martes, 29 de septiembre de 2009

Indigestión en el vientre de Sanlúcar


El vientre de París es el título de una novela del escritor naturalista Emilio Zola. Ambientada en los mercados centrales de la ciudad francesa, la minuciosa descripción de las actividades que en él se realizaban convirtió el título de su obra en un sinónimo de este gran espacio del comercio tradicional parisino. Sin embargo, en 1973, un mal entendido concepto de progreso hizo demoler la impresionante estructura metálica proyectada por Victor Baltard para sustituirlas por el “Forum des Halles”, consistentes en un gran complejo subterráneo bajo el solar del mercado, convertido ahora en parque. Ni los sucesivos proyectos ni reformas han impedido la degradación de este espacio y en 2007, treinta y cuatro años después del primer proyecto, fue necesaria una tremenda remodelación que incluso ha hecho cambiar el nombre del complejo a “Carreau des Halles”. A pesar de todas las comodidades que aporta a la ciudad este nuevo espacio, el entorno de los antiguos mercados es un desolador vacío urbano que además ha privado al barrio de un enorme punto de abastecimiento alimentario.

Los Mercados de París según el proyecto de Baltard (1866-1973)

Les Halles en la actualidad, a pesar de las apariencias, un inmenso descampado en el centro de París

El mismo año de 1973, el “vientre de Sevilla”, el Mercado de la Encarnación, cerraba sus puertas e iniciaba un largo proceso de decadencia del que dudamos lo sacará los monstruosos “champiñones” que ahora dominan la Plaza de la Encarnación. El mercado fue demolido en aras de un progreso que pretendía implantar las nuevas y flamantes superficies comerciales a la vez que extendía certificado de defunción sobre el comercio tradicional. Los comerciantes, desesperados tras más de treinta años en una miserable “sede provisional” aceptaron un proyecto que los relegaba a los sótanos, como si la nueva y remilgada ciudad post-industrial sintiera vergüenza de avituallarse ante una simpática carnicera o un pescadero que pregona, con mucho ingenio, sus productos a voz en grito.

El Mercado de la Encarnación en 1973
Metropol-Parasol de Jürgen Mayer

Las nefastas consecuencias que para el entorno urbano inmediato tuvo la demolición del Mercado de la Encarnación de Sevilla sirvieron de ejemplo para muchas otras ciudades españolas, que optaron por la rehabilitación de sus mercados y la modernización de sus instalaciones. Este fue el camino que siguió en la década de 1980 el Mercado de Abastos de Santiago de Compostela, construido en 1941 por el arquitecto Joaquín Vaquero Palacios en estilo neorrománico y más recientemente el de Algeciras, un proyecto de 1934 del Ingeniero Eduardo Torroja que iba a ser destinado como “equipamiento cultural” por el Ayuntamiento de Algeciras y que gracias a la oposición e insistencia de comerciantes y ciudadanos pudo restaurarse y continuar con su actividad.

Mercado de Abastos de Santiago de Compostela

Mercado de Abastos de Algeciras

Sin embargo, no siempre es posible la rehabilitación de un mercado. Las voluntades municipales son de vital importancia en estos casos, pues de la clarividencia de los ediles viene la decisión de apostar por el comercio tradicional como fuente de ingresos y vitalidad urbana o considerarlo obsoleto e ineficaz frente a unas grandes superficies muy interesadas en los monopolios. Este es el caso del mercado de Sanlucar de Barrameda, construido en 1744 y reformado en 1882 y 1936 para ampliar y actualizar sus instalaciones. Más de sesenta años después de su última intervención, la Junta de Andalucía decide, a través de la Consejería de Obras Públicas y como en tantas otras ciudades, realizar un concurso de ideas para la modernización de las instalaciones del mercado.

Exterior del Mercado de Sanlúcar de Barrameda

 
Planos de la restauración de 1936

La resolución de dicho concurso fue en marzo de 2008, destacando tres propuestas ganadoras ("Kasba", del equipo sevillano de arquitectos Brieva-Violade; otra con el lema "Escenarios enlazados", de Ana Zazo y Alberto Alvarez, de Madrid; y con el lema "Caballo de Mar", Juan Socas Hurtado, de Sevilla) y una mención especial ("Arrimando la una a la otra" del arquitecto José Ignacio Sánchez Cid, de Sevilla).

Pero la Consejería, ávida de efecto Guggenheim con el que mostrar su concepto de “segunda modernización” de Andalucía, encarga al estudio Beuve un nuevo proyecto, diferente al que presentaron para el concurso de ideas y que tiene previsto la demolición del mercado para dar paso a un nuevo centro comercial. Este nuevo centro comercial es un paralelepípedo blanco minimalista (la habitual excusa contextualista con la que se impone la modernidad a costa de la demolición de los centros históricos) que se estructura en varios niveles, dejando la zona de mercado semienterrada y colocando en medio de la calle, descontextualizada y a modo de molesto recuerdo, la antigua puerta de acceso desdeñosamente rebautizada como “puerta de piedra”.

 
 
 
Maqueta y fotomontajes del nuevo proyecto sobre el tejido urbano actual

A favor del proyecto del nuevo centro comercial (a la vista de las dimensiones del proyecto resulta imposible hablar de mercado en el sentido tradicional del término) se encuentran los comerciantes y un sector de la población que, en un alarde chovinista, defiende cualquier propuesta moderna por considerar que la prosperidad de una ciudad viene de la mano de la adopción de formas que le son completamente ajenas y que en el mejor de los casos sólo sirven de monumento a la audacia y profesionalidad del arquitecto. La postura de los comerciantes es lógica pues desesperan al verse trabajando en pésimas condiciones por culpa de la anquilosada burocracia, y en su desesperación reciben con los brazos abiertos cualquier propuesta. Pero olvidan estos comerciantes que el coste del nuevo centro comercial se amortizará con los alquileres de los puestos y que no se vacilará por sustituir los puestos tradicionales por otros más propios de sibaritas que juegan a los mercados. Ese ha sido el caso del Mercado de San Miguel en el centro de Madrid, que tras varios años de decadencia fue reflotado por una asociación que, conservando el edificio y la disposición antigua de los puestos, lo ha transformado en un sofisticado y exclusivo centro comercial donde se venden carísimos productos de primera categoría.
 
