El debate acerca de qué es buena arquitectura es tan antiguo como la arquitectura misma. Durante todas las épocas siempre ha habido intereses en definir los parámetros en los que se pudiera basar una adecuada teoría y práctica arquitectónicas. Hasta la Revolución Industrial, e incluso hasta la Primera Guerra Mundial, parecía haber una especie de eje en torno al cual se articulaba la buena arquitectura. Este eje se basaba en la tradición, prácticamente ininterrumpida, de la arquitectura clásica en Europa.
Los cambios políticos, sociales y económicos que vinieron al finalizar la Primera Guerra Mundial dejaron patente que los caminos seguidos por esta tradición parecían haberse agotado. Las Vanguardias surgieron como alternativas entusiasmadas por esos cambios que en cuatro años habían cambiado un mundo relativamente estable desde las guerras napoleónicas. Los avances tecnológicos, el nuevo protagonismo de la mujer, la desintegración de los estándares sociales victorianos, la ansiada independencia de muchas naciones dentro de los antiguos imperios, el reajuste de fronteras y gobiernos e incluso los horrores de la Guerra; todos esos factores resultan novedosos y atrayentes en una sociedad que busca mirar hacia delante para olvidar. A su vez todos estos cambios plantean nuevos retos para estos movimientos, que intentarán resolver con mayor o menor éxito pero siempre con ilusión y fe en el progreso.
Las vanguardias aparecen como movimientos fundados a partir de un manifiesto y su duración viene determinada por el grado de adhesión al mismo por parte de los firmantes del mismo o de sus discípulos. Es aquí donde nace el Movimiento Moderno en Arquitectura, en esta amalgama de movimientos y manifiestos que poco a poco se unirán para ir conformando un nuevo eje de la verdad arquitectónica. A partir de las experiencias de Le Corbusier y la Bauhaus, se sientan las bases de una nueva arquitectura funcional, maquinista, racional, que verdaderamente es capaz de dar respuesta a los nuevos problemas de la sociedad de forma real y no teórica. Todas estas experiencias institucionalizarán las bases del denominado Estilo Internacional, que a partir de los años 30 y sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, se convierte en la arquitectura garante de las libertades democráticas, frente a los abusos que los regímenes totalitarios fascistas y comunistas hacían del clasicismo.
Sin embargo, la omnipresente y omnisapiente verdad del Movimiento Moderno, convertida a partir de los años 50 en tradición, no tardó en demostrar que también cometía errores y no era capaz de dar respuesta a todas las necesidades. La primera generación del Movimiento Moderno se esforzó en imponer sus métodos, demostrar su validez y borrar cualquier vestigio de la tradición anterior en el aprendizaje; la Segunda generación se formó exclusivamente en estas verdades y las divulgó por el mundo obteniendo éxito y reconocimiento; la tercera generación se empezó a dar cuenta de las carencias de estas verdades, y que sus errores afectaban negativamente a la sociedad. El hecho de entender la Arquitectura y el Urbanismo de un modo maquinista y exclusivamente funcional permitió resolver problemas de salubridad en las viviendas, jerarquía urbana esencial (separación de usos, jerarquía de viario), pero se demostró incapaz de resolver problemas más allá los estrictamente funcionales ó de organización básica. Aunque eran capaces de crear de la nada ciudades perfectamente organizadas y funcionales, los postulados de la modernidad, las verdades arquitectónicas contenidas en los códigos que manejaban, se volvieron elitistas y, a pesar de resolver de forma magnífica las necesidades fisiológicas o higiénicas de sus usuarios, olvidaron otras necesidades igualmente importantes, traducidas en unos códigos completamente ajenos a la Modernidad. El choque entre ambos (la forma de hacer arquitectura y la forma de habitarla) no tardó en ocurrir, y quizá la primera víctima de ello fue el conjunto de viviendas de Pruitt-Igoe, de Minoru Yamasaki. Demolido en 1972, para C. Jencks supone la muerte certificada de la arquitectura moderna, y el nacimiento de una arquitectura posmoderna que, amparándose tanto en los postulados de la modernidad como en los códigos y necesidades de la nueva cultura Pop, intentará resolver con mayor o menor éxito las asignaturas pendientes del Movimiento Moderno.
