Publicado originalmente en: RIBAjournal.com
Autor: Robert Adam
Traducción: Pablo Álvarez Funes
La arquitectura tradicional es la favorita del gran público, dice Robert Adam, sin embargo los profesionales dedicados a la misma son en el mejor de los casos ignorados por la élite arquitectónica y en el peor, objeto de burla. Aboga por el estudio del diseño clásico e insta a alejarse de un mundo dividido entre los nuevos localismos y el sometimiento a la moda.
La arquitectura tradicional muestra explícitamente sus orígenes y su ascendencia desde un pasado arquitectónico a veces remoto. Esto la distingue de la actual corriente arquitectónica, donde el imaginario histórico está restringido al Movimiento Moderno de principios del siglo XX y la originalidad y la invención son bien recibidas. Los arquitectos que se posicionan en la tradición apenas llegan al 2% en Reino Unido, raramente se publican sus trabajos en medios profesionales o son citados por ellos y raramente ganan concursos.
A pesar de su tendencia al individualismo, los arquitectos comparten algo más que sus diferencias. Todos han de enfrentarse a clientes y presupuestos, programas y normativas, y los edificios deben tenerse en pie y proteger de las inclemencias del tiempo. Mientras que las formas radicalmente extraordinarias, los costes extravagantes y las composiciones poco prácticas son la moda, la mayor parte de los edificios de todos los estilos responden a diseños simples y sencillos. Algunos arquitectos elitistas creen que los edificios tradicionales son caros, poco prácticos y difíciles de ejecutar, pero en realidad no hay diferencia de presupuestos, funcionalidad y facilidad de construcción durante el proceso de diseño. Además, para la sorpresa de muchos, la construcción tradicional ha resultado ser especialmente sostenible. Para un observador actual las diferencias entre la corriente arquitectónica principal y el diseño tradicional parecen estar sólo en la expresión externa de la forma del edificio y el uso de los materiales. De hecho, algunos promotores ven las fachadas como algo estilísticamente intercambiable, para consternación de muchos arquitectos.
A pesar de importantes puntos en común, la élite arquitectónica desaprueba o ignora discretamente al pequeño número de tradicionalistas que hay entre ellos. Esto va mucho más allá de la mera aversión o preferencia estilística. Las posibilidades de pasar por una escuela de arquitectura que incluya proyectos tradicionales en su programa docente son cercanas a cero y muchos estudiantes, ambiciosos pero intelectualmente vulnerables, caen en la línea oficial. Los ataques, tanto públicos como entre bastidores, realizados hacia los arquitectos tradicionales más relevantes han sido característicos de algunos acontecimientos recientes de cierta relevancia, pero son sólo la punta de un gran iceberg que se dirige al CABE (Commission for Architecture and the Built Environment – Comisión para la Arquitectura y el Entorno Construido), las plantillas de arquitectos municipales, los jurados de concursos e incluso las profesionalmente elaboradas políticas de planificación urbana. La condena del diseño tradicional tiene incluso su propio vocabulario especializado: “pastiche”, retrógrado”, “fuera de nuestro tiempo” y similares. Cuando puede encontrarse algún apoyo éste oscila entre una tolerancia en aras de la variedad y una aceptación condicional a que los proyectos planteados permanezcan seguros en el mundote los facsímiles académicos.
Público perplejo.