Mercado de San Miguel de Madrid. Consiguió salvarse a costa de perder su esencia y transformarse en una "boutique del gourmet".

En contra se encuentran los preservacionistas encabezados por el Aula Gerión, Asociación cultural para la defensa del Patrimonio Histórico, que busca la reforma interior del mercado conservando en lo posible las estructuras existentes. La postura preservacionista apuesta por la continuidad de los usos tradicionales como símbolo de vitalidad urbana, y no por la transformación de los centros históricos en contenedores de venerables antigüedades y expositores de productos exquisitos que sólo responden a las demandas del turismo y urbanitas remilgados.

Todo parece apuntar a que Sanlúcar sufrirá una grave mutilación de su centro histórico de manos de una Consejería de modernidad imparable pero impasible ante la desaparición de un patrimonio que en otras ocasiones protege con celo absurdo y unos comerciantes desesperados que aceptan cualquier propuesta. Únicamente la crisis que sufrimos y un providencial recorte presupuestario pueden salvar esta joya de la arquitectura civil andaluza.

El Aula Gerión está llevando a cabo una campaña de recogida de firmas para impedir este atentado contra el patrimonio. Puede apuntarse siguiendo este enlace: Campaña salvemos el Mercado

domingo, 27 de septiembre de 2009

Un alma para el espacio litúrgico (III)


CRITERIOS HETERODOXOS

Examinemos en segundo lugar las insuficiencias funcionales. Proyectar una iglesia requiere una comprensión de los lugares de celebración, en especial la tribuna para la lectura de la Palabra de Dios y el altar en el cual se renueva el sacrificio del Calvario. El proyecto debería partir por el altar y no por el revestimiento.

Desde este punto de vista, las principales responsabilidades por el carácter inadecuado de las iglesias modernas recaen sobre quienes las encargan.

En 1960, la publicación del libro Liturgy and Architecture, de Peter Hammond, tuvo notable resonancia en Inglaterra e Irlanda. Aun cuando la escribió un anglicano, la obra tuvo gran influjo sobre la planificación de las iglesias católicas. El autor sostiene que la iglesia es la “Casa del pueblo de Dios” (domus ecclesiae) (1) más que un edificio dedicado a la adoración de Dios (“Casa de Dios” o domus Dei). Poniendo el acento en un funcionalismo radical, propone un espacio idóneo para reunir la asamblea en torno al altar, destacando la acción misma de reunirse.

De este modo hay un rechazo al valor central de la Eucaristía y la naturaleza jerarquica de la Iglesia, cuyo origen reside en el sacrificio del altar. El edificio para el culto es considerado ciertamente semejante a los organismos vivos, pero de tipo elemental, como la ameba o el paramecio (2). Éstos serían los nuevos términos de comparación para diseñar una iglesia, ya no el cuerpo humano, como se ve en cambio en los tratados de arquitectura del Renacimiento. En realidad, no es trivial el hecho de que los autores de los manuales introduzcan la figura humana, señalada por Vitruvio como “medida de todas las cosas”, en el interior de la planta de las iglesias en cruz latina, en un juego de rebotes simbólicos entre los miembros vivos del Cuerpo Místico y las partes del organismo arquitectónico.

La Reforma litúrgica que tuvo lugar despues del Concilio Vaticano II fue llevada a la práctica por liturgistas y teólogos que comprendieron indebidamente los principios eclesiológicos. Es conocida la interpretación neomodernista de documentos del Concilio, como Sacrosanctum concilium y Lumen gentium. Recordemos que esos documentos no hablan de la Iglesia únicamente como Pueblo nuevo di Dios (3), sino también como Cuerpo Místico de Cristo y Templo del Espíritu Santo.

Para proyectar los lugares donde la Iglesia local se reúne para celebrar los sacramentos, es necesario referirse precisamente a estas definiciones trinitarias. Se trata efectivamente de las ideas centrales a partir de las cuales la Iglesia se conoce a sí misma y los cristianos se conocen a sí mismos como miembros de la Iglesia. Uno de los motivos por los cuales la arquitectura para el culto carece de un “lenguaje sacramental” es el debilitamiento de esta comprensión.

¿Cuántos liturgistas tienen hoy un sentido “sacramental” de la liturgia? ¿Cuántos tienen fe en la eficacia sobrenatural de la gracia? ¿No será que para ellos la señal tiene valor prescindiendo de la realidad significada? La Misa es una partecipación profunda en las realidades espirituales mediante una compleja estructura simbólica (las formas de disposición de la iglesia, los ministerios, la vestimenta, los objetos del culto, las palabras, las oraciones, los movimientos, los gestos). ¿Cuántos liturgistas se basan en una comprensión real de la persona umana para definir los espacios y momentos de la celebración? Es preciso considerar el modo de relación del hombre con el espíritu a través de la materia, por medio de la memoria, la imaginación, la percepción estética, los sentidos, las emociones y los pensamientos: todas las potencias empapadas por una vida de auténtica oración.