La Posmodernidad arquitectónica toma de la cultura popular una serie de códigos, que inserta sobre la culta arquitectura moderna para ganarse la satisfacción del público. Como gran parte de esos iconos y códigos populares provenían del Urbanismo y Arquitectura clásicos y/o tradicionales, gran parte de las novedades de la Posmodernidad venían de una revisión desenfadada, desde la óptica popular, de estos principios. A esto hay que añadir el toque irónico con el que se pretendía atacar a la modernidad y todo lo que ello implicaba. Los cambios sociales de finales de los años 60 y la crisis económica de principios de los 70 mostraron al mundo el nacimiento de una nueva generación criada sin preocupaciones ni horrores de guerra y que deseaba romper con la rígida sociedad industrializada. Los arquitectos ahora emplearán la ironía como una herramienta proyectual más, pretendiendo con sus obras hacer un guiño divertido a la seria y rígida Modernidad, con el que además ganarse el afecto del público.
Todo esto desembocó en una nueva arquitectura que complementaba las carencias del Estilo Internacional con una amalgama de soluciones tomadas de las demandas de la cultura popular, elevando así a éstas a la categoría de Verdades Arquitectónicas. La materialización de estas verdades fue una arquitectura neovernácula, neotradicionalista, que tomaba prestada de la Modernidad y la tradición lo que más le convenía en cada caso. Sin embargo, mientras los sectores tradicionalistas se dejaban entusiasmar por estos principios del “Nuevo Urbanismo”, los más comprometidos con los ahora rancios principios Modernos hincaron una campaña de renovación de la Modernidad y paralelamente otra de desprestigio hacia la Posmodernidad. La Modernidad nuevamente ganó la guerra y resurgió de sus cenizas completamente renovada y abanderando nuevas corrientes arquitectónicas (entre las que podemos destacar a grandes rasgos Minimalismo, Deconstructivismo y High-Tech, que no vamos a desarrollar por no ser el objeto de este escrito) que en ocasiones se mezclan entre sí, haciendo imposible hablar de una única Verdad Arquitectónica para los albores del siglo XXI.
Sin embargo, y actuando siempre en un discretísimo segundo plano de la escena arquitectónica, la corriente de la tradición clásica nunca desapareció del todo. En primer lugar porque los primeros de la Modernidad se hicieron buscando su aprobación y supervisión (en un claro intento de demostrar al mundo que eran buenos herederos de sus principios); en segundo lugar, como reacción a las vanguardias surge una corriente internacional que se ha venido a denominar nuevo clasicismo, clasicismo depurado, clasicismo industrial… (también con el nombre genérico de Art-Decó, que incluiría también al expresionismo alemán) y que en ocasiones se confunde con los propios principios del Movimiento Moderno. Esta corriente tuvo muchos adeptos en el periodo de Entreguerras, mas el uso casi exclusivo que hicieron de ella los regímenes totalitarios (fundamentalmente la Alemania Nazi a través de la figura de Albert Speer), hicieron que tras la Segunda Guerra Mundial cayera en el olvido y la condena. Y en tercer y último lugar tendríamos una continuidad del clasicismo canónico, entendiendo por tal el derivado de la tratadística arquitectónica de la Edad Moderna. La figura de Raymond Erith (1904-1973) es clave para entender todo este movimiento por ser el más representativo, en palabras del crítico de arquitectura Ian Nairn, “de un nuevo clasicismo genunino en Gran Bretaña cuyas obras no son un pastiches de estilos pasados, sino intentos serios de clasicismo en la segunda mitad del siglo XX”. Es necesario remarcar el contexto británico, gran amante de las tradiciones, y donde la mera mención del clasicismo implica recordar los logros del Imperio Británico. Recordemos que Inglaterra fue la gran vencedora de la Primera Guerra Mundial, ya que el periodo de entreguerras coincide con el máximo poderío del Imperio Británico; mientras en el resto del mundo las Vanguardias daban sus primeros pasos en su cruzada por un mundo nuevo, los arquitectos de Su Graciosa Majestad seguían afanados en la continuidad de un clasicismo exponente de su gloria cultural, económica y política (por eso sorprende encontrar en Londres tantos edificios clásicos de los años 20 y 30 que no tienen que pedir perdón por existir).
