Una de las acusaciones más habituales con las que nos enfrentamos quienes defendemos la validez del clasicismo para la arquitectura contemporánea y la recuperación de su tradición ininterrumpida, es la del pastiche. El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define pastiche como “Imitación o plagio que consiste en tomar determinados elementos característicos de la obra de un artista y combinarlos, de forma que den la impresión de ser una creación independiente”. Podríamos añadir que la creación resultante es compositivamente caótica; los elementos copiados no se relacionan entre sí y aparecen apilados con la única intención de parecer ser algo que nunca fue y que pretende hacerse pasar por original.
El término pastiche es un galicismo que a su vez proviene del italiano pasticcio, un término musical surgido del latín post-clásico pasticium (s. XIII) y que significa empanada (que no es otra cosa sino un revoltijo de alimentos contenidos dentro de una masa de pan). De ahí el término vino a designar durante el siglo XVIII a aquellas óperas que empleaban fragmentos musicales de otras obras (ya fueran óperas o composiciones instrumentales) para sus arias. Haendel, Vivaldi o incluso Mozart usaron el pasticcio en sus óperas, siendo algo común en una época en la que no existían grabaciones sonoras y que se entendían como guiños hacia otras composiciones más populares. Al pasar al francés y al inglés vino a identificar también las obras literarias donde se acumulaban textos de diversa procedencia que se hacían pasar por original, algo también común en la época.
Con la Revolución Industrial surgieron procedimientos para fabricar objetos en serie que irremediablemente hundieron la calidad de los mismos, pero permitieron a la incipiente burguesía hacer uso de ellos para ostentar sus nuevos privilegios (en Alemania surge el término kitsch para designarlos). En arquitectura, durante los eclecticismos, aparecieron publicaciones que recogían lo más destacado de la producción artística a lo largo de la historia, con tal grado de detalle que podían ser perfectamente reproducidos por cualquier artista en cualquier latitud, lo que a su vez permitió el desarrollo de una peculiar filosofía proyectual según la cual cada edificio debía hacerse en el estilo histórico que mejor se correspondiese con su función (de ahí por ejemplo, la profusión de iglesias neogóticas por todo el mundo, ya que se pensaba que la una iglesia gótica captaba mejor la espiritualidad del cristianismo que otra que no lo era) o que respondiera a un estereotipo pintoresco (como las plazas de toros neomudéjares) donde los elementos imitados se acumulan sin más criterio que el de una composición estética o la simple ostentación.
Ya en la Exposición Universal de 1851 numerosos artistas se quejaban de la baja calidad de muchos de los productos industriales exhibidos, que a pesar de emplear nuevos materiales y procesos industriales, estaban luego tratados para parecer antiguos o artesanales. A pesar de los numerosos intentos posteriores de devolver la dignidad a la artesanía a la vez que a la producción industrial, y a pesar de los intentos de la modernidad de acabar con toda forma decorativa, el mal gusto de estos objetos se acabó extendiendo. Y sin un mecenazgo formado en el clasicismo y la tradición que pudiera efectuar de contrapeso, los deseos de ostentación de un mercado burgués carente de la profunda formación estética de los anteriores llegaron a extremos más que criticables.
Estos excesos fueron objeto de críticas con el fin de depurar las artes y la arquitectura y devolverles tanto su dignidad como su esencia. Y a modo despectivo, se empezó a aplicar el término “pastiche” haciendo referencia a esa mezcla muchas veces ilógica. Las vanguardias hicieron de estos pastiches su principal antítesis y durante la implantación del Movimiento Moderno se convirtió en un enemigo a perseguir. A partir de ahora, cualquier vestigio de la historia debía ser eliminado de la metodología proyectual que buscaba un mundo nuevo para la civilización de las máquinas. La arquitectura anterior a la Revolución Industrial se considerará arte, artesanía, todo lo más expresión primitiva de la misma arquitectura, que solo se convierte en Arquitectura (con mayúscula) a partir de que los maestros del Movimiento Moderno sentaran las bases para la redefinición del mundo en términos de hormigón, vidrio y acero; los eclecticismos quedan relegados al desprecio bajo la categoría de pastiche, que también abarcará a diversas técnicas de restauración bajo el apelativo de “falso histórico”.