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(1) No habría excepción alguna a esta definición clásica, si no fuese por el hecho de que se altera radicalmente el sentido original: Dios es considerado de tal manera inmanente con su pueblo que desaparece del todo.
(2) Peter Hammond, Liturgy and architecture, Barrie and Rockliff, London 1960, pp. 11, 28 e 38.
(3) Pueblo con la P mayúscula, sociedad sobrenatural organizada por el Fundador divino, y no multitud anárquica animada por un dios desconocido.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Un alma para el espacio litúrgico (II)

Autor: Ciro Lomonte
Publicado en: revista Humanitas, Santiago del Chile, n° 36, octubre-diciembre 2004

EN LAS RAICES DEL MALESTAR

¿De dónde partir entonces nuevamente? Por una parte, es preciso que los edificios para el culto sean bellos; por otra, es necesario que cumplan debidamente la función para la cual se proyectan. Ambas exigencias están íntimamente vinculadas.

Consideremos ante todo las dificultades en el ámbito estético. En la sintaxis de la arquitectura moderna se ha excluido por principio la decoración, componente indispensable para proyectar las iglesias católicas (1). Éste es el motivo esencial por el cual las iglesias modernas son desnudas, casi como si fuesen sometidas a una furia iconoclasta preventiva. La concepción de Dios del arquitecto, comúnmente abstracta, se expresa con una grandilocuencia de volúmenes injustificada (2). En las paredes desnudas se ponen imagenes de las Tres Personas divinas, la Virgen y los santos desvinculadas del conjunto de la obra, que podrían sacarse o cambiar de sitio sin modificar el efecto general. Se entra en ambientes anodinos, sin saber adónde dirigirse, puesto que no hay un motivo especial para que el crucifijo o el tabernáculo se encuentren en un lugar u otro.

La liturgia católica necesita el ornamento simbólico porque las señales evocan y actualizan hechos históricos. Además, la Revelación atribuye gran valor al cuerpo y la materia. El arte moderno carece de recursos para expresar esta verdad, entre otras cosas porque se dirige a una élite de intelectuales y no a una comunidad variada de fieles comunes. Si alguien quisiera entrar en nuevos recorridos de desarrollo de la arquitectura y las artes figurativas, debería considerar el mérito de los motivos que han llevado a las vanguardias a rechazar la representación del cuerpo. Éste es el problema central, y no el de las técnicas, puesto que el programa iconográfico del espacio litúrgico se presta para complejas instalaciones, de gran actualidad. No es indispensable comenzar nuevamente a pintar las paredes al fresco (técnica por lo demás desconocida por la mayor parte de los artistas contemporáneos). Podría intentarse, por ejemplo, el uso de videos, siempre que ayude a describir en su integridad el misterio cristiano.


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(1) En realidad, el ornamento es necesario para garantizar el carácter de cualquier obra de arquitectura, si expresa simbólicamente sus funciones.
(2) Un edificio no es una escultura. El hecho de hacer irrumpir en el escenario urbano una iglesia con forma de buque o carpa no contribuye a ordenar un paisaje caótico ni a organizar el aula de culto. El templo católico es totalmente distinto al templo griego, ya que el espacio interno es más importante que el volumen externo y se estudia con sumo cuidado.

martes, 15 de septiembre de 2009

Edificios: Galería Duncan. Lincoln, Nebraska, Estados Unidos




Este proyecto se sitúa en las grandes planicies de Norteamérica. Es tanto una vivienda como una galería para un cliente que ama las cestas artesanas y los aviones privados, y que colecciona escultura abstracta moderna.


El emplazamiento del edificio es tan pintoresco como surrealista. El montículo arbolado que hace las veces de telón de fondo aparece como una intrusión surrealista en la llana pradera. Una red de senderos se superpone a las masas arbóreas y los cuadrados resultantes se sembraron con diferentes variedades de hierba de la pradera. Y sobre esta colcha vegetal se sitúan gigantescas esculturas. El volumen principal del edificio agrupa las salas de exposiciones y de esparcimiento en torno a un atrio cubierto. Un peristilo al norte hace las veces de cochera y patio de servicio.


El edificio tiene la escala de una galería de arte y así como el caracter pintoresco de la finca contrasta con la cuadrícula vegetal de la pradera, la piedra de Indiana de sus muros contrasta con la carpintería de acero inoxidable cepillado. La yuxtaposición de la piedra y el acero inoxidable es un ejemplo tanto de la tectónica de materiales como de la adaptabilidad inherente del lenguaje clásico. Esta galería vivienda es una contradicción al situarse en la frontera entre lo público y lo privado. Como galería ofrece refugio frente a un mundo cada vez más tecnificado a la vez que se reafirma en las tradicionales funciones protectoras de una una vivienda en relación a su entorno y convirtiéndose en algo "natural" dentro de la pradera.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Un alma para el espacio litúrgico (I)

Durante las próximas semanas vamos a dedicar los domingos a la arquitectura religiosa y, en consonancia con la "línea editorial" de este blog traeremos cada semana un fragmento de un artículo del arquitecto italiano Ciro Lomonte sobre liturgia católica y arquitectura.


IGLESIAS FEAS

Las iglesias modernas no convencen. Al visitarlas, se percibe la dificultad de los contemporáneos para expresar lo trascendente en las obras de arte sacro. Los fieles están condenados a frecuentar iglesias parecidas a menudo a gimnasios, garajes, supermercados, escuelas o directamente piscinas. Tal vez la intención de quienes las diseñaron era reproducir las situaciones de la vida cotidiana en los lugares destinados al encuentro con la Trinidad. Y sin embargo en estos ambientes enajenantes no se logra establecer relación alguna con Dios ni con los hombres. Se advierte a veces la soledad como en ningún otro espacio. Y uno piensa que la iglesia ya no es el lugar donde se ora, sino donde tiene lugar la asamblea, precisamente como ocurre en las aulas de culto protestantes.

Se dice que las iglesias modernas son feas. Hoy en día una afirmación de este tipo corre riesgo de carecer de sentido, aun cuando ciertos estilistas suelen poner de moda lo feo en las prendas de vestir. ¿Qué es de hecho lo bello? ¿Como puede atribuir un valor universal al objeto de la percepción estética quien profesa el relativismo más dogmático?