Toda esta corriente clásica surge como reacción de la sociedad británica ante los resultados obtenidos por la Arquitectura Moderna durante la reconstrucción del país tras la Segunda Guerra Mundial. Ante la posibilidad de comparar los entornos urbanos antes y después de la guerra, se hacía palpable que aunque funcionalmente dieran más prestaciones a la comunidad, ésta sentía cómo había perdido parte de su identidad al ser introducida radicalmente en un entorno frío, uniforme, tal vez lleno de servicios funcionales, pero vacío de contenido. En esencia se trataba del mismo problema que planteaba la Posmodernidad, sólo que en este caso la solución vino de parte de la rama canónica del clasicismo, sin ironías ni guiños hacia el pasado. Se trataba de retomar la tradición clásica desde la propia tradición clásica, sin la búsqueda y empleo de los elementos de la cultura Pop que pregonaba la Posmodernidad. De hecho, aunque en ocasiones suele incluirse dentro de las corrientes Posmodernas, los propios arquitectos clásicos contemporáneos se desvinculan tanto de ella como de la Modernidad; de la primera se apartan por considerar que los medios de la misma no justifican los fines a obtener; y a la segunda reprochan frialdad, descontextualización al pretender imponer las mismas soluciones en cualquier lugar y a cualquier precio, e incluso poco sensible con el medio ambiente por la cantidad de energía necesaria para producir los materiales (todos ellos salidos de las grandes industrias), construir el edificio y mantenerlo (calefacción, aire acondicionado). Así, a los principios generales del Nuevo Urbanismo Posmoderno, se le unen otros derivados de las ventajas ecológicas de la construcción tradicional.
El clasicismo contemporáneo puede de esta forma ser definido como un retorno a la tradición clásica arquitectónica realizado desde la propia tradición, tomando como base la tratadística arquitectónica de la edad Moderna y prefiriendo el empleo de materiales tradicionales (anteriores a la revolución industrial: piedra, ladrillo, madera…) a los industriales (aquellos que requieren de una industria pesada para su fabricación: cemento, hormigón, acero…). Sin embargo, en ocasiones ambas prácticas constructivas se aúnan obteniendo resultados de diversa índole (en muchos casos fácilmente acusables de fachadismo, pero en otros logrando verdaderas simbiosis entre tradición y modernidad constructiva).
Definida la existencia y razón de ser de este clasicismo contemporáneo, nos quedaría hacer un inciso sobre qué es exactamente ese clasicismo. Frente a la opinión generalizada de que el clasicismo es un conjunto de reglas inmutables con pocas posibilidades de variación (algo así como un juego de construcción de piezas modulables o un conjunto de bloques en CAD para pegar y escalar), tenemos que remitirnos a la tratadística leída con espíritu crítico y teniendo como doble guía al texto vitruviano y la práctica constructiva y arquitectónica. De esta última se infiere un clasicismo entendido como un lenguaje, con una gramática que da unas reglas de expresión a partir de las cuales uno puede construir el discurso que desee. Cuando escribimos lo hacemos en la lengua en la que nos sentimos más a gusto, pero no nos molestamos en crear una lengua nueva que exprese nuestros sentimientos cada vez que nos sentamos a escribir; a lo sumo empleamos los recursos que ya existen para expresar sentimientos y sensaciones nuevas. El clasicismo contemporáneo por tanto parte de esta gramática como herramienta proyectual en lugar de definir un nuevo lenguaje arquitectónico en cada proyecto.
Concluimos diciendo que desde el clasicismo se puede escribir de muchas formas, desde una cartilla para preescolar, como es Vignola (una simple introducción a los órdenes), complejas poesías como las obras de Miguel Ángel, elegantes ensayos Schinkelianos, prácticos manuales de urbanidad como el tratado de Durand o los a la vez cultistas y conceptistas Berini y Borromini. Sin embargo, también es capaz de crear obras monótonas sin chispa (como la fachada a plaza nueva del Ayuntamiento de Sevilla, que aburre de su perfección neoclásica), feroces arengas contra las libertades públicas (como las obras de Speer o Iofan) y también monstruosidades lingüísticas como la Posmodernidad (el lenguaje sms del clasicismo).
Publicado originalmente en: Blog de Etsas.org
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