A pesar de los esfuerzos de la modernidad por edificar máquinas de habitar para su modelo de sociedad industrial, la sociedad real siguió haciendo uso de los kitsch ya no como medio de ostentación sino como forma de enlazar con una tradición cada vez más lejana. Los prismas puros de las urbanizaciones de viviendas de hormigón armado con sus calles suspendidas y sus fachadas libres pronto se vieron pobladas por una pléyade de arriates de flores, cierros, toldos y otros elementos decorativos con los que sus moradores pretendían hacer más llevaderas sus vidas. Y fue precisamente a partir del éxito social de la acumulación de estos kitsch como el pastiche fue elevado a categoría arquitectónica por la posmodernidad. El pato y la caja decorada de Venturi se convirtieron en paradigmas de una nueva forma de entender la arquitectura, que valoraba la espontánea ironía de la pulcra modernidad felizmente adornada por los elementos que infructuosamente intentó eliminar. Quedaba patente el fracaso de la modernidad a la hora de crear una sociedad para su arquitectura de tabula rasa, y la demolición del complejo de viviendas Pruitt Iggoe en 1972 fue visto por muchos arquitectos como el fin del Movimiento Moderno.
Los principios del Movimiento Moderno acabarían sometidos a una profunda autocrítica que dio lugar a las diversas corrientes de la arquitectura actual, ya sea optando por el purismo (minimalismo y high tech) o por una suerte de manierismo (deconstructivismo y parametricismo). Las provocaciones del clasicismo irónico pronto dieron paso a un clasicismo que retoma la tradición allí donde los excesos eclécticos y las vanguardias la abandonaron. Pero a ojos de los partidarios de la modernidad establecida ya como nueva e inamovible tradición ese clasicismo es un elemento a combatir, y contra él usarán el término pastiche tal y como hacían cuando atacaban la ópera de París de Charles Garnier hace ochenta años, además de meter en el mismo saco a edificios de nuevos clasicistas consagrados y esperpentos ostentosos de nuevo rico.
Y precisamente esos edificios más cercanos a la ostentación kitsch que a los pintorescos edificios del eclecticismo, son los que merecen el verdadero apelativo de pastiche, pues a la mala calidad de los acabados se une la de los materiales, generalmente polímeros que imitan piedra o madera o moldes de hormigón tratados para parecer piedra, y que además se acumulan más que combinan con pésimo gusto, como en la imagen de cabecera, donde un entablamento dórico “griego” (por tener los triglifos en las esquinas) se superpone a una columna jónica de fabricación estandarizada.
Excelente artículo. Pienso que es muy importante remarcar que proyectar con el lenguaje clásico y hacer pastiche no sólo no son lo mismo, sino que son opuestos. Y para saber por qué no son lo mismo, hay que conocer el lenguaje clásico y la historia de la arquitectura, y formarse un criterio sólido.
ResponderEliminarPara que se tome en serio el llamado por algunos Movimiento Clásico, una de las primeras cosas que hay que hacer es asentar esta diferencia. Y de camino, el mismo pastiche irá desapareciendo a medida que los arquitectos que lo practican conozcan mejor la arquitectura tradicional.
Nada mejor para combatir el clasicismo que la táctica propagandística de crear un enemigo único lo suficientemente abstracto como para constituirse en suma individualizada de los fantasmas de la modernidad. Al igual que para hablar un idioma es necesario aprender su gramática, el clasicismo posee una lo suficientemente elaborada como para expresarse arquitectónicamente sin necesidad de añadidos.
ResponderEliminarLa desaparición del pastiche y del kitsch es algo más arduo pues ambos nacen de las ansias de ostentación de nuevos ricos tacaños que prefieren seguir pagando los lujos a precio de saldo. En ese nivel es más necesaria la reeducación que en las Escuelas; enseñando al pueblo cómo debe demandar el clasicismo, los arquitectos aprenderán a ofrecérselo correctamente.
Un saludo.