Iglesia de S. Lucas en Graz (Austria). De izquierda a derecha y de arriba abajo: Altar Mayor, Tabernáculo, Lámpara del Santísimo y vista general.

La arquitectura moderna del siglo XX también ha producido obras de arte en este ámbito. El problema es que son un monumento del arquitecto a sí mismo, como el santuario de Ronchamp, de Le Corbusier, o las iglesias de Alvar Aalto. Desde este punto de vista no son arquitecturas logradas, ya que podrían emplearse para otros fines, operación que resultaría imposible en el caso de la catedral de Chartres o de S. Carlino alle Quattro Fontane.

Alvar Aalto, Iglesia de Santa María Asunta. Riola di Vergato, Bolonia, Italia, 1978.

Es comprensible la insatisfacción que dio origen hace más de veinticinco años a movimientos como el de la arquitectura tradicional, una corriente artística que propugna un retorno a las formas del pasado; pero el remedio es peor que el mal, por cuanto es más bien irrazonable proponer nuevamente en cemento armado estilos nacidos en otras épocas, en otras culturas, con otros materiales y distintas soluciones tecnológicas.

La arquitectura tradicional, cuyo exponente más destacado es Léon Krier(1), tiene gran difusión en los países anglosajones, donde cuenta con numerosos seguidores entre los arquitectos de iglesias. Estos últimos hacen un pésimo servicio a toda la Iglesia Católica, además de sus clientes, pertenecientes a grupos con nostalgia del Concilio de Trento. Ellos olvidan que la modernidad secularizada es hija – por más que sea una degeneración – de la religión católica, la única que siempre ha valorizado plenamente la razón. Ciertamente, el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos y la Tradición auténtica es la fe viva de los muertos. El renovado diálogo entre fe y arte pasa necesariamente por la curación de los focos infecciosos que han condicionado negativamente el desarrollo de la civilización occidental.

Ejemplo reciente de arquitectura religiosa tradicional. Thomas Gordon Smith. Seminario de Nuestra Señora de Guadalupe. Denton, Nebraska, Estados Unidos, 2000.


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(1) Ver Léon Krier, Architettura. Scelta o fatalità, Laterza, Bari 1995. El proyectista luxemburgués, más que en la difusión del estilo clasicista que le dio fama en los años 80, actualmente está interesado en la promoción de una planificación urbanista – New Urbanism – centrada en los elementos que no pueden desaparecer en la vida social.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Edificios: Mercado Brownsword, Poundbury, Reino Unido (IV)

John Simpson: Mercado Brownsword, Poundbury, Reino Unido (2000)

IV.- Vista del Gran Salón del primer piso.


La construcción del mercado dió más protagonismo al Ayuntamiento dentro de la comunidad. La gran cubierta asegura su protagonismo en la Plaza Pummery como corazón de la Fase I de urbanización. Además, la gran inclinación de la estructura de madera permite un gran espacio interior diáfano al servicio de la comunidad. Este espacio se transmite al exterior gracias a las tres grandes ventanas abuhardilladas a cada lado de la sala.

lunes, 7 de septiembre de 2009

El Castillo de Zamora y los falsos históricos


A mediados de Agosto de 2009 el periódico La Voz de Zamora (nº 88, página 8) publicó los resultados de una encuesta entre sus lectores donde se consultaba la posibilidad de reconstruir las desmochadas torres del Castillo de la ciudad ojito del Duero. Una abrumadora respuesta afirmativa (97%) era la conclusión de la misma, respaldada por la opinión del historiador y concejal zamorano Miguel Angel Mateos y el arquitecto local Francisco Somoza, quien además redactó el Plan de Rehabilitación de la fortaleza, cuyo proyecto ha sido desarrollado por el español Rafael Moneo. La opinión contraria es la sostenida por la Comisión de Patrimonio y la Jeda de la Sección de Arqueología de la Junta de Castilla y León, Hortensia Larrén, defensora de la “ortodoxia burocrática”. Pero, ¿qué es la ortodoxia burocrática?

En este caso la ortodoxia burocrática viene determinada por la Ley 12/2002, de 11 de Julio, de Patrimonio Cultural de Castilla y León. El artículo 38 establece los criterios de intervención en inmuebles:

1.- Cualquier intervención en un inmueble declarado Bien de Interés Cultural estará encaminada a su conservación y mejora, de acuerdo con los siguientes criterios:

a.- Se procurará el máximo estudio y óptimo conocimiento del bien para mejor adecuar la intervención propuesta.

b.- Se respetarán la memoria histórica y las características esenciales del bien, sin perjuicio de que pueda autorizarse el uso de elementos, técnicas y materiales actuales para la mejor adaptación del bien a su uso y para destacar determinados elementos o épocas.

c.- Se conservarán las características volumétricas y espaciales definidoras del inmueble, así como las aportaciones de distintas épocas. En caso de que excepcionalmente se autorice alguna supresión, ésta quedará debidamente documentada.

d.- Se evitarán los intentos de reconstrucción, salvo en los casos en los que la existencia de suficientes elementos originales así lo permita. No podrán realizarse reconstrucciones miméticas que falseen su autenticidad histórica. Cuando sea indispensable para la estabilidad y el mantenimiento del inmueble la adición de materiales, ésta habrá de ser reconocible y sin discordancia estética o funcional con el resto del inmueble.

2.- En lo referente al entorno de protección de un bien inmueble, al volumen, a la tipología, a la morfología y al cromatismo, las intervenciones no podrán alterar los valores arquitectónicos y paisajísticos que definan el propio bien.