Los tradicionalistas se han acostumbrado a esta exclusión y les desconcierta su exclusión profesional, pero el gran público encuentra esto inquietante en una profesión al parecer liberal. A pesar de la creencia a principios del siglo XX de que el público se acostumbraría al Movimiento Moderno (la original y subyacente filosofía de la actual élite arquitectónica), este no ha sido el caso. Encuesta tras encuesta, incluyendo dos de CABE (la última suprimida), indican que a lo largo del tiempo alrededor del 85% del público prefiere con notable persistencia las soluciones tradicionales. Como las viviendas son productos para la venta en un mercado abierto, esto tiene una influencia directa en los resultados construidos. Sin embargo, en edificios públicos y comerciales el principio comercial que rige es el alquiler del espacio, y el mercado no es el público sino comisiones, promotores, agentes e inquilinos, muchos de los cuales se han suscrito al nexo teórico entre progreso y diseño vanguardista. En consecuencia, no hay antecedentes en las encuestas públicas y esto ha llevado a la creencia entre los arquitectos que los gustos del público en cuanto a vivienda y edificios públicos son diferentes. Una encuesta encargada a mi estudio este año por YouGov (compañía encuestadora de Reino Unido), aunque limitada en su difusión, indica la posición más habitual: la preferencia del público por el diseño tradicional permanece constante en todos los tipos edificatorios, incluso produciendo el mismo resultado de 85%.
Desfase lógico.
Esta relación entre la arquitectura tradicional y la élite arquitectónica plantea dos preguntas: ¿Cómo puede haber una relación inversamente proporcional entre las preferencias del público y los profesionales? Si la arquitectura es un reflejo, más que un generador, de tendencias en un amplio contexto social, político y económico, ¿cómo se relaciona su actual situación con el resto del mundo?
Como parte de la cultura de las Bellas Artes, la mayoría de los arquitectos suscriben una visión dominante que data del Movimiento Romántico decimonónico según el cual el arte sólo necesita justificación mediante la autoexpresión del artista. A finales del siglo XIX esto se convirtió en el movimiento de las vanguardias, donde el artista era libre para inventar libre de restricciones impuestas por una sociedad que con el tiempo llegaría a reconocer su genialidad artística. Así se libero al artista (o arquitecto) de cualquier necesidad de satisfacer los gustos o preferencias del público. De hecho, ser denostado por la opinión pública se convirtió desde entonces en un símbolo de honor, una prueba positiva de que el artista es genuinamente vanguardista.
La teoría de la vanguardia está enraizada con la creencia Ilustrada en la inevitabilidad del progreso impulsado por el cambio. Una teoría histórica formada en un periodo de crecimiento acelerado ha llevado a la convicción de que lo importante de un periodo histórico es lo que lo diferencia de los demás (sin importar que siempre son mayores las similitudes que las diferencias). A partir de aquí sólo hay un paso para afirmar que las características definitorias de nuestro tiempo se encuentran sólo en aquellas cosas que son únicas y que para ser consecuentes con nuestro propio tiempo debemos fomentar esa singularidad y diferencia. Cualquiera que haga lo contrario será juzgado no sólo por tener mal gusto, sino por traicionar el proceso mismo de la Historia. A pesar del hecho de que todo le mundo inevitablemente participa en la composición del mundo moderno, la creencia que los tradicionalistas pertenecen a otra época allana el camino para un reclamo exclusivo de los conceptos de modernidad y contemporaneidad. Esto permite a la élite artística y arquitectónica reunir en torno a ellos el política y comercialmente potente símbolo del progreso.
Estas teorías anidan en el corazón de la actual élite arquitectónica. Con ellas se permite a los arquitectos trabajar fuera de la aprobación pública y continuar haciéndolo en base a que el tiempo les dará la razón. Y expulsando a una pequeña minoría no amenazante como traidores al futuro pueden elevarse a la categoría de oposición seria, unirse contra ellos y señalarlos para el oprobio, la condena o incluso la supresión.
El reclamado vínculo entre la élite arquitectónica y progreso, combinado con su asociación histórica con las democracias occidentales, se ha convertido en el símbolo de la nueva liberalización global del capital. Los instrumentos de la globalización comercial – consumismo, corporaciones globales, viajes internacionales y hoteles internacionales- tienen sus equivalentes arquitectónicos en los centros comerciales, edificios de oficinas, aeropuertos y hoteles proyectados por una nueva generación de firmas arquitectónicas a nivel mundial y arquitectos mediáticos.
