito de las élites.
Pero estas élites culturales que ejercen su mecenazgo sobre los artistas contemporáneos han necesitado una formación para entender y apreciar ese arte exclusivo. Aquí es donde Wolfe introduce a los críticos, a quienes reconoce el mérito de hacer de intermediarios conceptuales entre el artista y el mecenas. Estos críticos, con Clement Greenberg y Harold Rosenberg a la cabeza, no opinan a posteriori, sino que se vinculan activamente al proceso de creación pictórica, de forma que son capaces tanto de dar una explicación, desde la teoría del arte, al acto que realiza el pintor, y transmitirlo a los posibles receptores de esas obras. Con ello no sólo explica, sino que también educa, y ahí es donde Wolfe descarga toda su crítica, en el poder que progresivamente van adquiriendo estos críticos. Según su razonamiento, puesto que únicamente ellos son capaces de entender estas expresiones artísticas, también está en sus manos seleccionar qué artistas son más adecuados para las teorías que defienden. Y por tanto, no divulgan una visión objetiva del arte contemporáneo, sino que han adquirido el poder suficiente para que se divulguen únicamente aquellos artistas que se amoldan a las teorías que, en muchas ocasiones, preceden a los cuadros.
La teoría artística adquiere entonces un valor aún mayor que el producto artístico final y aunque en los siguientes capítulos el autor muestre cómo Greenberg y Rosenberg perdieron su hegemonía, también cuenta cómo su legado continúa. Las nuevas expresiones artísticas no descartan la figuración y otros recursos rechazados por estos críticos, pero no por ello dejan de necesitar una teoría artística que les de una explicación que ellas no pueden dar por sí mismas. Wolfe dedica los dos últimos capítulos del libro a mostrar ejemplos de cómo, los movimientos artísticos que siguieron al expresionismo abstracto también hicieron uso de la teoría y de la crítica para explicar lo que hacían, hasta el punto de que cada vez era necesario más teoría y menos producto artístico. Incluso Greenberg y Rosenberg pusieron el grito en el cielo ante estos abusos, pero Wolfe los despacha rápidamente considerándolos como unos progenitores que han perdido el control de sus vástagos, convertidos en monstruos.
El autor concluye su ensayo con un breve epílogo en el que hace referencia al nacimiento de nuevas corrientes artísticas que vuelven a la figuración y que, según él, no necesitarían de elaboradas teorías para entenderse. Por tanto augura un futuro en el que el arte de mediados del siglo XX y sus elaboradas teorías serán vistos como una pintoresca curiosidad.
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