Esta ley deriva a su vez de la Ley 16/1985, de 25 de Junio, del Patrimonio Histórico Español, que recoge toda al legislación patrimonial previa, la adapta a los nuevos criterios de los organismos internacionales y sirve de base para las diferentes leyes autonómicas posteriores. Su artículo 39 define genéricamente los criterios de intervención:

1.- Los poderes públicos procurarán por todos los medios de la técnica la conservación, consolidación y mejora de los bienes declarados de interés cultural así como de los bienes muebles incluidos en el Inventario general a que alude el artículo 26 de esta Ley. Los bienes declarados de interés cultural no podrán ser sometidos a tratamiento alguno sin autorización expresa de los organismos competentes para la ejecución de la Ley.

2.- En el caso de bienes inmuebles, las actuaciones a que se refiere el párrafo anterior irán encaminadas a su conservación, consolidación y rehabilitación y evitarán los intentos de reconstrucción, salvo cuando se utilicen partes originales de los mismos y pueda probarse su autenticidad. Si se añadiesen materiales o partes indispensables para su estabilidad o mantenimiento las adiciones deberán ser reconocibles y evitar las confusiones miméticas.

3.- Las restauraciones de los bienes a que se refiere el presente artículo respetarán las aportaciones de todas las épocas existentes. La eliminación de alguna de ellas sólo se autorizará con carácter excepcional y siempre que los elementos que traten de suprimirse supongan una evidente degradación del bien y su eliminación fuere necesaria para permitir una mejor interpretación histórica del mismo. Las partes suprimidas quedaran debidamente documentadas.

Ambas leyes derivan de la Carta de Venecia de 1964, que pone especial empeño en la conservación del “carácter” del edificio, definido a partir de la suma de todas sus intervenciones, indisolubles al mismo, y que se reafirma en la obligación de distinguir con el “sello de nuestra época” cualquier intervención que se desarrolle dentro de un conjunto patrimonial. Esto ha dado lugar a la categoría de “falso histórico”, término multiuso empleado para definir toda actuación sobre el patrimonio que no suponga una ruptura total con la historia del mismo. Aunque la voluntad original al definir el falso histórico era la de evitar las restauraciones de estilo y la “desbarroquización” de muchas iglesias y catedrales, con el paso del tiempo se ha acabado convirtiendo en un anatema que impide el correcto cumplimiento de la propia carta de Venecia, pues al querer evitar la mimesis con el carácter del edificio y destacar a toda costa la intervención, ésta acaba desvirtuando el carácter de la pieza patrimonial.

Los miembros de INTBAU revisaron en 2007 la carta de Venecia y publicaron sus conclusiones en la Declaración de Venecia: conservación de monumentos y entornos en el siglo XXI. En ellas rompían con la idea tomada de Ruskin de que había que dejar morir los edificios, todo lo más consolidarlos, y aboga por intervenciones en los mismos destinadas tanto a la consolidación como a la recuperación de sus usos primitivos. Además, desmitifica la histeria del falso histórico admitiendo la posibilidad y la necesidad de que las intervenciones armonicen con el entorno y no destaquen ostentosamente sobre los elementos que protegen. La declaración de Venecia además aboga por el mantenimiento de la configuración tradicional de masas y colores, la unidad de composición sin recurrir a la unidad de estilo y distinción honesta entre original e intervención. Por último, acepta la adición de volúmenes siempre y cuando estén armoniosamente integrados según los tres principios anteriores, a la vez que rechaza categóricamente las actuaciones donde la parte intervenida destaca sobre el elemento patrimonial por suponer esto último un daño irreparable tanto en el equilibrio de la composición como en la relación con el entorno. El espíritu de la declaración de Venecia pone un poco de racionalidad dentro del caos en el que se ha sumido la restauración en los últimos treinta años. De esta forma, rehabilita el concepto de anastylosis y el de la reconstrucción siempre y cuando haya restos y pruebas documentales suficientes para ello. La intervención, el añadido contemporáneo, deja de ser un fin en sí mismo, una forma de aplastar la historia con el habitual comportamiento de tabula rasa de la contemporaneidad, para convertirse en un medio mediante el cual el bien patrimonial recupera su función social.

A ese respecto, el Jefe del Servicio de Patrimonio Arquitectónico Local de la Diputación de Barcelona, Antonio González Moreno Navarro, aporta una interesantísima opinión. Para él la autenticidad de una intervención patrimonial no radica tanto en el contraste de la antigüedad de los materiales sino en la congruencia de las técnicas empleadas. En su artículo “Restaurar es reconstruir. A propósito del nuevo monasterio de Sant Llorenç de Guardiola de Berguedà (BARCELONA)”, publicado en la Revista Electrónica de Patrimonio Histórico nº1, de diciembre de 2007, expresa una opinión que se sale de lo común dentro del panorama de la restauración patrimonial española pero que no por ser heterodoxa es más racional y tiene más sentido común que toda la amalgama de leyes autonómicas que más que proteger los bienes inmuebles, les roban la dignidad.

“Si entendemos el monumento como suma de valores de carácter documental, arquitectónico y significativo, la autenticidad debe referirse, no tanto a su materialidad, como a esos valores, o no debe de hacerse tanto en función de la materia en sí, como del papel que ésta juega en la definición de aquellos valores esenciales. En cuanto a la materia, por tanto, habrá que valorar con distinto rasero su naturaleza, su forma, su papel (constructivo, estético, etc.) y la relación de contemporaneidad entre su presencia en el monumento y el acto (creativo o técnico) que la dispuso por primera vez. [...] La autenticidad de un elemento o del monumento en su conjunto no se basa tanto en la "originalidad temporal" de la materia o de su naturaleza, como en que sea capaz de autenticar de "acreditar de ciertos" los valores del monumento: de documentar los atributos espaciales, mecánicos y formales inherentes a los sistemas constructivos y los elementos ornamentales originales (o, incluso, en ocasiones, las señales, las huellas que la historia y los avatares han dejado en unos y otros), y de permitir la funcionalidad y la significación estética y emblemática que unen el monumento a la colectividad.”