Dimensión global.
Sin embargo, la globalización va más allá y es más compleja que la liberalización de los mercados capitalistas. Es el fenómeno social, político y económico más significativo de nuestro tiempo e implica la comunicación electrónica, moda, viajes, migraciones, impacto ambiental, conductas bélicas y terrorismo. Las consecuencias pueden ser inesperadas. Ante la pérdida de autonomía nacional y el control del comercio y las comunicaciones por parte de los grandes estados nacionales, ha habido un aumento de la autonomía e identidad regional y local. Esta reafirmación de la identidad política y cultural es la otra cara de la homogeneización global. En el mundo desarrollado, más allá de los grandes proyectos urbanos, predominan versiones estilísticamente posmodernas de la arquitectura tradicional. Al igual que ocurre con la especulación con la vivienda tradicional, esto nunca se revela en publicaciones profesionales. La única forma en que el nuevo localismo incide en la élite arquitectónica es mediante las nuevas e influyentes teorías del urbanismo tradicional (conocido en Estados Unidos como Nuevo Urbanismo) que tiene una relación directa, a veces incómoda, con la arquitectura tradicional.
Mientras los clientes políticos y comerciales aceptan las premisas de que la élite arquitectónica representa la modernidad y el progreso que tan entusiastamente promueven, ésta continuará dominando. Es evidente sin embargo que en todo el mundo existe una significativa demanda pública escasamente representada, e incluso negada, por la mayoría de los arquitectos. Muchos arquitectos tradicionales se contentan con hacer una buena práctica profesional ajena a este debate pero esta tajante división de intereses no puede ser buena para la arquitectura y fracasa en su servicio público. Si esta élite creara para los tradicionalistas un espacio moral e intelectualmente más acogedor y éstos lo secundaran, ¿quién sabe lo que cada uno aprendería del otro?
Muy buen artículo. Estoy de acuerdo con R. Adam; quizás el urbanismo, por su vocación forzosamente más práctica, vuelva a revitalizar los valores tradicionales.
ResponderEliminarDe todas formas, en la misma Escuela se empieza a ver gente que se va liberando de los prejuicios anti-tradicionales que nos tienen acostumbrados. Aunque ese debate no llega aún a los referentes formales (es raro ver a alguien dibujando capiteles jónicos), cada vez veo más extendida la idea de que el arquitecto no es un artista encerrado en su burbuja cultural, sino un servidor de la sociedad. El paso siguiente es reconocer la dimensión tradicional de la sociedad: ese rico mundo de costumbres, usos, símbolos y formas de entender la vida.
Cuando menos nos demos cuenta, los balcones de nuestras casas estarán preparados para colgar macetas con geranios.
Juanan, la fiesta del efecto Guggenheim se ha terminado: la crisis va a impedir que se construyan más excentricidades de presupuestos desorbitados; la propia materialización de esas excentricidades está demostrando por mucho que pueda parecer obvio que existe una diferencia abismal entre la utopía proyectual reflejada en una infografía y el resultado final en su contexto; por último, la sociedad se ha movilizado contra unas propuestas que únicamente han sido elegidas para aumentar el ego de los municipios que jugaban a ser mecenas con dinero ajeno.
ResponderEliminarAhora toca un periodo de reflexión sobre la utilidad de lo que se ha hecho, que ya no forma parte como la posmodernidad de un debate artístico ante una situación agotada, sino ante un gran cambio de nuestra sociedad postindustrial.
Progreso vinculado a innovación y originalidad, a consumo masivo, a obsolescencia planificada es un concepto que acabará desapareciendo a favor de la optimización de los recursos, el consumo responsable y consecuente y en la puesta en valor de lo realmente eficiente. Y ahí la arquitectura tradicional tiene mucho que decir.
Realmente la sociedad está ya dispuesta a colgar geranios en los balcones, siempre lo ha estado; únicamente falta que los arquitectos se den cuenta de ello.