“El que la sombra que produce una moldura, las proporciones y capacidad portante de una columna, o la luz que tamiza una celosía correspondan a las previsiones de sus autores es más definitorio de la autenticidad de esos elementos que el que las materias con que están hechas la moldura, la columna o la celosía sean las originales o no. Son más auténticos un muro de carga o una bóveda que trabajen tal y como fue previsto originariamente, aunque todos sus componentes sean nuevos, que un muro o bóveda cuyos elementos hayan sido materialmente conservados pero que hayan perdido su capacidad mecánica. La autenticidad de una dovela radica más en la manera como transmite la carga que en la antigüedad de su labra. Igual ocurre con un espacio, que será más auténtico cuanto más se aproxime al concebido por el autor o al resultante de una alteración creativa posterior , al margen de que los elementos constructivos sean los originales u otros que los hayan substituido”. Por ello, me pregunto una vez más quién puede dudar de la autenticidad del Pabellón de Alemania de la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, derruido en 1930 y reconstruido entre 1981 y 1986 en el mismo solar con materiales idénticos y la misma significación cultural que tuvo la primitiva obra de Mies van der Rohe.

Debería ser otro el concepto de falso histórico aplicado a los monumentos. Al contrario de como ocurre en las obras de arte, en las obras arquitectónicas deberían calificarse así las aportaciones que, renunciando a "insertarse en el ciclo creativo", intentan disimular su cronología: como esas construcciones "históricas" hechas de fábrica de ladrillo aplacada con piedra artificial con que se completan algunos monumentos o se llenan nuestros desgraciados centros históricos protegidos en aras de "mantener su autenticidad".

En el patrimonio monumental, tan preocupante o más que el falso histórico, es el falso arquitectónico. Es decir, los elementos cuya esencia constructiva o estructural ha sido gratuitamente desnaturalizada (como esos muros despojados de sus revestimientos en aras a un absurdo pintoresquismo historicista) y la mayoría de las "lagunas", las interrupciones o faltas materiales.

Efectivamente, así como en los bienes artísticos estas lagunas no parecen afectar a su autenticidad (al contrario, es la voluntad de subsanarlas la que acostumbra a generar el falso histórico), en los bienes arquitectónicos, según nuestro concepto de autenticidad, las lagunas constituyen en sí mismas un falso arquitectónico. Una arquitectura cercenada de sus atributos esenciales un edificio sin cubierta o un acueducto que no transporta agua, por ejemplo no puede ser en sí misma auténtica, por mucho que lo sean algunos o todos los elementos constructivos conservados.


El Castillo antes de su restauración, cuando albergaba usos docentes.

A la luz de todo lo anterior parece quedar clara la postura de quien esto escribe, favorable a la reconstrucción de las torres del castillo zamorano, y por extensión de cualquier elemento patrimonial (como la re-colmatación de la Plaza Mayor de dicha ciudad), siempre y cuando exista documentación objetiva suficiente que la justifique y dicha intervención, incluso empleando materiales y técnicas completamente acordes con la construcción a la que sirve, pueda distinguirse de su original mediante suaves matices y no los violentos contrastes a los que nos tiene habituados nuestra legislación de Patrimonio “histérico”. Al igual que el arquitecto proyecta edificios para la sociedad y no sociedades para los edificios, debe actuar sobre el patrimonio de forma reverente y respetuosa, teniendo en cuenta que la suya será una aportación armoniosa más en su largo y devenir histórico y no el vanidoso remate con el que la convierte en una venerable, pero incómoda, pieza de museo.


El Patio del Castillo tras su restauración, convertido en un simple vacío sin más uso que su mera contemplación.

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domingo, 6 de septiembre de 2009

Ausencias Urbanas: La retórica del espacio minimalista en la Barcelona post-franquista.

Artículo publicado por Eamonn Canniffe en Guttae: Above and below architecture
Autor: Eamonn Canniffe
Traducción: Pablo Álvarez Funes

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La arquitectura de los últimos años de la década de 1970 fue testigo del desarrollo de una puesta en valor alternativa del urbanismo moderno, cuyas lecciones más radicales se encuentran en el cambio de prioridad del edificio hacia el espacio, tal como ilustran Colin Rowe y Fred Koetter en “Ciudad Collage” y Rob Krier en “Espacio Urbano”. Con un interés común en los planos de llenos y vacíos, Rowe y Koetter alaban la continuidad de los entornos urbanos en los que los edificios actúan simultáneamente como “ocupantes de espacio” y “definidores de espacio”, mientras que el contexto europeo en el que se desenvuelve Krier hace que su trabajo se mire siempre como una crítica al consenso urbanístico del occidente europeo tras la Segunda Guerra Mundial. Este reconocimiento tardío de la relevancia de la forma de un espacio (en sí y por sí mismo antes que considerado como un hueco entre edificios) representa un cambio radical de la actitud ciudadana a la hora de relacionarse con su contexto urbano.

Consideremos por ejemplo el conocido Parque de la Villete en París, diseñado por Bernard Tschumi durante la década de 1980 y aclamado como representante de un nuevo tipo de espacio urbano. La estrategia urbana seguida considera el paisaje como una inmenso contenedor de arquitecturas dispersas, con las famosas “Folies” rojas llamando la atención del visitante. La neutralidad de la malla crea en el mejor de los casos una serie de vacíos y en el peor una secuencia de inconexas experiencias alienantes. El espacio urbano se presenta como un vacío entre edificios y que nos pide adoptar la misma actitud inconexa que el arquitecto que los concibió. No se trata de un lenguaje arquitectónico o de la abstracción en sí misma. El espacio ha quedado reducido a un conjunto de dimensiones que se supone serán habitadas por el usuario del parque. Por decirlo de alguna forma, el arquitecto no tiene nada que decir sobre el espacio, la actividad humana entre los “Folies” es tolerada antes que bienvenida. Esto contrasta con los proyectos contemporáneos de Barcelona, donde la abstracción se empleó para crear interesantes espacios donde los usos fueron tenidos en cuenta y donde no se escatimaron esfuerzos en atraer actividades a los mismos, como complemento a las que se realizaban en los edificios adyacentes.

El contexto político de estos espacios catalanes se asemeja a la situación en Europa occidental treinta años antes. Un ejemplo de ello pueden ser las diferentes áreas de juego para niños en Ámsterdam, de Aldo van Eyck, que eran producto de las prestaciones sociales a una nueva generación que se recuperaba de la ocupación alemana. Sin embargo, el uso para tal fin de zonas bombardeadas a la espera de su reconstrucción significaba que esa topografía alterada de la ciudad se podía transformar mediante un cambio de punto de vista que hiciera ver esas “heridas de guerra” urbanas como nuevos focos de actividad vecinal. Las cualidades lúdicas de estos espacios iban en la línea del Surrealismo, sobre todo de Giacometti, y que definieron la imagen existencialista de la Europa de post-guerra. Estos espacios marginales acabaron convirtiéndose en símbolo de nuevas posibilidades urbanas.

Desde 1975, con el retorno de la democracia a España, un nuevo abanico de posibilidades urbanas, desde la restauración urbana a los nuevos complejos públicos, implicó una nueva categoría para el valor representativo de los espacios urbanos. El sentimiento de identidad colectiva se había reforzado con las experiencias de la guerra civil y la posguerra, y las formas tradicionales de expresión urbana, que en otras partes de Europa volvían a ponerse en valor, se identificaron con la reciente asociación con el totalitarismo. La ambición por parte de los planificadores de crear una nueva experiencia urbana pretendía expresar una completa y optimista transformación cultural. Esto último se tradujo en un programa de obras públicas, tanto en arquitectura como en diseño de urbano o de paisajes, que buscaban la creación de un nuevo ámbito público. En cuanto a paisajismo, grandes proyectos de rehabilitación como el Parque del Clot (Friexes & Miranda, 1986) contrastan con trabajos de carácter más íntimo y privado como los jardines de Villa Cecilia (Torres y Lapeña, 1985); el diseño urbano se mantuvo a la misma altura que los anteriores exhibiendo una paleta de materiales más duros.

Por ejemplo el emplazamiento de la Plaza de Sants (1982-83) fue un incómodo problema de diseño para sus arquitectos Helio Piñón, Alberto Viaplana y Enrique Miralles, pues bajo esta plaza discurren varias líneas de metro que confluyen en la estación de Sants. Por tanto sólo podía aguantar una carga liviana, animando a los arquitectos a optar por una estrategia compositiva minimalista. Ésta deriva estructuralmente del ritmo de los andenes de las estaciones, con un eje principal centrado hacia la estación, el cual marca la cota más alta del pavimento de granito. Hacia el norte desciende con una elegante inclinación mientras que al sur a un descenso escalonado le sigue una gradual ondulación del pavimento. Sobre este terreno sutilmente ondulado cada objeto se insertó como un proyecto escultórico independiente que interactúa con esta nueva tabula rasa.

Elio Piñón, Alberto Viaplana, Enrique Miralles. Plaza de Sants. Barcelona, 1983

El elemento más importante era la gran pérgola sostenida por dieciséis esbeltas columnas que se colocan sobre el suelo ondulado asentándose en un curioso montículo. Una serie de pedestales vacíos de varios tamaños, otra pérgola curvilínea y un caprichosamente mustio reloj de la estación formaban parte del repertorio formal diseminado por este espacio. Pero, ¿qué indicaba este conjunto de escuálidos elementos? El nexo común, aparte de la limitada gama de materiales, sería una serie de simples contrastes formales. De esta forma la plaza podría interpretarse como un espacio escultórico, aunque los pedestales vacíos sugieren el recuerdo de una expresión urbana más tradicional que se manifiesta sobre estos elementos fragmentarios. En este escenario contemporáneo, el arquitecto de un espacio público podría aspirar a interpretar un papel irónico, convirtiendo las tiranías e inconsistencias de la vida urbana en un pícaro efecto creativo. En su localización en Barcelona está relacionada con las cualidades lúdicas del arte catalán moderno y la puesta en valor de espacios desechados como modus operandi. Por tanto, es posible crear un nuevo linaje para este espacio urbano desconcertante que puso de manifiesto el desprecio de los arquitectos por la tradición cultural.

Menos convencional en su retórica, pero quizá por ello más innovadores en el uso del espacio, están los elementos públicos externos del Centro de Arte Santa Mónica (1989), también de Piñón y Viaplana. Aquí las dificultades de la renovación del edificio existente no pudieron impedir una hazaña de la manipulación espacial y óptica. Una pieza de avión que se eleva hacia el mar y que se repliega sobre sí misma para crear el acceso y un balcón público con generosas vistas a las Ramblas. El énfasis diagonal de la rampa, y la arquetípica forma moderna, se extienden más allá de los límites funcionales de la dramática planta trapezoidal que se amplía de los límites de la lectura en perspectiva del espacio. La estructura consiste de nuevo en un lenguaje de mínimos soportes de acero que genera una cripta bajo el plano principal. Una simple barandilla de acero y vidrio evita cualquier distracción visual que se aparte del ritmo insistente de la superficie de madera. Facilitar el acceso público y punto de vista, la modestia y el rigor de la pieza hicieron concentrar la atención esencialmente en los aspectos formales del perfil y la perspectiva de plano y el espacio como una hélice escultórica de las nuevas posibilidades de expresión urbana. Los arquitectos no tuvieron miedo de desafiar a los usuarios a usar el espacio superior o el inferior, ni a emplear formas provisionales que acentuaran dicho desafío. Las características de una Plaza mediterránea tipo, la galería, la terraza y el zócalo están presentes, pero en formas que responden a las particularidades del lugar y al optimismo de los tiempos. Esto fue un logro importante y una de las razones por las que estos espacios, junto con otros de similares características, se convirtieron en objeto de gran atención en la década de 1980, exportándose hacia otros lugares (las conocidas como “plazas duras”).


Elio Piñón, Alberto Viaplana. Centro de Arte Santa Mónica. Barcelona, 1989.

Dos décadas después, la naturaleza positiva de estos espacios urbanos puede contrastarse con la imagen urbana predominante de los intereses comerciales. La mercantilización de la cultura urbana contemporánea tiende a la devaluación del espacio a favor de la evidente atracción del objeto arquitectónico, como atestigua el perfil urbano de cualquier ciudad en desarrollo. Así, la experiencia de estos ejemplos se puede tener en cuenta para detener la deriva del espacio urbano hacia un espacio residual entre edificios dominantes, hacia su conceptualización como simple contenedor de vehículos. Sin embargo, al reconocer este contexto también debemos admitir que esta evolución cultural libera espacios públicos tradicionales para reafirmarse en su propia retórica.

La invasión de mobiliario urbano y otros elementos, cada vez más familiares en cualquier ciudad contemporánea, oscurece la principal virtud de estos espacios, que es su generosidad. Paradójicamente, el uso y la representación del uso se confunden a menudo; un tratamiento más sosegado de los espacios, como ha sido evidente en los ejemplos de Barcelona, permitiría la exploración ambiental de sus cualidades, cuya reticente auto-negación no parecen entender muchos diseñadores y clientes. Este aspecto contemplativo de la ausencia podría complementar la forma en que la sociedad se abre a la creación de espacios para el visitante a través de la apropiación del espacio háptico, precediendo cualquier comprensión intelectual. Podemos aprender de estos espacios barceloneses que las posibilidades surgidas a partir de los contactos planificados y fortuitos podrían potenciar pequeños parches espaciales en la ciudad de forma tal pudieran asumir las complejas características de cada espacio.

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Este artículo forma parte de una publicación que recoge trabajos de colaboración entre estudiantes de arquitectura de la Universidad de Manchester y la de Barcelona. Las denominadas "plazas duras" se han convertido en un elemento recurrente dentro del urbanismo español de los últimos treinta años. Tomando como modelo las actuaciones en Barcelona la geografía española reformó y sigue reformando sus espacios públicos en base a una serie de criterios minimalistas (ahora también decosntructivistas) que sólo se han demostrado eficaces en tramas postindustriales con un alto grado de degradación. Las "plazas duras" son tales porque se insertaban en tejidos "duros", muy degradados por usos industriales previos y donde la función pública, como bien indica el autor, se reduce a la de ser mero contenedor de vehículos. El concepto en sí no es malo, pero su extrapolación a otras realidades españolas, todavía muy vinculadas a esos irreflexivamente denostados usos tradicionales, ha traido consecuencias nefastas.

Son bien conocidos los casos en Sevilla, cuando en su gran reforma urbana de cara a la Exposición Universal de 1992, se tomó como norma básica de diseño las premisas catalanas tan bien descritas en este artículo. Sin embargo, estos espacios fracasaron casi desde su concepción proyectual, pues a la ausencia de estos tejidos industriales degradados se une la dureza del clima cálido durante la mayor parte del año, que convierte esos espacios en inutilizables para la mayoría de la sociedad durante la mayor parte del día y que, a excepción de algunos jóvenes que los usas para sus acrobacias con bicicletas y patines, acaban convirtiéndose en peligrosos focos de marginalidad. Y eso por no hablar de los intentos de implantar esas "plazas duras" en pleno recinto histórico (Av. de la Constitución, Plaza del Pan, Alameda de Hércules...), donde a la degradación por no aceptación ciudadana hay que añadir el grave impacto visual dentro de la trama urbana que lo único que demuestra es falta de sensibilidad y buen gusto, amén de una mentalidad obcecada en que las modernidad de una ciudad se mide por el número de proyectos extravagantes que se estén desarrollando.


Eamonn Canniffe apunta inteligentemente que los arquitectos de la Transición dejaron de lado las experiencias contemporáneas de recuperación de la vida urbana a partir de la recuperación de los tejidos tradicionales para lanzarse a la aventura de recuperar los espacios degradados según criterios revisados del movimiento moderno. Como el lector podrá comprobar al pasear por algunas plazas de su entorno cercano, los resultados finales no siempre han sido satisfactorios y en muchas ocasiones el estado actual de dichas plazas no se diferencia mucho del de Pruitt Iggoe de hace treinta y siete años.

Cabe preguntarse por último las causas por las qué este modelo triunfa en algunos sitios y en otros no. Una primera respuesta la encontramos en el propio artículo: esos espacios necesitan actividades (generalmente asociables a las diferentes culturas urbanas) que le den vida y uso. Al conseguir llenar de vida urbana (no necesariamente tradicional) esas zonas, éstas pierden su condición previa de marginalidad y degradación para insertarse con vitalidad en el tejido urbano. Por tanto, el éxito del espacio público contemporáneo depende de las activididades, de la vida pública que se desarrolle en él. Pero el carácter marginal de esos espacios se debe a su pertenencia a unas zonas degradadas por la industria que se pretendían recuperar; no siempre nos encontramos ante la misma situación, o bien nos dejamos llevar por el "encanto de la marginalidad" valorando la estética "underground" de estos espacios sin tener en cuenta los condicionantes originales de los mismos y sobre todo olvidando que es el continuado uso posterior como fuente de vida cívica lo que les impide caer en el deterioro y la conflictividad social. Por eso también, las barriadas obreras y populares siempre acaban prefiriendo configuraciones tradicionales antes que las "duras", pues sólo con las primeras son capaces de crear vida pública, para las segundas se necesita un impulso intelectual basado en una cultura urbanita y postindustrial que no siempre existe en España.

BAELO CLAVDIA. La novela (XI)